Era la tercera vez en un mes que iba a Los Ángeles para observarla en sus actividades diarias.
—Conozco tus idas y venidas —susurró mientras esperaba en la caseta de la piscina. Faltaba un minuto para las siete. El sol de la mañana se colaba entre los árboles y llenaba de destellos la cascada que caía a la piscina.
Se preguntó si Alison podría intuir que solo le quedaba un minuto de vida. ¿No se sentía extrañamente inquieta? ¿No había algo que le decía que quizá ese día debiera saltarse su chapuzón matinal? Aunque así fuera, tampoco le hubiera servido de nada. Era demasiado tarde.
La puerta corredera de cristal se abrió y Alison salió al patio. Treinta y ocho años y era infinitamente más atractiva que veinte años atrás. Su cuerpo bronceado y esbelto quedaba bien en biquini. Su pelo, que ahora era de color miel, enmarcaba y suavizaba su afilado mentón.
Alison arrojó la toalla que llevaba, sobre una tumbona. La ira cegadora que había estado burbujeando en el interior de aquel hombre se hizo más intensa, pero enseguida fue sustituida por la satisfacción de saber lo que estaba a punto de hacer. En una entrevista, había oído decir a un especialista en saltos peligrosos que, en el momento antes de saltar, el hecho de saber que estaba arriesgando su vida le producía una exaltación indescriptible, y que necesitaba revivir esa sensación una y otra vez.
Para mí es diferente, pensó. Es el instante que precede al momento de descubrir mi presencia ante ellas lo que me llena de exaltación. Sé que van a morir y, cuando me ven, ellas también lo saben. Comprenden lo que les voy a hacer.
Alison subió al trampolín y se estiró. Él observó cómo botaba ligeramente, probando la tabla, y luego extendía los brazos hacia delante.
En el preciso instante en que los pies de Alison se separaron de trampolín, él abrió la puerta de la caseta. Quería que lo viera cuando estaba suspendida en el aire. Antes de tocar el agua. Quería que comprendiera lo vulnerable que era.
Por una décima de segundo, sus miradas se encontraron y él vio perfectamente su expresión. Alison estaba aterrada, sabía que no podía volar.
Antes de que Alison saliera a la superficie, él ya estaba en la piscina. La aferró contra su pecho, riendo, mientras ella se debatía y pataleaba. Qué tonta… ¿Por qué no limitarse a aceptar lo inevitable?
—Vas a morir —le susurró, con voz tranquila e inexpresiva.
El pelo de la mujer se le pegaba a la cara y no le dejaba ver. Lo apartó con impaciencia. No quería que nada lo distrajera del placer de verla debatirse.
El final se acercaba. En su desesperación por respirar, Alison había abierto la boca y estaba tragando agua. Él percibió el último esfuerzo por liberarse y, luego, las leves y desesperadas convulsiones del cuerpo al empezar a ceder. La apretó con más fuerza y deseó poder leer su mente. ¿Estaba rezando? ¿Le estaba suplicando a Dios que la salvara? ¿Veía esa luz que dicen haber visto muchas personas que han estado cerca de la muerte?
Antes de soltarla, esperó tres minutos. Con una sonrisa de satisfacción vio cómo su cuerpo se deslizaba al fondo de la piscina.
Pasaban cinco minutos de las siete cuando salió de la piscina y se puso una sudadera, pantalón corto, zapatillas de deporte, una gorra y gafas oscuras. Ya había elegido el lugar donde dejaría el silencioso recordatorio de su visita, la tarjeta de visita en la que nadie reparaba nunca.
A las siete y seis minutos, empezó a correr tranquilamente por la calle desierta, como un aficionado más al deporte en una ciudad de aficionados al deporte.