Descubrieron el cuerpo de Helen Whelan a las cinco y media de la tarde del domingo, en una zona boscosa de Washingtonville, una localidad a unos veinticuatro kilómetros de Surrey Meadows. Lo encontró un niño de doce años que iba a casa de un amigo por un atajo a través del bosque.
Sam recibió el aviso cuando estaba terminando con las entrevistas a los empleados del Glen-Ridge. Llamó a Jean a su habitación. Había subido para telefonear a Mark Fleischman, Carter Stewart y Jack Emerson, con la esperanza de que alguno de ellos estuviera al corriente de los planes de Laura. Ya había visto a Robby Brent en el vestíbulo, y él había negado saber nada sobre el paradero de Laura.
—Jean, tengo que irme —le dijo Sam—. ¿Ha conseguido hablar con alguien?
—He hablado con Carter. Está muy preocupado, pero no tiene ni idea de dónde puede estar Laura. Le he dicho que Gordon y yo vamos a cenar juntos, y ha decidido acompañarnos. Quizá si elaboramos una lista con la gente con la que Laura ha pasado más tiempo consigamos algo. Jack Emerson no está en su casa. Le he dejado un mensaje en el contestador. Y lo mismo con Fleischman.
—Creo que por el momento es lo único que puede hacer. Legalmente tenemos las manos atadas. Si para mañana nadie sabe nada de ella, trataré de conseguir una orden para entrar en su habitación y ver si hay alguna pista que pueda indicarnos adonde ha ido. Por lo demás, habrá que esperar.
—¿Irá a la rectoría por la mañana?
—Desde luego —prometió él. Bajó la tapa del móvil y se fue a toda prisa a buscar su coche. No había necesidad de decirle a Jean que iba al lugar donde se había encontrado el cuerpo de otra mujer desaparecida.
*****
Helen Whelan había recibido un golpe en la parte posterior de la cabeza y luego le habían asestado diversas puñaladas.
—Seguramente la golpearon por detrás con el mismo objeto que utilizaron con el perro —explicó Cal Grey, el forense, a Sam cuando llegó al escenario del crimen. Estaban retirando el cadáver, y los investigadores peinaban la zona acordonada con la ayuda de focos tratando de encontrar alguna pista sobre el asesino—. No lo sabré con seguridad hasta que haga la autopsia, pero creo que la herida de la cabeza le dejó inconsciente. Las heridas de arma blanca se las infligieron después de traerla hasta aquí. Espero que la pobre mujer no se enterara de lo que le estaba pasando.
Sam observó cómo colocaban aquel cuerpo delgado en una bolsa.
—La ropa no parece manipulada.
—No, no lo está. Supongo que la persona que la atacó la trajo aquí directamente y la mató. Aún lleva la correa del perro alrededor de la muñeca.
—Espere un momento —ordenó Sam al ayudante que estaba abriendo la camilla. Se acuclilló y notó que los pies se le hundían en el suelo enfangado—. Déjame la linterna. Cal.
—¿Qué has visto?
—Hay una mancha de sangre en un lado de los pantalones. Dudo que sea de las heridas que tiene en el cuello y el pecho. Supongo que el asesino sangraba, por alguna mordedura del perro. —Se incorporó—. Lo que significa que tal vez tuvo que acudir a una sala de urgencias. Daré aviso a los hospitales de la zona para que nos informen si durante el fin de semana o en los próximos días alguien acude por una mordedura de perro. Y que analicen la sangre en el laboratorio. Nos veremos en tu oficina, Cal.
Cuando se dirigía hacia la oficina del forense, Sam sintió un nudo en el estómago al pensar en la muerte de Helen Whelan. Siempre le pasaba cuando se encontraba ante actos de violencia como ese. Quiero atrapar a ese tipo, pensó, y ser la persona que le ponga las esposas. Espero por Dios que donde sea que ese perro le mordió le duela espantosamente.
Aquel pensamiento le dio otra idea. Quizá es demasiado listo para ir a una sala de urgencias, pero tendrá que curarse la herida de algún modo. Es como buscar una aguja en un pajar, pero quizá valga la pena notificar a las farmacias de la zona que estén alerta por si alguien compra agua oxigenada, vendas o cremas antibacterianas.
Claro que, si es lo bastante listo para no acudir a un hospital, seguramente también lo será para comprar lo que necesita para las curas en unos grandes almacenes, donde las colas para pagar son tan largas que en caja nadie se fija en lo que los clientes llevan en la cesta.
Aun así, vale la pena intentarlo, decidió Sam con el ánimo sombrío, recordando la fotografía de Helen Whelan sonriendo que había visto en su piso. Tenía veinte años más que Karen Sommers, pensó, pero había muerto del mismo modo, apuñalada de forma brutal.
La niebla, que no había dejado de bajar y disiparse durante todo el día, se convirtió en una lluvia torrencial. Sam encendió los limpiaparabrisas con el ceño fruncido. Pero no es posible que haya ninguna conexión entre los dos casos, pensó. No ha habido ningún apuñalamiento de esas características en la zona desde hace veinte años. Karen murió en su casa. Helen Whelan estaba en la calle, paseando a su perro. Aun así, ¿no es posible que sea obra del mismo maníaco, que ha estado sin actuar durante todos esos años?
Podía ser cualquier cosa, decidió Sam. Por favor, que haya tenido algún descuido, que se le haya caído alguna cosa que pueda llevarnos hasta él. Con un poco de suerte, tendremos su ADN. La sangre que el perro tenía en los bigotes podría ser suya, y también la de los pantalones de la víctima.
Al llegar a la oficina del forense, condujo hacia la zona de aparcamiento, bajó del coche, lo cerró y entró en el edificio. Iba a ser una larga noche, y el siguiente sería un día muy largo. Tenía que visitar al párroco de Saint Thomas y tratar de convencerlo de que le permitiera revisar los registros de los bautizos que se celebraron veinte años atrás. Tenía que ponerse en contacto con las familias de las cinco mujeres de Stonecroft que habían muerto en el orden en el que se sentaban a la mesa del comedor… necesitaba conocer más detalles sobre sus muertes. Y tenía que averiguar qué le había sucedido a Laura Wilcox. Si no fuera por la muerte de esas otras cinco mujeres de la mesa, pensaría simplemente que se ha ido con algún hombre, se dijo. Por lo que me ha parecido entender, es una mujer muy activa y no pasa mucho tiempo sin la compañía de un hombre si puede evitarlo.
El forense y la ambulancia con el cadáver de Helen Whelan llegaron unos segundos después que él. Media hora más tarde, Sam estaba examinando los efectos personales que acompañaban al cuerpo de la víctima. El reloj y un anillo. Seguramente no llevaba bolso, porque habían encontrado la llave de la casa en el bolsillo derecho de su chaqueta, junto con un pañuelo.
Sobre la mesa, junto con la llave de la casa, había otro objeto: un búho de peltre de unos dos centímetros y medio. Sam alcanzó las pinzas que el ayudante había utilizado para manipular las llaves y el búho, cogió aquel pequeño objeto y lo estudió detenidamente. Sus ojos, fijos, fríos y grandes, se clavaron en los de Sam.
—Lo llevaba en el bolsillo de los pantalones —le explicó el ayudante—. Casi no reparo en él.
Sam recordó que en el vestíbulo del piso de Helen Whelan había visto, dentro de una caja, una calabaza y un esqueleto de papel que seguramente pensaba colgar en algún sitio.
—Estaba preparando la decoración para Halloween —dijo—. Seguramente esto era para eso. Ponlo todo en una bolsa y lo llevaré al laboratorio.
Cuarenta minutos después, Sam observaba cómo la ropa de Helen Whelan se examinaba bajo el microscopio por si había algo que pudiera ayudarles a identificar al asesino. Otro ayudante estaba examinando las llaves por si había huellas.
—Son todas de la víctima —comentó, y se dispuso a coger el búho de peltre con las pinzas. Un momento después, añadió—: Qué extraño. Aquí no hay ninguna huella, ni siquiera manchas. ¿Cómo es posible? No se metió solo en el bolsillo. Tuvo que meterlo alguien que llevara guantes.
Sam pensó un momento. ¿Había dejado el asesino aquel búho deliberadamente? Estaba seguro de que sí.
—De momento no diremos nada del búho —indicó. Quitó las pinzas al ayudante para coger el búho y lo observó—. Tú vas a llevarme hasta ese tipo —prometió—. Aún no sé cómo, pero lo harás.