Había tardado casi siete horas en ir de Washington hasta la localidad de Cornwall-on-Hudson, pasando por Maryland, Delaware y New Jersey.
Para Jean Sheridan no era un viaje agradable, y no tanto por la distancia como por el hecho de que Cornwall, el lugar donde se había criado, le traía muchos recuerdos dolorosos.
Se había prometido a sí misma que, por muy persuasivo y encantador que se mostrara Jack Emerson, el presidente del comité encargado de organizar la reunión de ex alumnos para celebrar el vigésimo aniversario de su graduación en el instituto, alegaría tener trabajo, otros compromisos, problemas de salud… lo que fuera con tal de evitar formar parte de aquello.
No tenía ningún deseo de celebrar su graduación en la Academia Stonecroft hacía veinte años, aunque estaba agradecida por la educación que le habían dado. Ni siquiera le importaba la medalla de «alumna distinguida» que iban a concederle, a pesar de que su paso por Stonecroft había sido un trampolín para conseguir su beca y estudiar en Bryn Mawr y posteriormente doctorarse en Princeton.
Pero el caso es que se había incluido un acto en memoria de Alison en el programa, y no podía negarse.
La muerte de Alison seguía pareciendo tan irreal que a veces aún esperaba oír el teléfono y escuchar su voz familiar, sus palabras breves y apresuradas, como si hubiera que decirlo todo en diez segundos: «Jeannie, últimamente no me llamas. Te has olvidado de que sigo viva. Te odio. No, no es verdad. Te quiero. Te respeto. Eres tan condenadamente inteligente. La semana que viene habrá un estreno en Nueva York. Curt Ballard es cliente mío. Es un actor espantoso, pero es tan guapo que a nadie le importa. Y su última novia también asistirá. Si te dijera quién es creo que te desmayarías. Bueno, ¿puedes arreglarlo para venir el próximo martes? El cóctel es a las seis, luego la película, y luego una cena privada para veinte, treinta o cincuenta personas».
Alison siempre se las arreglaba para dejar mensajes así en unos diez segundos, pensó Jean, y no entendía que el noventa y nueve por ciento de las veces ella no podía dejarlo todo y correr a reunirse con ella en Nueva York.
Hacía casi un mes que Alison había muerto. Por difícil que resultara creerlo, el hecho de que alguien hubiera podido asesinarla se le hacía insoportable. Pero en su trabajo había hecho montones de enemigos. Nadie conseguía ponerse al frente de una de las agencias de nuevos talentos más importantes del país sin que lo odiaran. Además, algunos habían comparado el ingenio y sarcasmo de Alison con los comentarios hirientes de la legendaria Dorothy Parker. ¿Es posible que alguna de las personas a las que había ridiculizado o despedido estuviera lo bastante furiosa para matarla?, pensó.
Me gustaría pensar que tuvo un desvanecimiento cuando se zambulló en la piscina. No soporto la idea de que alguien la obligara a permanecer bajo el agua.
Echó un vistazo al bolso que llevaba en el asiento del pasajero y automáticamente su mente se centró en el sobre que guardaba dentro. ¿Qué voy a hacer? ¿Quién me lo ha enviado y por qué? ¿Cómo es posible que alguien haya descubierto lo de Lily? Oh, Dios, ¿qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer?
Desde que recibió el informe del laboratorio, estas preguntas le habían provocado semanas de insomnio.
Ya había llegado al desvío que llevaba de la carretera 9W a Cornwall. West Point estaba cerca de Cornwall. Jean tragó saliva a pesar del nudo que tenía en la garganta y trató de concentrarse en la belleza de aquella tarde de octubre. Los árboles estaban deslumbrantes con sus dorados, naranjas y rojizos. Por encima de ellos, las montañas, serenas como siempre. Las tierras altas del río Hudson. Había olvidado lo bonito que es todo aquí, pensó.
Por supuesto, este pensamiento trajo inevitablemente el recuerdo de los domingos en West Point, cuando se sentaba en los escalones del monumento en tardes como aquella. Ahí fue donde empezó su primer libro, una historia de West Point.
Tardé diez años en terminarlo, básicamente porque durante mucho tiempo no fui capaz de escribir nada.
Cadete Carroll Reed Thornton hijo, de Maryland. No pienses en Reed ahora, se dijo.
Abandonar la carretera 9W para enfilar Walnut Street seguía siendo una reacción automática, no una decisión consciente. El Glen-Ridge House de Cornwall, llamado así por uno de los internados más importantes que hubo en la localidad a mediados del siglo XIX, era el hotel elegido para la reunión. En su curso se habían graduado noventa alumnos. Según los últimos datos que había recibido, cuarenta y dos pensaban asistir, además de maridos, esposas o parejas e hijos.
Ella no había tenido que hacer ninguna reserva en ese sentido.
La decisión de que la reunión se celebrara en octubre en vez de junio fue cosa de Jack Emerson. Había hecho una encuesta entre los ex alumnos y la conclusión fue que en junio es cuando se gradúan en la escuela o el instituto los hijos de todos, y eso haría más difícil que pudieran escaparse.
Jean había recibido por correo su tarjeta de identificación, con su fotografía de último curso arriba y el nombre debajo. Había llegado junto con el programa de actos del fin de semana. Viernes por la noche: cóctel de bienvenida y bufet. Sábado: desayuno, visita a West Point, partido ejército contra Princeton, luego cóctel y cena de gala. Se había previsto clausurar la reunión el domingo con un desayuno tardío en Stonecroft, pero después de la muerte de Alison se decidió incluir una misa en su memoria. La habían enterrado en el cementerio contiguo al instituto, y el servicio se oficiaría junto a la tumba.
En su testamento, Alison había dejado una importante suma para el fondo de becas de Stonecroft, que era la principal razón de que se hubiera programado aquella ceremonia en su memoria a toda prisa.
Main Street no parece cambiada, pensó Jean mientras conducía lentamente por el pueblo. Hacía muchos años que no iba por allí. El año de su graduación, su padre y su madre se divorciaron, vendieron la casa y siguieron caminos diferentes. Ahora, su padre era director de un hotel en Maui. Su madre había vuelto a Cleveland, donde se crió, y se había casado con el que fue su novio del instituto. «Mi mayor error fue no casarme con Eric hace treinta años», había comentado efusivamente en la boda.
¿Y a mí dónde me deja eso? Esto fue lo que le pasó a Jean por la cabeza en aquel momento. Pero al menos el divorcio de sus padres había significado el piadoso final de su vida en Cornwall.
Jean se resistió al impulso de dar un rodeo por Mountain Road y pasar ante su antigua casa. Quizá lo haga en algún otro momento durante el fin de semana, pensó, pero ahora no. Tres minutos después, entraba con el coche en el camino de acceso al Glen-Ridge House y el portero, con una sonrisa profesional en la cara, abrió la portezuela y le dijo:
—Bienvenida a casa.
Jean abrió el capó y observó cómo sacaban su maleta y su bolsa de viaje.
—Vaya directamente al mostrador de recepción —la apremió el portero—. Nosotros nos ocuparemos de su equipaje.
El vestíbulo del hotel era coqueto y acogedor, con gruesas moquetas y agradables grupos de asientos. El mostrador de recepción estaba a la izquierda, y en el otro extremo, en el bar, Jean vio que empezaban a congregarse antiguos alumnos.
Presidía el mostrador de recepción una pancarta que daba la bienvenida a los antiguos alumnos de Stonecroft.
—Bienvenida a casa, señora Sheridan —saludó el recepcionista, un hombre de sesenta y tantos. Su sonrisa dejó al descubierto unos dientes blancos y relucientes. Su pelo mal teñido parecía hacer juego con el acabado del mostrador de madera de cerezo. Cuando le estaba dando su tarjeta de crédito, Jean tuvo el disparatado pensamiento de que seguramente aquel hombre había arrancado un pedacito del mostrador para enseñárselo al peluquero.
Aún no estaba preparada para enfrentarse a ninguno de sus antiguos compañeros de clase y deseó poder llegar al ascensor sin contratiempos. Esperaba poder disponer de al menos media hora de tranquilidad, mientras se duchaba y se cambiaba, antes de ponerse su identificación con la fotografía de la Jean descorazonada y asustada de dieciocho años y reunirse con sus antiguos compañeros para el cóctel.
Cuando cogió la llave de la habitación y se dio la vuelta, el recepcionista dijo:
—Oh, señora Sheridan, casi lo olvidaba. Tengo un fax para usted. —Y miró el nombre del sobre con los ojos entrecerrados—. Oh, disculpe. Tendría que llamarla doctora Sheridan.
Jean abrió el sobre sin decir nada. El fax era de su secretaria, en Georgetown: «Doctora Sheridan, lamento molestarla. Seguramente se trata de una broma o un error, pero pensé que querría verlo». La broma era una hoja de papel que habían enviado por fax a su oficina. Decía: «Jean, supongo que a estas alturas ya habrás comprobado que es verdad que conozco a Lily. Este es mi dilema. ¿La beso o la mato? Solo era una broma. Estaremos en contacto».
Por un momento Jean se sintió incapaz de moverse o pensar. ¿Matarla? ¿Matarla? Pero ¿por qué? ¿Por qué?
*****
Él estaba en la barra, observando, esperando a que ella entrara. Durante años había visto su fotografía en la contraportada de sus libros, y siempre le sorprendía observar que Jeannie Sheridan había adquirido tanta clase.
En Stonecroft siempre fue de las listas pero discretas. Hasta era amable con él, aunque con cierta displicencia. Había empezado a gustarle de verdad, hasta que Alison le dijo cómo se reían a su costa. Él sabía muy bien quiénes: Laura, Catherine, Debra, Cindy, Gloria, Alison y Jean. Siempre se sentaban a la misma mesa a la hora de comer.
Qué monas, ¿verdad?, pensó, y sintió que la bilis le subía a la garganta. Ahora Catherine, Debra, Cindy, Gloria y Alison se habían ido. A Laura la había dejado para el final. Lo más curioso era que aún no estaba seguro respecto a Jean. Por alguna razón, cuando pensaba en matarla vacilaba. Aún se acordaba de cuando estaba en primero y trató de entrar en el equipo de béisbol. Lo rechazaron categóricamente y él se puso a llorar; las lágrimas infantiles que nunca era capaz de reprimir.
Llorica, llorica.
Se fue corriendo del campo de juego y, poco después, Jeannie lo alcanzó. «A mí no me han aceptado en el equipo de animadoras —le dijo—. ¿Y qué?».
Él sabía que lo había seguido porque le daba pena. Por eso había algo que le decía que ella no fue una de las que se burlaron cuando quiso llevar a Laura al baile del instituto. No, ella lo hirió de una forma distinta.
Laura siempre fue la chica más guapa de la clase —pelo rubio, ojos azules, un cuerpo estupendo—, llamaba la atención incluso con la falda y la camisa del uniforme de Stonecroft. Siempre fue muy consciente del poder que ejercía sobre los hombres. Era como si estuviera hecha para decirle a quien ella quisiera «Ven».
Alison siempre fue una mala persona. Escribía para el periódico del instituto y siempre se las arreglaba para meterse con alguien en su columna, «Entre bastidores», que supuestamente trataba sobre actividades escolares. Como en una crítica de una representación en la que escribió: «Para sorpresa de todos. Romeo, alias Joel Nieman, consiguió recordar buena parte de su texto». En aquel entonces a los chicos más populares Alison les parecía muy divertida. Los muermos se mantenían alejados.
Muermos como yo, pensó, mientras saboreaba el recuerdo de la mirada de terror de Alison cuando lo vio acercarse desde la caseta de la piscina.
Jean también era popular, pero no era como las otras. La eligieron para el consejo de estudiantes, y siempre estaba tan callada que casi parecía muda. Sin embargo, cuando abría la boca, tanto en el consejo como en clase, siempre tenía la respuesta correcta. Ya entonces era una apasionada de la historia. Lo que más le sorprendía era ver lo guapa que se había puesto. Su pelo basto y castaño se había oscurecido, tenía más cuerpo y le caía como una cofia alrededor de la cara. Era esbelta, pero ya no tenía la delgadez enfermiza de aquella época. Con el paso de los años, también había aprendido a vestir. Llevaba una chaqueta y pantalones anchos de buen corte. Observó cómo guardaba un fax en su bolso; ojalá hubiera podido verle la cara.
«Soy el búho y vivo en un árbol».
En su cabeza podía oír a Laura imitándolo. «Te tiene comiendo en la palma de su mano —había chillado Alison aquella noche, hacía veinte años—. Y nos ha dicho que te mojaste los pantalones».
Las imaginaba burlándose de él, le parecía oír sus risas socarronas.
Aquello ocurrió en segundo curso de primaria, cuando tenía siete años. Él intervenía en la representación de la escuela. Aquel era su texto. No tenía que decir nada más. Pero no le salía. Y se puso a tartamudear de tal modo que todos los que estaban en el escenario, e incluso algunos de los padres, se rieron por lo bajo.
«Soy e-e-l bú-bú-búho, y y y vi-vivo en un á-á-ár…».
No llegó a terminar la palabra «árbol». Fue entonces cuando salió corriendo, llorando, con la rama en la mano. Su padre le dio un bofetón, por miedoso. Su madre dijo: «Déjale en paz. Es un niño tonto. ¿Qué esperabas? Míralo. Se ha vuelto a mojar los pantalones».
Mientras veía cómo Jean Sheridan entraba en el ascensor, el recuerdo de aquella vergüenza se confundió en su cabeza con las risas de las chicas. ¿Por qué debería perdonarte?, pensó. Puede que primero me ocupe de Laura, luego te tocará a ti. Entonces podréis reíros con ganas, todas juntas, en el infierno.
Oyó que alguien decía su nombre y volvió la cabeza. Dick Gormley, el as del béisbol de la clase, estaba a su lado en la barra, mirando su identificación.
—Me alegro de volver a verte —dijo con tono cordial.
Mentiroso, pensó él. Y yo no me alegro nada de volver a verte.