A Edna Burns le gustaba su trabajo. Era la recepcionista y la contable de los dos médicos que estaban al frente y llevaban la sección de maternidad del hospital Westlake.
—El que de verdad manda es el doctor Highley. Ya sabes que estuvo casado con Winifred Westlake y ella se lo dejó en herencia. Él es el que lleva el mando de todo.
El doctor Highley era ginecólogo-tocólogo y tal como Edna explicaba:
—Es una fiesta ver cómo se comportan sus pacientes, cuando, por fin, quedan embarazadas. Se sienten tan felices, que uno pensaría que ellas son las que han inventado los niños. La verdad es que les cobra un ojo de la cara. Pero, en realidad, es un hacedor de milagros.
»Por otra parte —seguía explicando Edna—, Highley es el médico al que hay que ver si se tiene un problema interno y no se quiere que éste se complique. Ya sabéis a qué me refiero —añadió guiñando el ojo.
El doctor Fukhito era psiquiatra. La sección de maternidad del hospital Westlake se basaba en un concepto de la medicina total: la mente y el cuerpo debían estar en armonía para conseguir un buen embarazo. Y si muchas mujeres eran incapaces de concebir, ello se debía a que los temores y la ansiedad las perturbaban emocionalmente. Todos los pacientes de ginecología consultaban, por lo menos una vez, al doctor Fukhito. Pero a las embarazadas se les exigía una serie de consultas frecuentes.
Edna gozaba contando a sus amigos que la idea típica del hospital Westlake se debía al viejo doctor Westlake, que murió antes de ponerla en práctica. Luego, hacía de esto ya ocho años, su hija Winifred se casó con el doctor Highley. Compraron la clínica River Falls cuando ésta quedó en bancarrota, la rebautizaron con el nombre de su padre y puso al frente a su marido. Edna suspiraba mientras decía:
—Ella y el doctor estaban locamente enamorados. Quiero decir que ella tenía diez años más que él y nada a que aspirar. Pero eran una verdadera pareja de amantes. Él solía enviarle flores dos veces a la semana y, por muy ocupado que estuviese, siempre la acompañaba cuando ella iba de compras. Y os puedo asegurar que cuando murió, fue terrible, pues nadie pudo nunca imaginar que ella estuviese tan enferma del corazón.
Luego, añadía:
—Pero, gracias a Dios, él siempre está ocupado. He visto a mujeres que nunca habían sido capaces de concebir, quedarse encintas dos y tres veces. Desde luego, muchas de ellas no tienen la suerte de conservar el niño hasta el parto, pero, por lo menos, saben que tienen una oportunidad. Deberíais ver qué cuidados reciben. Yo he visto al doctor Highley internar a mujeres en el hospital dos meses antes del parto. Claro, esto cuesta una fortuna. Pero, en realidad, si alguien quiere un niño y puede permitirse el lujo, pagaría lo que le pidiesen. Pero pronto vosotras mismas podréis leer todo esto —añadía—. El próximo jueves, la revista Newsmaker publicará un artículo sobre él y sobre la maternidad. La semana pasada vinieron los redactores y le fotografiaron en su despacho, junto a las fotos de todos los niños que ha traído al mundo. Todo fue maravilloso y si creéis que ahora estamos ocupados, esperad a que salga el artículo. El teléfono estará continuamente comunicando.
Edna era una contable nata, sus libros eran maravillas de exactitud. Le encantaba hacer recibos y experimentaba un orgullo sensual cuando con frecuencia iba al banco a hacer grandes ingresos en la cuenta de su jefe. En su mesa de trabajo había un aviso muy claro y prominente que decía que todos los pagos había que hacerlos al contado. No se enviarían facturas mensuales. Miss Burns explicaría las programaciones de pago retenidas.
El doctor Highley le había dicho que, salvo que le avisase de lo contrario, ella se ocuparía de concertar citas con todos los pacientes que se marchasen del hospital. Y si por cualquier razón uno de éstos no asistía a dicha cita, Edna le llamaría por teléfono a su casa y concertaría otra. Aquélla era una forma de funcionar muy buena, y, como además dejaba entrever jubilosa Edna, proporcionaba una verdadera prosperidad económica.
El doctor Highley siempre felicitaba a Edna por la excelente forma que tenía de llevar los libros y por su capacidad para mantener la agenda llena de citas.
La única vez que el doctor Highley la reconvino de mala manera, fue cuando la oyó hablar con una paciente del problema de otra. Edna tuvo que admitir que su comportamiento fue tonto, pero aquel día se había permitido tomar un par de cócteles Manhattan, lo que bajó su guardia.
El doctor acabó su reprimenda diciendo:
—Si la encuentro de nuevo hablando, se va a la calle.
Y ella sabía que él lo decía en serio.
Edna suspiró, estaba cansada. La noche anterior, los dos médicos tuvieron turnos nocturnos y hubo mucho movimiento. Luego, durante un rato, se ocupó de los libros de contabilidad. Esta noche estaba impaciente por irse a casa y no habría quien la hiciese salir de nuevo a la calle. Se pondría una bata y se prepararía unos cuantos y buenos cócteles Manhattan. Tenía jamón en lata en la nevera y cenaría eso, mientras veía la televisión.
Eran casi las dos de la tarde; dentro de tres horas se largaría. En aquel momento de tranquilidad, tenía que comprobar la agenda del día anterior, para tener la seguridad de que había concertado todas las citas futuras. Refunfuñando y mirando con sus ojos miopes apoyó la ancha y pecosa cara en una gordezuela mano; se notaba el pelo sucio, pues no había tenido tiempo de lavárselo la noche anterior. Estaba un poco cansada después de tomarse unos cuantos cócteles.
Era una mujer de cuarenta y cuatro años, más bien gorda, que parecía diez años mayor de lo que en realidad era. Había pasado su monótona juventud cuidando de sus ancianos padres. Cuando Edna veía fotos suyas tomadas mientras estudiaba en la Escuela de Secretariado Drake, le sorprendía un poco comprobar qué bonita había sido veinticinco años antes; aunque siempre fue un poco regordeta, era bonita.
No estaba totalmente concentrada en la página que leía. Pero de pronto algo la hizo centrar toda su atención. Se quedó quieta: la cita de las ocho de la noche del día anterior de Vangie Lewis.
La noche anterior Vangie llegó más bien temprano y se quedó hablando un rato con Edna. Estaba muy molesta. Bueno, Vangie era una mujer que se quejaba más o menos por todo, pero era tan bonita que a Edna le gustaba mirarla. Vangie había engordado mucho durante su embarazo y, para los expertos ojos de Edna, retenía mucho líquido. Edna rogaba para que Vangie pudiese tener su hijo sano y salvo, pues ésta lo deseaba mucho.
Por consiguiente, no culpaba a Vangie por estar enfurruñada; en realidad, no se encontraba bien. El mes pasado, Vangie empezó a usar aquellos mocasines porque los otros zapatos ya no le resultaban cómodos. Se los enseñó a Edna:
—¡Mira! ¡Tengo tan hinchada la pierna derecha, que sólo puedo usar estas abarcas que tiró la asistenta! Uno está a punto de deshacerse.
Edna intentó burlarse de ella.
—Bueno, con estas zapatillas de cristal, no me quedará más remedio que llamarte Cenicienta y a tu marido el Príncipe Encantado.
Edna sabía que Vangie estaba loca por su marido. Pero Vangie le espetó impaciente:
—¡Vamos, Edna, que todo el mundo sabe que el Príncipe Encantado era el novio de la Bella Durmiente y no de Cenicienta!
Edna se echó a reír.
—Entonces, la culpa la tiene mi madre que se habrá hecho un lío. Porque, cuando me contó La Cenicienta, me dijo que quien buscaba a la dueña de los zapatos de cristal era el Príncipe Encantado. Pero eso carece de importancia: antes de que te des cuenta, tendrás a tu hijo y volverás a usar bonitos zapatos.
La noche anterior, Vangie, subiéndose el largo caftán que empezó a usar desde que se le hinchó la pierna, le dijo:
—Edna, apenas puedo calzarme estas abarcas. ¿Y para qué todo esto, Dios mío, para qué? —añadió casi llorando.
—Veo que estás empezando a deprimirte, guapa. Has hecho bien en venir a charlar con el doctor Fukhito. Él te tranquilizará.
En aquel momento, el doctor Fukhito la llamó y le dijo que dejara entrar a Mrs. Lewis. Ésta, al marcharse de la recepción, dio un tropezón y se le soltó el zapato izquierdo.
—¡Oh, vete a la mierda! —gritó, y siguió andando.
Edna recogió el mocasín suponiendo que Vangie volvería a verla cuando hubiese hablado con el doctor Fukhito.
Edna siempre se quedaba a trabajar hasta tarde los lunes por la noche. Se ocupaba entonces de los libros. Pero, cuando sobre las nueve de la noche se disponía a marcharse y vio que Vangie aún no había regresado, decidió correr el riesgo de llamar al doctor Fukhito para decirle que dejaría el zapato frente a la puerta de su despacho, en el corredor.
Pero, entonces, nadie le contestó en el despacho del doctor Fukhito. Esto quería decir que Vangie había salido por la puerta que daba directamente al aparcamiento. Aquello era una locura, pues Vangie cogería un resfriado, si se le mojaba el pie.
Sin proponérselo Edna, con el zapato en la mano, se marchó. Salió al aparcamiento y se dirigió hacia su coche, justo a tiempo de ver cómo el doctor Highley, al volante del gran coche de Vangie, aquel rojo Lincoln Continental, se marchaba. Trató de correr e hizo señas al médico; pero de nada le valió. Así pues, se marchó a su casa.
A lo mejor, el doctor Highley se había ocupado de concertar una nueva cita con Vangie; pero Edna la llamaría para asegurarse de ello. Marcó rápidamente el número de los Lewis. El teléfono sonó una, dos veces.
Una voz masculina contestó:
—Residencia de Mr. Lewis.
—¿Podría hablar con Mrs. Lewis, por favor? —preguntó Edna.
Y empleó un tono comercial, resuelto pero amistoso, que había aprendido en la Escuela de Secretariado Drake. Se preguntó si estaría hablando con el capitán Lewis.
—¿De parte de quién?
—De la consulta del doctor Highley. Queremos concertar la fecha de la nueva cita de Mrs. Lewis.
—Espere un momento.
Sabía que alguien cubría con la mano el auricular. Oía voces lejanas. ¿Qué pasaría? A lo mejor, Vangie estaba enferma. Si era así, habría que informar inmediatamente al doctor Highley.
Al otro extremo del hilo telefónico, la voz empezó a decir:
—Le habla el detective Cunningham, de la fiscalía del condado de Valley. Lamento decirle que Mrs. Lewis ha muerto de repente. Rogamos le comunique a su médico que mañana le visitará una persona de nuestro departamento.
—¿Que Mrs. Lewis ha muerto?
La voz de Edna se transformó en un desalentado aullido.
—Pero ¿cómo ha ocurrido?
Hubo una pausa.
—Parece que se ha suicidado.
Se interrumpió la comunicación.
Lentamente, Edna colgó el receptor. Aquello no era posible. Simplemente no podía ser posible.
Las citas médicas concertadas para las dos de la tarde llegaron al mismo tiempo: Mrs. Volmer, para el doctor Highley; Mrs. Lashley para el doctor Fukhito. Edna las saludó mecánicamente.
—¿Se encuentra bien, Edna? —Le preguntó, curiosa, Mrs. Volmer—. Parece como si le pasase algo o estuviese usted molesta.
Edna sabía que Mrs. Volmer había hablado algunas veces con Vangie en la sala de espera. Tenía en la punta de la lengua decirle que Vangie había muerto, pero su instinto le aconsejó que primero hablase con el doctor Highley.
Salió la paciente de la una y media. Oyó la voz del médico en el interfono.
—Edna, haga pasar a Mrs. Volmer.
Edna miró a las mujeres. No había modo de hablar por aquel aparatito sin que ellas se enterasen.
—¿Podría pasar un momentito, doctor? Tengo algo que comunicarle.
Sus palabras sonaron muy eficaces, cosa que le agradó, pues era señal de que era capaz de controlarse.
—Sí, por favor, entre.
La voz del médico no parecía muy alegre. Highley estaba un poco harto, pero así y todo podía ser agradable. Así lo había comprobado Edna la noche anterior.
Avanzó por el pasillo todo lo rápidamente que le permitió su pesado cuerpo y llegó resollando a la puerta del médico. Tras llamar, éste le dijo:
—Entre, Edna.
En su voz había cierta irritación.
Tímidamente, Edna abrió la puerta y entró en el despacho.
—Doctor —dijo, apresurada—, supongo que querrá saberlo. Acabo de llamar a Mrs. Lewis, a Vangie Lewis, para concertar una cita. Usted me dijo que quería verla cada semana.
—Sí, sí. Pero, por todos los dioses, cierre la puerta, que todo el hospital se va a enterar de lo que tiene que decirme.
Edna le obedeció rápidamente y, tratando de mantener la voz baja, le dijo:
—Doctor, cuando llamé a la residencia, contestó un detective que me dijo que Mrs. Lewis se había suicidado y que mañana vendrían a verle.
—¿Que Mrs. Lewis…?
La voz del doctor dejaba traslucir el desconcierto.
Ahora que Edna podía hablar, las palabras se le amontonaban en la boca y brotaban como un torrente.
—Estaba tan molesta anoche… ¿No es verdad, doctor? Quiero decir que ambos pudimos advertirlo. Su modo de hablar conmigo y su manera de actuar, como si nada le importase… Pero usted ya debía saberlo. Créame, opino que no pudo hacer usted nada mejor que llevarla hasta su casa, anoche, en su coche. Traté de saludarle, pero usted no me vio. De todas formas, supongo que nadie mejor que usted sabía cómo se encontraba Mrs. Lewis.
—Edna, ¿con cuántas personas ha hablado de esto?
Había algo en el tono de voz del doctor Highley que la hizo sentirse muy nerviosa. Intranquila, evitó mirarle.
—¿Por qué me lo pregunta, señor? Con nadie. Acabo de enterarme ahora mismo.
—¿Me va a decir que no ha hablado de la muerte de Mrs. Lewis ni con Mrs. Volmer, ni con nadie en la recepción?
—Claro que no. Con nadie, señor.
—¿Ni siquiera con el detective, por teléfono?
—No, señor.
—Edna, mañana, cuando venga la policía, usted y yo le diremos todo lo que sabemos sobre el estado mental de Mrs. Lewis. Pero escúcheme ahora. —Y apuntándole con un dedo, se acercó. Involuntariamente, Edna retrocedió—. No quiero que mencione usted el nombre de Mrs. Lewis a nadie, a nadie. ¿Me comprende? La pobre era muy neurótica e inestable. Pero el hecho es que su suicidio puede tener muy malas consecuencias para nuestro hospital. ¿Qué cree usted que van a decir los periódicos cuando se enteren de que era paciente mía? Y de ningún modo quiero que chismorree en la recepción con otras pacientes, algunas de las cuales están en peligro de abortar, ¿me entiende?
—Sí, señor —respondió Edna, temblando.
Debería haber advertido que el doctor pensaría que ella chismorrearía sobre el hecho.
—¿Le gusta a usted su trabajo, Edna?
—Sí, señor.
—Entonces, no hable con nadie. Con nadie, ¿me oye? Ni una sola palabra sobre el caso de los Lewis. Si me entero de que dice tan sólo una letra, la despediré. Mañana, hablaremos con la policía, pero con nadie más. Los problemas mentales de Mrs. Lewis son confidenciales. ¿He hablado con bastante claridad?
—Sí, señor.
—¿Va a salir esta noche con sus amigos? Ya sabe cómo se pone usted cuando bebe.
Edna estaba a punto de llorar.
—Me iré directamente a casa. No me encuentro bien, doctor. Mañana quiero estar bien cuando la policía me interrogue. ¡Pobre Cenicienta!
Hizo pucheros mientras las lágrimas le brotaban con facilidad. Pero entonces vio la expresión del rostro del doctor: estaba furioso, disgustado. Edna se enderezó y se secó los ojos.
—Ahora haré pasar a Mrs. Volmer, doctor. Y no tiene de qué preocuparse. Para mí, este hospital tiene mucho valor. Sé todo cuanto significa su labor para usted y para nuestras pacientes. No diré ni una sola palabra.
Edna pasó el resto de la tarde muy ocupada. Se las arregló para alejar de su cabeza el recuerdo de Vangie, mientras hablaba con las pacientes, concertaba citas futuras, cobraba y les recordaba a las enfermas que se habían retrasado algo en los pagos. Por fin, a las cinco de la tarde, pudo marcharse.
Cálidamente protegida por su abrigo de piel sintética que imitaba a la de un leopardo y con un sombrero que hacía juego, condujo su coche hasta su apartamento, situado en Edgeriver, a nueve kilómetros de distancia.