Jake Perkins sabía que el recepcionista que le había echado del hotel terminaba su turno a las ocho de la tarde. Así pues, podía volver cuando quisiera después de esa hora y quedarse cerca del mostrador con la otra recepcionista, Amy Sachs, por si había novedades.
Después de cenar con sus padres, que escucharon entusiasmados su relato de lo que estaba sucediendo en el hotel, revisó las notas que quería pasar al Post. Había decidido esperar a la mañana para llamar al periódico. Para entonces, Laura llevaría un día desaparecida.
A las diez ya estaba de nuevo en el hotel. Entró en el vestíbulo desierto. Podrías hacer volar un avión en este sitio y no toparía con nadie, pensó cuando se acercaba al mostrador. Amy Sachs estaba allí.
A Amy le caía bien, Jake lo sabía. El año anterior, cuando él estaba cubriendo una comida para Stonecroft, le había dicho que le recordaba a su hermano menor. «La única diferencia es que Danny tiene cuarenta y seis años y tú dieciséis —añadió, y se echó a reír—. Siempre ha querido trabajar en el mundo de la edición, y en cierto modo lo hace. Tiene una empresa de transporte que se encarga del reparto de los periódicos».
Jake se preguntó si la gente se daba cuenta de que, bajo su apariencia tímida y complaciente, Amy era una mujer con un gran sentido del humor y muy audaz.
Amy lo saludó con una sonrisa tímida.
—Hola, Jake.
—Hola, Amy. Me pasaba para ver si se sabe ya algo de Laura Wilcox.
—Nada de nada. —En ese momento sonó el teléfono que tenía al lado—. Recepción, le habla Amy —susurró. Jake la observaba, y vio que la expresión le cambiaba—. ¡Señorita Wilcox!
Jake se inclinó sobre el mostrador e indicó a Amy que se apartara un poco el auricular de la oreja para que él pudiera oír también. Oyó que Laura decía que estaba con unos amigos, que no sabía cuándo volvería y que le guardaran la habitación, por favor.
Su voz no es la de siempre. Está preocupada. Le tiembla la voz, pensó.
La conversación solo duró veinte segundos. Cuando Amy colgó el auricular, ella y Jake se miraron.
—Esté donde esté, no lo está pasando muy bien —dijo él, categórico.
—Puede que solo tenga resaca —apuntó Amy—. El año pasado leí un artículo sobre ella en la revista People y decía que había estado en rehabilitación por un problema con la bebida.
—Supongo que eso lo explicaría —concedió él. Se encogió de hombros. Adiós a mi gran historia, pensó—. ¿Adónde crees que ha ido, Amy? Has estado de servicio todo el fin de semana. ¿Te fijaste en si frecuentó la compañía de alguien en particular?
Las enormes gafas de Amy Sachs se movieron sobre su nariz cuando frunció el ceño.
—La vi cogida del brazo del doctor Fleischman un par de veces —explicó—. Y él fue el primero en dejar el hotel el domingo por la mañana, antes de la comida de despedida en Stonecroft. Quizá la había dejado recuperándose de la borrachera en algún sitio y tenía prisa por volver con ella. —Amy abrió un cajón y sacó una tarjeta de visita—. Le prometí a ese policía, Deegan, que le llamaría en cuanto supiera algo de la señorita Wilcox.
—Yo me voy —dijo Jake—. Nos vemos. —Se despidió con la mano y se dirigió a la puerta principal mientras ella marcaba el número. Cuando estuvo fuera, se quedó unos momentos indeciso y echó a andar hacia su coche, pero enseguida se dio la vuelta y volvió a recepción.
—¿Has conseguido hablar con el señor Deegan? —preguntó.
—Sí. Le he dicho que había llamado. Él ha dicho que era una buena noticia y que le avisara en cuanto volviera a por sus cosas.
—Eso es lo que me temía. Amy, dame el teléfono de ese Sam Deegan.
Ella pareció asustada.
—¿Por qué?
—Porque creo que Laura Wilcox estaba asustada, no borracha. Y creo que el señor Deegan tendría que saberlo.
—Si alguien se entera de que te he dejado escuchar la llamada, podría perder mi trabajo.
—No, no lo perderás. Diré que te arrebaté el auricular cuando mencionaste su nombre y lo volví para poder oír. Amy, cinco de las amigas de Laura están muertas. Si alguien la está reteniendo contra su voluntad, es posible que no le quede mucho tiempo.
*****
Sam Deegan acababa de hablar con Jean por teléfono cuando recibió la llamada de la recepcionista del Glen-Ridge. Su primer pensamiento fue que Laura Wilcox tenía que ser muy egoísta para no haber asistido al servicio en memoria de su amiga muerta, haber preocupado de esa forma a sus amigos y haber hecho perder al chófer de la limusina un viaje por no molestarse en cancelar el servicio. Pero incluso entonces tuvo la inquietante sensación de que había algo sospechoso en lo que Laura había contado a la recepcionista, y en el hecho de que esta hubiera dicho que parecía nerviosa o borracha.
La llamada de Jake Perkins reforzó esta impresión, sobre todo porque el joven insistió en que, por la voz, Wilcox parecía asustada.
—Entonces ¿estás de acuerdo con la señorita Sachs en que la llamada de Laura Wilcox se ha hecho a las diez treinta? —le preguntó Sam.
—Sí, a las diez y media exactamente —confirmó él—. ¿Está pensando en localizar la llamada, señor Deegan? Si utilizó su móvil, se podría averiguar desde qué zona se ha hecho, ¿verdad?
—Sí, eso es —contestó Sam, irritado. Ese crío era un sabelotodo. Pero solo quería ayudar, así que Sam decidió darle una oportunidad.
—Con mucho gusto estaré atento a cualquier novedad —afirmó el chico con voz alegre. Pensar que Laura Wilcox podría estar en peligro y que él estaba ayudando en la investigación le hacía sentirse importante.
—Sí, hazlo —repuso Sam y, de mala gana, añadió—: Y gracias, Jake.
Sam apretó el botón de finalizar llamada de su móvil, se sentó y bajó las piernas de la cama. Sabía que, al menos durante las próximas horas, era impensable que se pusiera a dormir. Tenía que avisar a Jean de que Laura había llamado al hotel, y conseguir una orden del juez para comprobar el registro de llamadas del hotel. Sabía que el Glen-Ridge tenía servicio de identificación de llamadas. Cuando tuviera el número, tendría que acudir a la compañía telefónica para averiguar el nombre del usuario y la localización de la antena que había transmitido la llamada.
Seguramente el juez más próximo del condado de Orange con autoridad para emitir esa orden era el juez Hagen, de Goshen. Cuando estaba llamando a la oficina del fiscal del distrito para pedirle su número, se dio cuenta de que el hecho de que hubiera decidido perturbar el sueño de un juez de reconocido mal genio, en lugar de esperar a la mañana para empezar a buscar a la desaparecida, indicaba claramente hasta qué punto le inquietaba la suerte de Laura.