Jake Perkins se quedó levantado hasta tarde para escribir su artículo sobre el banquete para la Gaceta de Stonecroft. Su casa en Riverbank Lane daba al río y él valoraba aquella vista como pocas otras cosas en su vida. A sus dieciséis años, ya se consideraba una especie de filósofo, además de un buen escritor y un estudiante avezado del comportamiento humano.
En un momento de honda meditación, había decidido que las corrientes del río simbolizaban las pasiones y los estados de ánimo de los humanos. Le gustaba dar un tono profundo a sus artículos. Por supuesto, sabía que las columnas que quería escribir nunca recibirían la aprobación del señor Holland, el profesor de inglés que hacía de asesor y censor para la Gaceta, pero, para divertirse un rato, Jake escribió la columna que le hubiera gustado publicar y después se puso con la que presentaría.
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La sala de baile algo desangelada de Glen-Ridge House quedó un tanto animada por los estandartes blancos y azules de Stonecroft y los centros de flores. Cabe suponer que la comida fue espantosa, empezando por un supuesto cóctel de marisco, seguido por un filet mignon tan frito que crujía, aunque solo estaba tibio, patatas asadas que podían haber sido perfectamente armas letales y puré de judías verdes pasadas. El intento del cocinero por ofrecer una comida de gourmet se completaba con helado derretido con salsa de chocolate.
Los habitantes de la localidad apoyaron el evento acudiendo a homenajear a los graduados, todos los cuales vivieron en Cornwall en el pasado. Es de todos sabido que Jack Emerson, el presidente y motor de esta reunión, tiene un propósito que nada tiene que ver con el deseo de abrazar a sus antiguos compañeros de clase. El banquete ha sido también el lanzamiento del proyecto de Stonecroft, un anexo que se construirá en unos terrenos actualmente propiedad de Emerson, bajo la dirección del reconocido contratista que Emerson tiene en su cartera.
Los seis homenajeados se sentaron juntos en la tarima, acompañados por el alcalde, Walter Carlson; el director de Stonecroft, Alfred Downes, y miembros del consejo de administración…
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Sus nombres no importan en esta versión de la historia, decidió.
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Laura Wilcox fue la primera en recibir la medalla de alumna distinguida. Su vestido de lame dorado hizo que la mayoría de hombres reunidos no se enteraran de las palabras que balbuceó sobre lo feliz que había sido su vida en esta localidad. Dado que jamás ha vuelto y nadie ha visto nunca a la glamourosa señorita Wilcox pasear por Main Street o entrar en el centro de tatuajes abierto recientemente para hacerse uno, sus comentarios fueron recibidos con aplausos educados y unos cuantos silbidos.
El doctor Mark Fleischman, psiquiatra y ahora celebridad televisiva, pronunció un discurso discreto y bien acogido donde advertía a padres y maestros que fortalecieran la moral de sus hijos. «El mundo estará encantado de destrozarlos —afirmó—. Es vuestra labor hacer que se sientan bien consigo mismos incluso cuando les enseñáis a respetar unos límites».
Carter Stewart, el autor teatral, pronunció un discurso con dos posibles lecturas. Dijo que estaba seguro de que los ciudadanos y estudiantes que habían acabado por convertirse en prototipos de muchos de los personajes de sus obras estaban presentes en el banquete. También dijo que, a diferencia de lo que había afirmado el doctor Fleischman, su padre era de los que creían que ahorrarle los palos a un hijo es malcriarlo. A continuación dio las gracias a su difunto padre por ser así, ya que eso le hizo tener una visión negra de la vida que le ha sido muy útil.
Los comentarios de Stewart fueron recibidos con risas nerviosas y pocos aplausos.
El cómico Robby Brent hizo reír al público con su divertida imitación de los profesores que siempre estaban amenazando con suspenderle, lo que le hubiera hecho perder su beca en Stonecroft. Una de estas profesoras estaba presente y sonrió valientemente ante la parodia despiadada que Brent hizo de sus gestos y la imitación de su voz. En cambio, la señorita Ella Bender, el pilar del departamento de matemáticas, estuvo a punto de echarse a llorar mientras el resto del público se moría de risa por la perfecta parodia que Brent hizo de su voz chillona y su risita nerviosa.
«Yo era el último y el más tonto de los Brent —dijo para terminar—. Y usted nunca dejó que lo olvidara. Mi defensa fue el humor, y por eso debo darle las gracias».
Dicho esto, pestañeó y frunció los labios exactamente igual que hace el director Downes y le tendió un cheque por valor de un dólar, su contribución al fondo para construir el anexo.
Ante la expresión de sorpresa del público, gritó: «Eh, que era broma», y agitó en el aire un cheque de diez mil dólares, que entregó ceremoniosamente al director.
A algunos de los presentes les pareció divertidísimo. Otros, como la doctora Jean Sheridan, se sintieron abochornados por las payasadas de Brent. Más tarde se la oyó comentar a alguien que en su opinión el humor no debía ser tan cruel.
Gordon Amory, nuestro as de la televisión por cable, fue el siguiente en hablar. «En Stonecroft nunca conseguí entrar en ninguno de los equipos deportivos que quería —dijo—. No podéis imaginar la pasión con la que rezaba para tener al menos una oportunidad de ser un atleta… lo que demuestra que es cierto el dicho: “Ten cuidado con lo que pides en tus oraciones; podrías conseguirlo”. En vez de eso, me convertí en un adicto a la televisión y un día empecé a analizar lo que veía. No tardé mucho en darme cuenta de que sabía por qué algunos programas, especiales, comedias de situación o docudramas funcionaban y otros no. Fue el inicio de mi carrera. Y se asentaba en el rechazo, la decepción y el dolor. Y, ah, sí, antes de terminar, quería aclarar un rumor. Yo no prendí fuego deliberadamente a la casa de mis padres. Estuve fumando un cigarrillo y, cuando apagué el televisor y subí a acostarme, no me di cuenta de que la colilla encendida se había caído detrás de la caja vacía de pizza que mi madre había dejado encima del sofá».
Antes de que el público pudiera reaccionar, el señor Amory sacó un cheque de cien mil dólares para el fondo de construcción y bromeó con el director del instituto: «Que el gran trabajo de moldear mentes y corazones continúe en la Academia Stonecroft en el futuro».
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Podía haber dicho perfectamente que se tirara de cabeza al lago, pensó Jake al recordar la sonrisa de satisfacción de Amory cuando volvió a su sitio en el estrado.
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La última homenajeada, la doctora Jean Sheridan, habló de lo que significó crecer en Cornwall, una localidad que fue cuna de los acaudalados y los privilegiados hace ciento cincuenta años. «Como estudiante becada, sé que recibí una educación excepcional en Stonecroft. Sin embargo, fuera de las paredes del instituto, había otro lugar de aprendizaje, el pueblo y los campos que lo rodean. Aquí desarrollé el interés por la historia que ha condicionado mi vida y mi actividad profesional. Por ello estaré siempre agradecida».
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La doctora Sheridan no dijo que fuera feliz aquí, ni mencionó que los que vivían aquí en aquella época recordarán perfectamente las discusiones domésticas de sus padres que animaban tanto a los vecinos, pensó Jake Perkins, o que se decía que a veces se echaba a llorar en la clase después de alguno de aquellos publicitados episodios entre sus padres.
Bueno, mañana se acaba, pensó desperezándose y acercándose a la ventana. Las luces de Cold Spring, la población que había al otro lado del Hudson, apenas se veían, porque empezaba a formarse la niebla. Esperemos que mañana se disipe, pensó. Iría a la ceremonia en memoria a Alison Kendall por la mañana y por la tarde vería una película. Había oído que durante el acto también se leería el nombre de las otras cuatro graduadas que habían muerto.
Jack volvió a su mesa y miró la fotografía que había encontrado en los archivos. Por una de esas casualidades de la vida, las cinco graduadas fallecidas no solo compartían la mesa del comedor en el último curso junto con dos de las homenajeadas, Jean Sheridan y Laura Wilcox, sino que además habían muerto en el mismo orden en el que aparecían sentadas en la fotografía.
Lo que significa que seguramente Laura Wilcox será la próxima, pensó. ¿Es posible que esto no sea más que una extraña coincidencia o tendría que investigarlo alguien? No, era una locura. Aquellas mujeres habían muerto en un período de veinte años, de formas distintas, en distintos lugares del país. Una de ellas hasta estaba esquiando cuando le sorprendió un alud.
El destino, eso es, pensó. Nada más que el destino.