El lunes por la mañana, a las diez y media, Sam Deegan estaba en la oficina de Rich Stevens, el fiscal del distrito del condado de Orange, poniéndole al corriente sobre la desaparición de Laura Wilcox y las amenazas a Lily.
—Conseguí la orden para comprobar el registro de llamadas del Glen-Ridge a la una de la noche —dijo—. Tanto la recepcionista como ese crío de Stonecroft estuvieron de acuerdo en que era Laura Wilcox quien llamaba, pero también dijeron que parecía nerviosa. Según el registro del hotel, la llamada se efectuó desde un novecientos diecisiete, así que sabemos que se trata de un móvil. Al juez no le hizo mucha gracia que lo despertara en plena noche.
»Conseguí la orden para averiguar el nombre y la dirección del propietario, pero he tenido que esperar hasta que han abierto las oficinas de la compañía de teléfonos, a las nueve.
—¿Y qué has descubierto? —preguntó Stevens.
—Algo que confirma que Laura Wilcox tiene problemas. El teléfono era uno de esos que se compran con un saldo de cien minutos y luego se tiran.
—De los que utilizan los traficantes y los terroristas —observó Stevens.
—O, en este caso, un posible secuestrador. El repetidor está en Beacon, en el condado de Dutchess, y ya sabe que cubre un área muy extensa. Ya he hablado con nuestros técnicos y me han dicho que hay otras dos centrales en Woodbury y New Windsor. Si vuelve a llamar, podemos acotar la zona y descubrir desde dónde se efectúa la llamada. También podríamos hacerlo si el teléfono estuviera encendido, pero por desgracia lo han apagado.
—Yo nunca apago mi móvil —comentó Stevens.
—Yo tampoco. La mayoría de la gente no lo hace. Otra razón para pensar que alguien obligó a Laura Wilcox a hacer esa llamada. Ella tiene su móvil registrado a su nombre. ¿Por qué no utilizó el suyo y por qué lo tiene apagado? —A continuación propuso lo que debían hacer—. Quiero un informe sobre todos los graduados que asistieron a la reunión —dijo—, hombres y mujeres. Muchos no habían estado aquí desde hacía veinte años. Quizá descubramos algo en el pasado de alguno de ellos, alguien que tenga un historial violento o que haya estado recluido en algún tipo de centro. Quiero ponerme en contacto con los familiares de las cinco mujeres fallecidas para saber si hubo algo sospechoso en sus muertes. También estamos tratando de localizar a los padres de Laura. Están en un crucero.
—Cinco de las mujeres que compartían esa mesa están muertas y una ha desaparecido —dijo Stevens con incredulidad—. Si no se ha encontrado nada sospechoso es porque pasó inadvertido. Si fuera tú, empezaría por el último caso. Está tan reciente que si la policía de Los Ángeles se entera de lo de las otras mujeres quizá se lo pensarán dos veces antes de calificar la muerte de Alison Kendall de accidental. Pediremos los informes policiales de los otros casos.
—La oficina de Stonecroft nos mandará una lista de los graduados que asistieron a la reunión, y una lista de las personas que acudieron a la cena de gala —explicó Sam—. Tienen la dirección y el teléfono de todos los graduados y de parte de las personas de la localidad que asistieron. Por supuesto, algunos reservaron mesa pero no dieron su nombre, así que tardaremos un tiempo en averiguar quiénes eran. —Sam estaba agotado, y no pudo contener un bostezo.
Rich Stevens no propuso a su investigador más veterano que durmiera un poco, lo que demostraba que Sam le había transmitido la sensación de apremio que sentía. En vez de eso, le dijo:
—Que te ayuden algunos agentes con la investigación, Sam. ¿Adónde vas ahora?
Sam esbozó una sonrisa triste.
—Tengo una cita con un párroco —contestó—. Y espero que sea él quien se confiese.