El autobús que iba a West Point salía a las diez. A las nueve y cuarto, Jack Emerson salió del hotel y fue en una carrera a su casa para recoger la corbata, que había olvidado poner con sus cosas. Rita, su esposa desde hacía quince años, estaba leyendo el periódico mientras bebía un café a la mesa del desayuno. Cuando él entró, alzó la vista con indiferencia.
—¿Cómo va la gran reunión, Jack? —El sarcasmo que teñía cada palabra que le dirigía se hizo particularmente evidente en su saludo.
—Yo diría que muy bien, Rita —repuso él con tono amistoso.
—¿Tu habitación del hotel es cómoda?
—Todo lo cómoda que puede ser una habitación en el Glen-Ridge. ¿Por qué no me acompañas y lo compruebas por ti misma?
—Creo que paso. —Volvió a posar la mirada en el periódico, con gesto desdeñoso.
Él se la quedó mirando un momento. Su mujer tenía treinta y siete años, pero no era de las que ganan con la edad. Rita siempre había sido reservada, pero con el tiempo sus labios finos habían adquirido un gesto de persona huraña. Cuando tenía veinte años y el pelo le caía suelto sobre los hombros era muy atractiva. Ahora lo llevaba escrupulosamente recogido en un moño y su piel parecía tensa. De hecho, todo en ella denotaba tensión y furia. Mientras estaba allí plantado, Jack se dio cuenta de lo mucho que le desagradaba.
Y le enfurecía sentir que tenía que explicar su presencia en su propia casa.
—Me he dejado la corbata que quiero ponerme para la cena de hoy —espetó—. Por eso me he pasado.
Ella dejó el periódico.
—Jack, cuando viste que insistía en que Sandy fuera a un internado en vez de tu amado Stonecroft, supongo que sospechaste que algo estaba pasando.
—Sí, algo me olí. —Aquí viene, pensó.
—Me vuelvo a Connecticut. He alquilado una casa en Westport por seis meses, mientras encuentro algo para comprar. Ya acordaremos el régimen de visitas a Sandy. Aunque has sido un marido espantoso, como padre te has portado razonablemente bien, y es mejor que nos separemos de forma amistosa. Sé exactamente cuánto dinero tienes, así que, por favor, no malgastemos nuestro dinero en abogados. —Se puso en pie—. Simpático, un hallazgo… jovial, ocurrente, comprometido con la comunidad, hombre de negocios avezado, Jack Emerson. Es lo que dice mucha gente de ti, Jack, pero, aparte de ser un mujeriego, por dentro estás lleno de veneno. Solo por curiosidad me gustaría saber por qué.
Jack Emerson sonrió con frialdad.
—Por supuesto que cuando insististe en mandar a Sandy a Choate sabía que te estabas preparando para volver a Connecticut. Y me planteé si debía tratar de disuadirte… es decir, me lo planteé durante unos diez segundos. Luego me puse a celebrarlo.
Y piénsalo dos veces antes de decir que sabes cuánto tengo, añadió para sí.
Rita Emerson se encogió de hombros.
—Siempre decías que tú tenías que tener la última palabra. ¿Sabes una cosa, Jack? Debajo de la máscara, sigues siendo el mismo chico insignificante y resentido por haber tenido que limpiar después de las clases. Y si no juegas limpio conmigo en el divorcio, tendré que contar a las autoridades que me confesaste que tú preparaste aquel incendio en el centro médico hace diez años.
Él la miró fijamente.
—Yo nunca te he dicho tal cosa.
—Pero me creerán, ¿verdad que sí? Tú trabajabas es ese edificio, conocías hasta el último rincón, y querías aquella propiedad para el paseo comercial que tenías proyectado. El incendio te permitió adquirir el terreno muy barato. —Arqueó una ceja—. Ve y coge tu corbata, Jack. Yo me habré ido en un par de horas. A lo mejor consigues ligar con una de tus compañeras de clase y montas una bonita reunión aquí esta noche. Estás en tu casa.