Jake Perkins estableció el número de personas reunidas ante la tumba de Alison en menos de treinta. El resto había preferido ir directamente a la comida. Le pareció lógico. La lluvia empezaba a arreciar. Los pies se le hundían en la hierba suave y cenagosa. No hay cosa peor que estar muerto en un día lluvioso, pensó, y decidió que estaría bien si más tarde se acordaba de anotar aquella frase tan sabia.
El alcalde se había saltado la ceremonia. Downes, el director del instituto, que ya había elogiado la generosidad y el talento de Alisen Kendall, estaba pronunciando una oración que sin duda satisfaría a todo el mundo, salvo a un ateo recalcitrante si es que había alguno allí.
Quizá sí fuera una mujer con talento, pensó Jake, pero es su generosidad lo que ha hecho que estemos todos aquí arriesgándonos a coger una neumonía. Aunque sé de una persona que ha preferido no arriesgarse. Miró alrededor para asegurarse de que había visto bien; no, ciertamente Laura Wilcox no estaba allí. El resto de los homenajeados sí habían acudido. Jean Sheridan estaba cerca del director Downes y no había duda de que su tristeza era sincera. En un par de ocasiones se había dado unos toquecitos en los ojos con un pañuelo. El resto parecía no ver la hora de que Downes terminara para entrar y tomarse un bloody Mary.
—Nos acordamos también de las otras amigas y compañeras de clase de Alison a las que el Señor ha llamado a Su lado —prosiguió Downes con tono solemne—. Catherine Kane, Debra Parker, Cindy Lang y Gloria Martin. El curso que se graduó hace veinte años ha dado grandes triunfadores, pero nunca antes una promoción había conocido tan gran pérdida.
Amén, pensó Jake, y decidió que definitivamente utilizaría la fotografía de las siete chicas en la mesa del comedor para su crónica de la reunión de ex alumnos. Ya tenía el titular, Downes se lo acababa de proporcionar: «Nunca antes una promoción había conocido tan gran pérdida».
Al inicio de la ceremonia, un par de estudiantes habían entregado una rosa a la gente que iba llegando. Ahora, cuando Downes terminó su discurso, uno a uno todos fueron colocando su rosa sobre la tumba y se dirigieron hacia los terrenos adyacentes al instituto. Cuanto más se alejaban de la tumba, más deprisa caminaban. Jake sabía lo que pensaban: «Bueno, menos mal que ya se ha terminado. Pensé que me moría de frío».
La última en marcharse fue Jean Sheridan. Se quedó allí de pie, no solo triste, sino muy pensativa. Jake se dio cuenta de que el doctor Fleischman se había detenido y la esperaba. Sheridan se inclinó y tocó el nombre de Alison en la lápida, luego se dio la vuelta, y Jake observó que se alegraba de ver al doctor Fleischman. Empezaron a alejarse en dirección al instituto, juntos.
Antes de que pudiera decir que no, uno de aquellos alumnos que repartían las rosas le había dado una a él. Jake no era muy amante de las ceremonias, pero decidió depositarla junto a las otras. Cuando estaba a punto de dejarla, se fijó en algo que había en el suelo y se agachó para recogerlo.
Era un pin de peltre con la forma de un búho, de unos dos centímetros y medio de largo. No debía de costar más de un par de pavos. Era el tipo de objeto que hubiera llevado un niño o un amante de la naturaleza en una cruzada para salvar a los búhos. Jake estuvo a punto de tirarlo, pero en el último segundo cambió de opinión. Lo limpió y se lo guardó en el bolsillo. Pronto llegaría Halloween. Se lo daría a su primo pequeño y le diría que lo había cogido junto a una tumba.