Habían quedado a las siete en el comedor. En el último momento Jean decidió ponerse unos pantalones azul oscuro y un jersey color celeste que había comprado en las rebajas en Escada. En todo el día no había sido capaz de desprenderse de la sensación de frío del cementerio. Incluso la chaqueta y los pantalones que había llevado parecían retener el frío y la humedad.
Es ridículo, por supuesto, se dijo mientras se retocaba el maquillaje. Cuando se estaba cepillando el pelo delante del espejo del cuarto de baño, se quedó mirando el cepillo un momento. ¿Quién podía estar tan próximo a Lily para cogerle el cepillo del bolso o de su casa?
¿Es posible que Lily haya conseguido encontrarme y me esté castigando por haberla dado en adopción?, pensó angustiada. Ahora tiene diecinueve años y medio. ¿Qué clase de vida ha tenido? ¿Las personas que la adoptaron eran tan maravillosas como me dijo el doctor Connors, o al final resultó que eran unos malos padres? Pero su instinto le dijo enseguida que Lily no estaba jugando con ella para atormentarla. Es otra persona, alguien que quiere hacerme daño a mí. Que me pida dinero, suplicó en silencio. Te daré dinero, pero no le hagas daño.
Volvió a mirar al espejo y estudió su reflejo. Le habían dicho varias veces que se parecía a la presentadora del programa Today, Katie Couric, y la comparación la halagaba. ¿Se parece Lily a mí?, se preguntó. ¿O es como Reed? Sus hebras de pelo son tan rubias… y Reed siempre bromeaba porque su madre le decía que tenía el pelo del color del trigo en invierno. Eso significa que Lily tiene su pelo. Reed tenía los ojos azules, como yo, así que seguramente Lily los tiene azules también.
Aquella clase de elucubraciones eran algo familiar para ella. Meneando la cabeza, dejó el cepillo sobre el mármol, apagó la luz del cuarto de baño, cogió su monedero y bajó a reunirse con los otros para la cena.
Gordon Amory, Robby Brent y Jack Emerson ya estaban a la mesa, en el comedor prácticamente vacío. Cuando se pusieron en pie para saludarla, Jean se fijó en cuan diferentes eran el aspecto y el atuendo de aquellos tres hombres. Amory vestía una camisa abierta por el cuello y una chaqueta de tweed cara. Todo en él transmitía la imagen de un ejecutivo con éxito. Robby Brent se había cambiado el jersey de ganchillo que llevaba durante la comida. En opinión de Jean, con el jersey de cuello vuelto que se había puesto se notaba aún más que tenía el cuello corto y el cuerpo más bien achaparrado. Un toque de sudor le cubría la frente y las mejillas con un brillo que le resultaba desagradable. La chaqueta de pana de Jack Emerson era de buen corte, pero no lucía a causa de la camisa de cuadros rojos y blancos y la corbata de colores chillones que llevaba. Jean pensó que, con aquella cara mofletuda y coloradota, Jack Emerson era la viva imagen de los viejos anuncios políticos que se utilizaron en contra de Nixon: «¿Le compraría usted un coche de segunda mano a este hombre?».
Jack apartó la silla vacía que había a su lado y le dio a Jean una palmadita en el brazo cuando rodeó la mesa para sentarse. En un acto reflejo, ella se puso rígida y retiró el brazo.
—Hemos pedido algo para beber, Jeannie —dijo Emerson—. Yo me he arriesgado y te he pedido un chardonnay.
—Bien. ¿Habéis llegado muy pronto o soy yo que llego con retraso?
—Hemos venido un poco pronto. Tú llegas a la hora exacta, y aún falta Carter.
Veinte minutos después, cuando estaban tratando de decidir si pedían ya la comida. Carter apareció.
—Siento haberos hecho esperar, pero no imaginaba que tendríamos otra reunión de ex alumnos tan pronto —comentó con tono seco. Ahora vestía téjanos y una sudadera con capucha.
—Ninguno de nosotros lo imaginaba —concedió Gordon Amory—. ¿Por qué no pides algo? Luego propongo que vayamos directos al asunto que nos ha traído aquí.
Carter asintió. Buscó la mirada del camarero y señaló el martini de Emerson.
—Continúa —dijo a Gordon con el mismo tono seco.
—Para empezar, quería decir que lo he estado pensando y creo que nuestra preocupación por Laura es innecesaria. Recuerdo haber oído decir que hace unos años Laura aceptó la invitación de un pez gordo, cuyo nombre no diré, en el estado de Palm Beach, y se cuenta que se fue en mitad de una cena para largarse con él en su avión privado. Aquella vez, parece que no se molestó en recoger su cepillo de dientes ni el maquillaje.
—No creo que ninguno de nosotros haya venido a Stonecroft en un avión privado —observó Robby Brent—. En realidad, por la pinta que tenían algunos, yo diría que han venido en plan mochilero.
—Vamos, Robby —protestó Jack Emerson—, a muchos de nuestros graduados les ha ido bastante bien. Esa es la razón por la que algunos han comprado terrenos por la zona, por si deciden tener una segunda residencia.
—Olvídate por una noche de las dichosas ventas, Jack —replicó Gordon, irritado—. Mira, tú tienes pasta y, que nosotros sepamos, eres el único que tiene casa en el pueblo y que puede haber invitado a Laura a acompañarle.
Jack Emerson, que ya tenía la cara coloradota, se sonrojó.
—Imagino que te estás haciendo el gracioso, Gordon.
—No me gustaría desbancar a Robby como cómico oficial —dijo Gordon, y cogió una oliva del plato que el camarero acababa de dejar sobre la mesa—. Lo de Laura era una broma, desde luego, pero lo de las ventas no.
Jean decidió que había llegado el momento de cambiar el rumbo de la conversación.
—Le he dejado un mensaje a Mark en el buzón de voz —explicó—. Me llamó justo antes de que bajara. Si mañana seguimos sin saber nada de Laura, cambiará su agenda y vendrá.
—Siempre sintió algo por Laura cuando éramos jóvenes —comentó Robby—. Y no me extrañaría que siguiera sintiéndolo. La otra noche, se sentó expresamente a su lado en el estrado. Hasta cambió las tarjetas de sitio.
Así que por eso va a volver a toda prisa, pensó Jean, y se dio cuenta de que había querido entender demasiadas cosas en su llamada. «Jeannie —le había dicho—, me gustaría pensar que Laura está bien pero, si le ha pasado algo, eso significaría que hay algo terrible detrás de la muerte de las chicas que os sentabais a la misma mesa a comer. No lo olvides».
Y yo que pensé que estaba preocupado por mí. Hasta se me pasó por la cabeza contarle lo de Lily. Como es psiquiatra, creí que podría tener cierta idea sobre la clase de persona que me está haciendo esto.
Fue un alivio cuando el camarero, un hombre delgado y algo mayor, les trajo la carta.
—¿Quieren saber qué platos especiales tenemos esta noche? —preguntó.
Robby Brent miró al camarero con una sonrisa esperanzada.
—Estoy impaciente.
—Filet mignon con champiñones, filete de lenguado con cangrejo…
Cuando el hombre terminó de recitar, Robby le dijo:
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—Desde luego, señor.
—¿Es una costumbre de este establecimiento convertir las sobras de la noche en el plato especial del día siguiente?
—Oh, señor, le aseguro… —contestó el hombre con nerviosismo y tono de disculpa—. Hace veinte años que trabajo aquí y estamos muy orgullosos de nuestra cocina.
—No importa, no importa. Solo estaba bromeando un poco para animar la conversación. Jean, tú primero.
—La ensalada cesar y cuello de cordero, poco hecho —dijo Jean en voz baja. Robby no es solo sarcástico, pensó; es desagradable y cruel. Le gusta herir a la gente que no puede devolverle el golpe, como la pobre señorita Bender, la profesora de matemáticas, y ahora este pobre hombre. Dice que Mark estaba colado por Laura, pero si a alguien le gustaba de veras era a él.
De pronto, tuvo un pensamiento inquietante. Robby ha hecho una fortuna. Es famoso. Si invitara a Laura a ir con él a algún sitio, ella iría, estoy segura. Le horrorizó darse cuenta de que estaba considerando seriamente que Robby hubiera podido seducir a Laura para que fuera con él y le hubiera hecho algo.
Jack Emerson fue el último en pedir. Cuando devolvió la carta al camarero, dijo:
—He prometido a unos amigos que me pasaría a tomar algo esta noche, así que propongo que empecemos a hablar de a quién puede haber prestado más atención Laura este fin de semana. —Lanzó una mirada a Gordon—. Aparte de a ti, claro. Tú estabas el primero en su lista.
Señor, pensó Jean, si esto se alarga mucho van a acabar tirándose al cuello. Se volvió hacia Carter Stewart.
—Carter, ¿por qué no empezamos por ti? ¿Alguna idea?
—La vi hablar bastante rato con Joel Nieman, más conocido como el Romeo que olvidó la mitad de sus diálogos en la representación escolar. Su mujer solo estuvo aquí para el cóctel y la cena del viernes, luego se fue. Es una ejecutiva de Target y tenía que salir hacia Hong Kong el sábado por la mañana.
—¿No viven por aquí cerca, Jack? —preguntó Gordon.
—Viven en Rye.
—No está lejos.
—Estuve hablando con Joel y su mujer el viernes por la noche —apuntó Jean—. Y no me parece la clase de hombre que invitaría a Laura a acompañarlo a su casa en cuanto su mujer se da la vuelta.
—Pues no lo parecerá, pero resulta que sé de buena tinta que ha tenido un par de amiguitas —dijo Emerson—. Y también que estuvo a punto de ser procesado por ciertos chanchullos en los que estuvo implicada su empresa de contabilidad. Por eso no estaba entre los homenajeados.
—¿Y qué hay de nuestro homenajeado ausente, Mark Fleischman? —Preguntó Robby Brent—. Puede que sea «alto, delgado, alegre, divertido y juicioso», como dijeron al presentarlo en la cena de gala, pero no dejó de rondar a Laura cada vez que tenía ocasión. Y en el autobús que nos llevó a West Point casi se parte el cuello con las prisas por sentarse a su lado.
Jack Emerson se terminó su martini e indicó al camarero que le sirviera otro. Luego arqueó las cejas.
—Me acabo de dar cuenta… Mark tenía un sitio donde llevar a Laura. Casualmente sé que su padre está fuera de la ciudad. Conocí a Cliff Fleischman en la oficina de correos la semana pasada y le pregunté si asistiría a la fiesta para ver el homenaje a su hijo. Me dijo que hacía tiempo había quedado con unos amigos en Chicago, pero que telefonearía a Mark. Quizá le ofreció su casa. Me dijo que no volvería hasta el martes.
—Pues entonces creo que el señor Fleischman padre cambió de opinión —comentó Jean—. Mark me contó que había pasado ante su antigua casa y que había varias luces encendidas. Y no dijo que hubiera tenido noticias de su padre.
—Cliff Fleischman siempre deja un montón de luces encendidas cuando se va —explicó Emerson—. Hará unos diez años le entraron a robar en la casa cuando estaba de vacaciones, y él lo achacó a que siempre estaba a oscuras. Dijo que al no haber nadie en la casa se lo pusieron en bandeja.
Gordon partió una barrita de pan.
—Me dio la impresión de que Mark se había distanciado de su padre.
—Así es, y yo sé por qué —dijo Emerson—. Cuando su madre murió, el padre despidió a la asistenta y la mujer estuvo trabajando un tiempo para nosotros. Era una cotilla y nos contó muchas cosas de los Fleischman. Todo el mundo sabía que Dennis, el hermano mayor, era el favorito de la madre. La mujer nunca superó su pérdida y culpaba a Mark del accidente. Tenían el coche en lo alto de la pendiente, y Mark siempre estaba insistiendo en que su hermano le enseñara a conducir. Mark solo tenía trece años y no le dejaban arrancar el coche si Dennis no estaba con él. Aquella tarde lo hizo y olvidó poner el freno de mano antes de bajarse. Cuando el coche empezó a deslizarse hacia abajo, Dennis no lo vio venir.
—¿Y cómo lo descubrió ella? —inquirió Jean.
—Según la asistenta, una noche pasó algo y la madre se volvió en contra de Mark. Ocurrió poco antes de que muriera. Mark ni siquiera fue a su entierro. La mujer lo excluyó de su testamento. Había heredado bastante dinero de su familia. Por aquel entonces, Mark estudiaba en la facultad de medicina.
—Pero solo tenía trece años cuando se produjo el accidente —observó Jean.
—Y estaba muy celoso de su hermano —afirmó Carter Stewart con voz pausada—, de eso no cabe duda. De todos modos, puede que haya seguido en contacto con el padre, que tenga una llave de la casa y que supiera que iba a estar fuera.
¿Mintió Mark cuando me dijo que tenía que volver a Boston?, se preguntó Jean. Se desvió expresamente de su camino cuando yo estaba con Alice y Sam en el bar para decirnos que había pasado delante de la casa de su padre. ¿Es posible que aún esté aquí, en Cornwall, con Laura?
No quiero pensar eso, se dijo en el momento en que Gordon comentaba:
—Todos estamos dando por sentado que Laura se ha ido con alguien. También es posible que fuera a ver a alguien. No estamos tan lejos de Greenwich, Bedford o Westford, y muchos de sus amigos famosos tienen casas allí.
Jack Emerson había traído la lista de las personas que habían asistido a la reunión de ex alumnos. Al final, decidieron que cada uno se encargaría de llamar a unos pocos, explicarían lo que pasaba y preguntarían sí tenían idea de donde podía estar Laura.
Cuando salieron del comedor, después de quedar en llamarse por la mañana, Carter Stewart y Jack Emerson se fueron a buscar sus coches. En el vestíbulo, Jean dijo a Gordon Amory y Robby Brent que iba a preguntar en recepción.
—Entonces, buenas noches —dijo Gordon—. Yo aún tengo que hacer algunas llamadas.
—Es domingo por la noche, Gordie —observó Robby Brent—. ¿Qué puede haber tan importante que no puede esperar hasta mañana?
Gordon Amory miró el rostro engañosamente inocente de Robby.
—Como ya sabes, prefiero que me llamen Gordon —masculló—. Buenas noches, Jean.
—Está tan pagado de sí mismo… —comentó Robby mientras veía a Gordon atravesar el vestíbulo y llamar al ascensor—. Apuesto a que subirá a su habitación y encenderá el televisor. Hoy estrenan una serie en una de sus cadenas. O a lo mejor solo quiere mirarse al espejo. De verdad, Jeannie, ese cirujano plástico debe de ser un genio. ¿Te acuerdas de la cara de tonto que tenía de pequeño?
Me importa un comino lo que haga Gordon en su habitación, pensó Jean. Yo solo quiero saber si por casualidad Laura ha llamado y subir a acostarme.
—Más a favor de Gordon, haber sido capaz de cambiar su vida. Lo pasó bastante mal de pequeño.
—Como todos —repuso Robby con aire desdeñoso—. Excepto nuestra desaparecida reina de la belleza, claro. —Se encogió de hombros—. Yo voy a coger una chaqueta y a dar una vuelta. Soy un fanático de la salud y, aparte de un par de paseos, no he hecho nada de ejercicio en todo el fin de semana. El gimnasio de aquí es un asco.
—¿Hay algo en el pueblo, en el hotel o en la gente con la que has estado que no te parezca un asco? —preguntó Jean, y no le importó que su voz tuviera un tono cortante.
—Muy poco —contestó él alegremente—, excepto tú, claro. Lamento que te hayas sentido molesta cuando comentábamos que Mark ha estado rondando a Laura todo el fin de semana. Por cierto, me ha parecido que a Mark también le gustas tú. Es un hombre complicado pero, claro, la mayoría de los psiquiatras están más locos que sus pacientes. Si es verdad que Mark no puso el freno del coche que mató a su hermano, habría que preguntarse si no lo haría a propósito, aunque fuera de forma inconsciente. Después de todo, era el coche nuevo de su hermano, un regalo de mamá y papá por su graduación en Stonecroft. Piénsalo.
Dicho esto, le guiñó un ojo, dijo adiós con la mano y se dirigió hacia los ascensores. Jean, furiosa y humillada al ver que Robby había interpretado tan acertadamente su reacción ante los comentarios sobre Mark y Laura, se acercó al mostrador de recepción. La recepcionista que estaba de servicio se llamaba Amy Sachs, una mujer menuda, de voz dulce, pelo corto y canoso, con unas gafas enormes que le caían sobre el puente de la nariz.
—No, no hemos sabido nada de la señorita Wilcox —dijo a Jean—, pero ha llegado un fax para usted, doctora Sheridan. —Se dio la vuelta y cogió un sobre que había en el estante, detrás del mostrador.
Jean sintió que se le secaba la boca. Aunque trató de convencerse de que lo mejor era esperar a llegar a su habitación para abrirlo, rompió el sobre allí mismo.
El mensaje rezaba: «Más que las malas hierbas hiede el lirio podrido».
Lirio podrido, pensó Jean. Un lirio muerto. Lily.
—¿Hay algún problema, doctora Sheridan? —Preguntó con inquietud la discreta recepcionista—. Espero que no sean malas noticias.
—¿Cómo? Oh… no. No pasa nada, gracias. —Jean subió por las escaleras, aturdida, entró en su habitación, abrió el bolso y rebuscó en el monedero el número de Sam Deegan.
El hombre dijo «Sam Deegan» con una voz tan débil que Jean se dio cuenta de que casi eran las diez y quizá lo había despertado.
—Sam, le he despertado…
—No, no —la interrumpió él—. ¿Qué pasa, Jean? ¿Sabe algo de Laura?
—No, es Lily. Otro fax.
—Léamelo.
Con la voz temblorosa, Jean le leyó el fax.
—Sam, son los versos de un soneto de Shakespeare. Está hablando de lirios muertos. Quien sea que lo envía está amenazando con matar a mi hija. —Jean se daba perfecta cuenta de que su voz sonaba cada vez más histérica—. ¿Qué puedo hacer para detenerle? ¿Qué puedo hacer?