Jean puso el volumen de su móvil al máximo, porque tenía miedo de no oírlo si llamaban mientras dormía. Sam había insinuado que la persona que estaba amenazándola con el asunto de Lily posiblemente iría un paso más allá y la llamaría. «Esperemos que se trate de dinero —le había dicho—. Alguien quiere hacerle creer que Lily está en peligro. Esperemos que su siguiente movimiento sea hablar con usted. Si lo hace, podremos localizar la llamada».
De alguna forma, había conseguido tranquilizarla un poco. «Jean, si deja que el miedo la domine, se convertirá en su peor enemigo. Me ha dicho que no contó a nadie lo de su embarazo y que en Chicago utilizó el apellido de soltera de su madre. Sin embargo, alguien lo descubrió. Puede que lo haya averiguado hace poco, o hace diecinueve años y medio, cuando la niña nació, ¿quién sabe? Debe poner todo lo que pueda de su parte. Trate de recordar si vio a alguien en la consulta del doctor Connors cuando la visitó, una enfermera o una secretaria que pudiera sospechar por qué estaba allí y fuera lo bastante metijona para averiguar dónde fue a parar la niña. No lo olvide, se ha convertido usted en una persona famosa, ha escrito un best seller. En las entrevistas que le han hecho se ha mencionado el nuevo contrato que le ha ofrecido su editor. Quizá ese alguien con acceso a Lily quiere hacerle chantaje amenazando a su hija. Por la mañana iré a ver al párroco de Saint Thomas, y usted me hará una lista con el nombre de todas las personas con las que entabló algún tipo de relación en aquella época, sobre todo si podían tener acceso a su historial médico».
Los razonamientos de Sam tuvieron el efecto de aplacar su pánico. Después de hablar con él, Jean se sentó a la mesa con un bolígrafo y un cuaderno, y en la primera página escribió: «Consulta del doctor Connors».
La enfermera era una mujer recia y alegre de unos cincuenta años, recordó. Peggy. Sí, ese era el nombre. El apellido era irlandés y empezaba por K. Kelly… Kennedy… Keegan… Ya me acordaré. Sé que me acordaré.
Era un principio.
El estridente timbrazo del móvil la sobresaltó. Al cogerlo, Jean miró el reloj. Eran casi las once. Laura, pensó, quizá haya vuelto.
Cuando Sam le dijo que Laura había llamado al hotel hubiera debido tranquilizarse, pero Jean notó la preocupación en su voz.
—No está convencido de que esté bien ¿verdad? —preguntó.
—Todavía no, pero al menos ha llamado.
Lo que significa que aún está viva, pensó Jean. Eso es lo que ha querido decir. Midió las palabras para preguntar:
—¿Cree que existe algún motivo por el que Laura no pueda volver?
—Jean, si la he llamado es porque quería tranquilizarla, pero le seré sincero. El hecho es que las dos personas que la oyeron cuando telefoneó dicen que parecía nerviosa. De las chicas que se sentaban juntas a la mesa del comedor Laura y usted son las únicas que siguen con vida. Hasta que sepamos exactamente dónde y con quién está, quiero que tenga mucho, mucho cuidado.