Carter Stewart había reservado una suite en el hotel Hudson Valley, cerca de Storm King State Park. Posado sobre una ladera de la montaña, de cara al río Hudson, con su edificio central y dos torres gemelas, le recordaba un águila con las alas desplegadas.
El águila, símbolo de la vida, la luz, el poder y la majestad.
El título provisional de su nueva obra era El águila y el búho.
El búho. Símbolo de oscuridad y muerte. Ave de presa. A Pierce Ellison, el director, le gustaba el título. No estoy seguro, pensó Stewart cuando detuvo el coche a la entrada del hotel y bajó. No estoy seguro.
¿Es demasiado obvio? Los símbolos están para que los reconozca la persona que reflexiona profundamente, no para servirlos en bandeja a los miembros del club de bridge de los miércoles. Y, desde luego, tampoco es que en ese grupo de gente haya nadie interesado en ver mis obras.
—Nosotros nos encargaremos de su equipaje, señor.
Carter Stewart puso un billete de cinco dólares en la mano del botones. Al menos no me ha dicho «Bienvenido a casa», pensó.
Cinco minutos después, estaba de pie ante la ventana de su suite, con un whisky escocés del minibar en la mano. El Hudson estaba revuelto y agitado. En octubre, pocas horas después de mediodía, el invierno ya se intuía en el ambiente. Pero al menos, gracias a Dios, la reunión ha terminado. Hasta me ha gustado ver a algunas de esas personas otra vez, pensó, aunque solo sea porque me han recordado lo lejos que he llegado desde que me fui de aquí.
Pierce Ellison consideraba que había que reforzar el papel de Gwendolyn en la obra. «Consigue una rubia tonta —insistía—. No una actriz que interprete a una rubia tonta».
Carter Stewart se rió entre dientes al pensar en Laura.
—Dios, hubiera sido perfecta para el papel —dijo en voz alta—. Beberé por eso, aunque no hubiera podido ser ni en un millón de años.