—Esta mañana he estado en el cementerio —explicó Alice Sommers a Jean—. He visto al grupo de Stonecroft en el servicio en memoria de Alison. La tumba de Karen no está muy lejos.
—No ha asistido tanta gente como esperaba —dijo Jean—. La mayoría fueron directamente a la comida.
Estaban sentadas en el acogedor estudio de la casa de Alice Sommers. La anciana había encendido el fuego, y las llamas no solo calentaban la habitación sino que también les levantaban el ánimo. Jean se dio perfecta cuenta de que Alice Sommers había estado llorando. Tenía los ojos hinchados, pero su cara tenía una expresión de paz que no le había visto el día anterior.
Como si le leyera el pensamiento, Alice dijo:
—Como te dije ayer, los días que preceden al aniversario de su muerte son los peores. Vuelvo a repasar cada minuto de aquel último día, preguntándome si hubiéramos podido hacer algo para protegerla. Evidentemente, entonces no teníamos sistema de alarma, En cambio ahora a la mayoría ni se nos pasaría por la imaginación acostarnos sin haberlo conectado. —Cogió la tetera y volvió a llenar las tazas—. Pero ya estoy bien —agregó enseguida—. De hecho, he decidido que quizá la jubilación no sea tan buena idea. Una de mis amigas tiene una floristería y necesita ayuda. Me ha pedido que trabaje con ella un par de días por semana, y voy a aceptar.
—Es una gran idea —dijo Jean sinceramente—. Su jardín siempre estaba precioso.
—Michael siempre se burlaba y me decía que si hubiera pasado tantas horas en la cocina como en el jardín habría sido una cocinera de renombre mundial. —Miró hacia la ventana—. Oh, mira, ya llega Sam. Puntual, como siempre.
Sam Deegan restregó los pies meticulosamente en el felpudo antes de llamar al timbre. Camino de la casa de Alice, se había pasado a ver la tumba de Karen, pero se sintió incapaz de decirle que iba a dejar de buscar a su asesino. Algo le impedía pronunciar las palabras de disculpa que había pensado. Finalmente había dicho: «Karen, me retiro. Tengo que hacerlo. Hablaré de tu caso con alguno de los agentes más jóvenes. Quizá alguien más listo que yo pueda atrapar al hombre que te mató».
Alice abrió la puerta antes de que su dedo pudiera tocar el timbre. Sam no dijo nada de sus ojos hinchados, se limitó a cogerla de las manos.
—Espere, no quiero mancharle el suelo de barro —dijo.
Ha estado en el cementerio, pensó Alice, agradecida. Lo sé.
—Pase —le dijo—. No se preocupe por eso. —Había algo tan fuerte y tranquilizador en Sam, pensó cuando le cogió el abrigo. He hecho bien al pedirle que ayude a Jean.
Sam había traído un cuaderno de notas y, después de saludar a Jean y aceptar el té que Alice le ofrecía, se puso manos a la obra.
—Jean, he pensado mucho en lo que me contó. Tenemos que considerar seriamente la posibilidad de que la persona que le manda estas notas pueda hacer daño a Lily. Ha estado lo bastante cerca de ella para coger su cepillo, así que quizá se trate de alguien de la familia que la adoptó. Tal vez ese hombre (aunque también podría ser una mujer) trate de sacarle dinero, cosa que, como bien ha dicho, casi sería un alivio. Pero esta situación podría prolongarse durante años. Así que está claro que debemos encontrarle cuanto antes.
—Esta mañana he estado en la iglesia de Saint Thomas of Canterbury —explicó Jean—, pero el cura que dijo la misa solo viene los domingos. Me ha dicho que lo mejor es que vaya mañana a la rectoría y pida al párroco que me enseñe el registro de bautizos. He estado dándole vueltas y creo que es posible que no quiera enseñarme esos registros, que piense que hago esto porque quiero conocer a Lily. —Miró a Sam directamente—. Estoy segura de que a usted también se le ha ocurrido.
—Cuando Alice me lo contó, lo pensé, sí —admitió Sam—. Sin embargo, después de conocerla, estoy convencido de que la situación es exactamente la que nos ha dicho. Pero tiene razón, el párroco desconfiará, por eso creo que soy yo quien debe hablar con él. Es más probable que se preste a hablar conmigo si recuerda alguna niña adoptada que fuera bautizada por aquella época.
—Yo también lo había pensado —dijo Jean con voz queda—. Durante estos años, me he preguntado muchas veces si hubiera debido quedarme a Lily. Hasta hace no mucho, ver a una chica de dieciocho años con un hijo no era muy común. Ahora que tengo que encontrarla, comprendo que si pudiera verla de lejos me daría por satisfecha. —Se mordió el labio—. O eso creo —musitó.
Sam miró a Jean, luego a Alice. Dos mujeres que, de una forma distinta, habían perdido una hija. El cadete estaba a punto de graduarse y conocer su destino. Si no hubiera muerto en aquel accidente, Jean se habría casado con él y habría criado a su hija. Si Karen no hubiera venido a visitar a sus padres aquel día de hacía veinte años, Alice aún la tendría a su lado, y seguramente tendría nietos.
La vida nunca es justa, pensó, pero hay cosas que podemos mejorar. No había sido capaz de resolver el asesinato de Karen Sommers, pero al menos podría ayudar a Jean.
—El doctor Connors debía de colaborar con algún abogado para el papeleo de las adopciones —dijo—. Alguien tiene que saber quién era. ¿Vive aún por aquí la mujer o algún familiar del doctor?
—No lo sé —respondió Jean.
—Bueno, pues empezaremos por ahí. ¿Ha traído el cepillo y los faxes?
—No.
—Me gustaría que me los trajera.
—El cepillo es de los que se suelen llevar en un bolso —explicó Jean—. De los que se compran en un supermercado. En los faxes no hay nada que pueda indicar de dónde proceden, pero se los daré, por supuesto.
—Cuando hable con el párroco será de gran ayuda que los lleve conmigo.
Unos minutos más tarde, Jean y Sam se fueron. Quedaron en que él la seguiría con su coche hasta el hotel. Desde la ventana de su casa, Alice los vio alejarse y luego metió la mano en el bolsillo de su jersey. Aquella mañana había encontrado una baratija junto a la tumba de Karen. Seguro que se le había caído a algún niño. De pequeña a Karen le gustaban los animales disecados, y tenía varios. Alice pensó en el búho, que siempre fue uno de sus favoritos, mientras observaba con una sonrisa melancólica el pequeño búho de peltre de dos centímetros y medio de largo que tenía en la mano.