En estas cenas normalmente se presenta a los homenajeados por orden de importancia creciente, pensó el Búho sarcásticamente cuando oyó pronunciar el nombre de Laura. Ella fue la primera en recibir su medalla, entregada conjuntamente por el alcalde de Cornwall y el director de Stonecroft.
La funda especial para trajes y la pequeña maleta de Laura estaban en su coche. Él las había sacado a escondidas por las escaleras de emergencia y había salido por la puerta de servicio sin que le vieran. Como precaución, había roto la luz que había sobre la entrada de servicio y se había puesto una gorra y una chaqueta que podían pasar por un uniforme, por si alguien le veía.
Como era de esperar, Laura estaba muy guapa. Llevaba un traje dorado que, como se suele decir, no dejaba nada a la imaginación. Su maquillaje era impecable. La gargantilla de diamantes seguramente era falsa, pero quedaba bien. Los pendientes tal vez fueran auténticos. Seguro que eran las últimas o casi las últimas joyas que le quedaban de las que recibió de su segundo marido. Un talento mediano, ayudado por un aspecto espectacular, había dado a Laura sus quince minutos de gloria. Y, afrontémoslo, tenía una personalidad seductora… es decir, siempre y cuando no fueras la víctima de sus burlas.
En aquellos momentos estaba dando las gracias al alcalde, el director de Stonecroft y los invitados.
—Fue bonito crecer en un lugar como Cornwall-on-Hudson —dijo con excesiva efusión—. Y los cuatro años que pasé en Stonecroft fueron los más felices de mi vida.
Con un cosquilleo de expectación, el Búho imaginó el momento en que llegaran a la casa, se imaginó cerrando la puerta, y la mirada de terror que aparecería en los ojos de Laura cuando se diera cuenta de que estaba atrapada.
Todos aplaudieron las palabras de Laura, y luego el alcalde pasó a anunciar al siguiente homenajeado.
Por fin aquello terminó y pudieron levantarse. Intuía que Laura le estaba observando, pero no quiso mirarla. Habían quedado en alternar durante un rato con los otros; luego cada uno se iría a su habitación por separado mientras todos se daban las buenas noches. Se reunirían en el coche.
Los otros dejarían el hotel por la mañana y acudirían en sus coches particulares al cementerio para asistir a la ceremonia en memoria de Alison y luego a la comida de despedida. Hasta ese momento, nadie echaría a Laura de menos, y seguramente todos pensarían que se había cansado de la reunión y se había ido antes de tiempo.
—Supongo que ahora es el momento de las felicitaciones —dijo Jean apoyando una mano en su brazo, a unos centímetros de la muñeca. Estaba tocando la más profunda y dolorosa de las heridas que le había causado el perro. El Búho notó que la sangre de la herida le empapaba la manga de la chaqueta, y se dio cuenta de que la manga del vestido azul marino de Jean estaba en contacto con ella.
Con un esfuerzo sobrehumano, consiguió disimular el dolor que le recorría el brazo. Evidentemente, Jean no se percató de nada, y se volvió para saludar a una pareja de sesenta y pocos que se acercó a ella.
Por un momento, el Búho pensó en la sangre que había goteado al suelo cuando el perro le mordió. ADN. Le preocupaba, porque era la primera vez que dejaba una prueba física… aparte de su símbolo, por supuesto, pero en todos aquellos años nadie había reparado en él en ningún sitio. En cierto modo, tanta ineptitud le decepcionaba, pero por otro lado se alegraba. Si alguien relacionaba las muertes de todas aquellas mujeres, le sería mucho más difícil continuar. Si es que decidía continuar después de Laura y Jean.
Incluso si Jean se daba cuenta de que la mancha que tenía en la manga era de sangre, no sabría de dónde había salido. Además, ni el mismísimo Sherlock Holmes hubiera relacionado la mancha de sangre de la manga de un homenajeado de la Academia Stonecroft con la sangre encontrada en una calle a treinta y dos kilómetros de allí.
Ni en un millón de años, pensó el Búho, descartando la idea por lo absurdo.