En la comisaría de Goshen recibieron la llamada a las tres de la madrugada. Helen Whelan, de Surrey Meadows, había desaparecido. Soltera, de cuarenta y pocos, había sido vista por última vez por un vecino hacia medianoche, cuando paseaba a su pastor alemán, Brutus. A las tres de la madrugada, una pareja que vivía unas manzanas más allá, junto al parque municipal, despertó por los ladridos y aullidos de un perro. Al salir a mirar, descubrieron a un pastor alemán que trataba de incorporarse. Le habían golpeado salvajemente en la cabeza y el lomo con un instrumento pesado. En una carretera cercana, se encontró un zapato de mujer del número treinta y siete.
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A las cuatro de la madrugada, Sam Deegan recibió una llamada y fue asignado al equipo de agentes que investigaban la desaparición. Primero pasó a hablar con el doctor Siegel, el veterinario que había atendido al perro.
—Yo diría que ha estado inconsciente un par de horas por los golpes de la cabeza —explicó Siegel a Deegan—. Se los asestaron con un objeto con la forma y el peso aproximado de un gato de coche.
Sam imaginó la escena. Helen Whelan había soltado al perro para que corriera un poco por el parque. Alguien la vio sola en la calle y trató de obligarla a entrar en un coche. El pastor alemán corrió a defenderla y lo golpearon hasta dejarlo sin sentido.
Se dirigió hacia la calle donde habían encontrado al pastor alemán y empezó a llamar a las puertas. En la cuarta casa un anciano dijo haber oído a un perro ladrar frenéticamente hacia las doce y media.
Helen Whelan era, o había sido, una popular profesora de educación física en el instituto de secundaria de Surrey Meadows. Por otros maestros, Sam supo que la costumbre de Helen de sacar a su perro a última hora de la noche era bastante conocida.
—No le daba miedo. Siempre nos decía que Brutus moriría antes de dejar que alguien le hiciera daño —comentó con pesar el director del centro.
—Y tenía razón —repuso Sam—. El veterinario ha tenido que sacrificarlo.
A las diez de la mañana ya había llegado a la conclusión de que no sería un caso fácil. Según la hermana de la víctima, que vivía cerca, en Newburgh, y estaba muy trastornada, Helen no tenía enemigos. Había estado saliendo con un compañero de trabajo durante varios años, pero ese semestre en particular estaba pasando una temporada sabática en España.
¿Desaparecida o muerta? Sam estaba convencido de que una persona que había golpeado a un perro con tanta violencia no tendría piedad con una mujer. Por algún sitio había que empezar, así que decidió concentrarse en el vecindario de Helen y el instituto. Siempre cabía la posibilidad de que alguno de los bichos raros que últimamente salían de las escuelas tuviera algo contra ella. A juzgar por su fotografía, era una mujer muy atractiva. Quizá algún vecino se había enamorado de ella y se había sentido despechado.
Solo esperaba que no fuera uno de esos crímenes en los que el asesino elegía al azar a su víctima, que había tenido la mala suerte de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Esos crímenes eran más complicados y con frecuencia no llegaban a resolverse, y eso era algo que detestaba.
Este pensamiento le llevó inevitablemente a Karen Sommers. Pero su muerte no fue difícil de resolver, pensó; solo de demostrar.
El asesino de Karen fue Cyrus Lindstrom, el novio al que dejó hacía veinte años… estaba seguro. Pero la semana que viene, cuando entregue los papeles para la jubilación, estaré fuera del caso, se recordó.
Y también estaré fuera de este caso, pensó, mientras estudiaba con mirada compasiva una fotografía reciente de Helen Whelan: ojos azules, pelirroja y oficialmente «desaparecida, presumiblemente muerta».