Mientras el coche patrulla corría hacia la casa de Edgar Highley, Scott, metódicamente, recordó las declaraciones que le habían hecho en las últimas horas Chris Lewis, Gertrude Fitzgerald, Gana Krupshak, Jiro Fukhito, Anna Horan y Maureen Crowley.
En apariencia, todas apuntaban en una misma dirección, el doctor Edgar Highley, y le colocaban bajo la grave sospecha de mal ejercicio de la medicina, abuso de confianza y asesinato.
Hacía menos de tres horas que la mayor parte de estas evidencias circunstanciales apuntaban a Chris Lewis.
Scott pensó en el juego de los palitos chinos al que solía jugar de niño. Uno tenía que quitar los palitos del montón, uno a uno, sin mover el resto. Bastaba con que turbase una fracción de centímetro a los palitos, para perder. Era un juego al que Scott jugaba con mucha destreza. El problema radicaba en que, casi siempre, a pesar de todo el cuidado que tuviese, el montón terminaba por moverse.
Las evidencias circunstanciales eran así: cuando estaban juntas parecían impresionantes. Pero, cuando uno las iba apartando pieza por pieza, se desmoronaban.
Richard estaba sentado a su lado, en el asiento posterior del coche patrulla. Fue debido a la insistencia de éste, al dirigir toda la evidencia contra Edgar Highley, por lo que se encontraban allí corriendo a través de Parkwood, mientras sonaban las sirenas. Richard había hecho que aquella investigación alcanzara una temperatura febril al argüir que Highley destruiría toda evidencia, si sabía que sospechaban de él.
Edgar Highley era un médico importante, un ginecólogo excelente. Mucha gente de categoría se hallaba en deuda con él, debido a los hijos que había traído al mundo. Si el caso se convertía en una caza de brujas, el público y la prensa atacarían a la fiscalía.
—Esto apesta.
Scott no se dio cuenta de que hablaba en voz alta. Richard, sumido en sus pensamientos, se volvió refunfuñando.
—¿Qué es lo que apesta?
—Todo este asunto, esta investigación. Es de suponer que Highley es una mezcla de genio y de asesino. ¿Qué pruebas tenemos, Richard? Gertrude Fitzgerald cree que Highley se acercó a la mesilla de noche para sacar el zapato. Chris Lewis cree que vio fugazmente a Highley en el Essex House. Tú crees que Highley ha hecho milagros médicos. Mira, aunque el gran jurado revoque la acusación, cosa que dudo haga, un buen abogado puede hacer que todo este lío sea sobreseído, sin siquiera juicio. Estoy casi a punto de cambiar de idea.
—¡No!
Richard le cogió por un brazo.
—¡Por Dios santo! ¡Tenemos que conseguir su archivo!
Scott se echó hacia atrás, tirando de su brazo, mientras Richard le decía rápidamente:
—Olvídate de todo lo demás, Scott, salvo del número de muertes por maternidad del hospital Westlake. Eso sólo es razón suficiente para iniciar una investigación.
El coche patrulla dobló una esquina y entró en la elegante sección oeste de Parkwood.
—De acuerdo. Pero recuerda una cosa, Richard: quizá mañana por la mañana los dos lamentemos este viaje —le espetó Scott.
—Lo dudo —dijo Richard cortante.
Deseaba vencer aquella creciente preocupación que le atenazaba el estómago. No tenía nada que ver ni con este momento ni con este caso. Se trataba de Katie. Estaba desesperado e irracionalmente preocupado por Katie. ¿Por qué?
El coche frenó en el garaje.
—Bien, hemos llegado —dijo Scott, amargado.
Los dos detectives que iban sentados en el asiento delantero, saltaron del coche. Cuando Richard se disponía a salir, percibió el movimiento de una cortina tras una ventana situada en el extremo derecho de la casa.
Aparcaron detrás de un coche negro, en cuya matrícula se leían las iniciales del médico. Scott tocó el capó.
—Aún está caliente. Lo que quiere decir que no hace mucho tiempo que está aquí.
El detective más joven, que había conducido el coche, llamó insistentemente a la puerta. Esperaron. Scott saltaba impaciente sobre los pies intentando calentarlos. E, irritado, preguntó:
—¿Por qué no has llamado al timbre? Para eso está.
Entonces, Richard le dijo:
—Él nos estaba vigilando. Sabe que estamos aquí.
El investigador joven se disponía a oprimir el timbre con un dedo, cuando la puerta se abrió y apareció Edgar Highley en el vestíbulo. El primero en hablar fue Scott:
—¿Es usted el doctor Highley?
—Sí.
El tono era frío y cuestionador.
—Soy Scott Myerson, fiscal del condado de Valley, doctor Highley. Tengo una orden de registro. Y es mi deber informarle de que es usted sospechoso de las muertes de Vangie Lewis, Edna Burns y del doctor Emmet Salem. Le asiste el derecho de consultar a un abogado y puede negarse a responder a nuestras preguntas. Cualquier cosa que diga puede utilizarse en contra de usted.
Sospechoso. Ellos no estaban seguros, no habían encontrado a Katie. Todo indicio de evidencia tenía que ser circunstancial.
Se apartó y abrió aún más la puerta para que pasasen. Su voz sonó frágil, con furia contenida, mientras decía:
—No comprendo por qué se produce esta intrusión. Pero les ruego que entren, caballeros. Responderé a todas las preguntas que me hagan. Además, pueden registrar la casa. Sin embargo, debo prevenirles que cuando consulte a un abogado, será para formalizar una acusación contra el condado de Valley y contra cada uno de ustedes personalmente.
Cuando él se marchó del hospital Christ, de Devon, amenazó con una acusación en caso de que se infiltrase cualquier testimonio de la investigación. Y, en su mayor parte, se echó tierra al asunto. Él se las arregló para ver el archivo relativo a su persona en la clínica Queen Mary, de Liverpool. Y allí no había ninguna referencia a aquello.
Les condujo deliberadamente a la biblioteca. Sabía que su figura parecía imponente cuando se sentaba detrás de la impresionante mesa de estilo jacobino. Era vital que los pusiera nerviosos, que les asustara para que no le interrogasen, para que no le agobiasen demasiado.
Con un ademán que apenas disimulaba su desprecio, les indicó el sofá y las butacas de cuero. El fiscal y el doctor Carroll se sentaron. Los otros hombres no lo hicieron. Scott le entregó la declaración impresa Miranda. Con sorna, la firmó.
—Ahora, procederemos a efectuar el registro —dijo el detective mayor educadamente—. ¿Dónde guarda usted sus historiales médicos, doctor Highley?
—Por supuesto, en mi consulta —le respondió—. Sin embargo, les ruego que lo comprueben. En esta mesa hay un archivo que contiene papeles personales.
Se puso de pie, fue hasta el bar y se sirvió un Chivas Regal en un vaso de cristal. Deliberadamente, le añadió hielo y un poquitín de agua, y ni siquiera se molestó en invitar a tomar una copa a los demás. Si hubieran llegado dos minutos antes, él aún habría tenido la carpeta de Katie en el cajón de la mesa. Eran investigadores expertos y notarían el falso fondo del cajón. Pero nunca descubrirían la caja fuerte. A menos que echasen abajo la casa.
Se sentó en la alta butaca tapizada de terciopelo a rayas, cerca de la chimenea, y siguió bebiendo whisky y mirándoles con ojos fríos. Cuando entró por primera vez en la biblioteca, estaba tan embargado con sus problemas que ni siquiera notó el fuego que Hilda había encendido. Ahora ardía espléndidamente. Más tarde, comería la fondue y bebería vino.
Empezaron las preguntas.
—¿Cuándo fue la última vez que vio a Vangie Lewis?
—Como ya le dije a Mrs. DeMaio…
—¿Tiene usted la seguridad, doctor, de que Mrs. Lewis no entró en su consulta el lunes por la noche, después de ver al doctor Fukhito?
—Como ya le dije a Mrs. DeMaio…
No tenían ninguna prueba. No tenían absolutamente ninguna prueba.
—¿Dónde estaba usted el lunes por la noche?
—En casa, aquí donde me ve. Vine a casa después de acabar la consulta.
—¿Recibió alguna llamada telefónica?
—No recuerdo ninguna.
El servicio de contestación no había recibido ningún mensaje el lunes por la noche. Él lo había comprobado.
—¿Estuvo usted en el apartamento de Edna Burns el lunes por la noche?
El doctor Highley sonrió con desdén.
—¿Para qué?
—Nos gustaría tomar unas muestras de su cabello.
Muestras de cabello. ¿Habrían encontrado algunos en Edna o en su apartamento? ¿Y qué decir de Vangie? Pero él había estado en el apartamento de Edna, con la policía, el miércoles por la noche. Vangie siempre llevaba aquel abrigo negro cuando iba a la consulta. Aunque se encontrasen hebras de su cabello cerca de la muerta, siempre podría encontrarse una explicación para ello.
—¿Estuvo usted ayer en el hotel Essex House, después de las cinco de la tarde?
—Claro que no.
—Tenemos un testigo que está dispuesto a jurar que le vio a usted salir de un ascensor del hotel a las cinco más o menos.
¿Quién le habría visto? Al salir del ascensor, miró a su alrededor, en el vestíbulo, asegurándose de que allí no había nadie que le conociera bien. Quizá estaban fingiendo. De todas formas, la identificación ocular no tenía un gran valor.
—Ayer yo no estuve en el Essex House, sino en el Carlyle, en Nueva York. Suelo cenar allí con frecuencia. Y para desgracia mía, mientras me encontraba allí, me robaron el maletín médico.
Les había dado una información gratuita para fingir que quería colaborar con ellos. Había cometido el error de mencionar el nombre de Katie DeMaio. ¿Habría sido lógico decirle a estas personas que ella faltaba del hospital? Era evidente que desconocían que estaba internada allí. La hermana de Katie aún no se había puesto en contacto con ellos. No, no diría nada. Aquello era la confianza y el secreto profesional que existe entre un médico y su paciente. Más tarde, explicaría: «Se lo hubiera dicho, pero, desde luego, supuse que Mrs. DeMaio huyó del hospital a impulsos de la ansiedad nerviosa. Creí que a ella le preocuparía que semejante hecho pudiera pasar a su expediente de trabajo».
Pero había sido una tontería mencionar el robo.
—¿Qué contenía su maletín?
El interés del fiscal parecía superficial.
—Un botiquín de emergencia, algunas medicinas… Nada que justifique el robo.
¿Debería mencionar que contenía carpetas con historiales médicos? No.
El fiscal apenas escuchaba.
Se dirigió al investigador más joven.
—Que se hagan con ese paquete del coche.
¿Qué paquete? Los dedos de Edgar Highley apretaron el vaso. ¿Sería todo ello una treta? Permanecieron sentados en silencio, esperando. El detective regresó y le entregó a Scott un paquetito atado con una goma elástica. Éste quitó la atadura, el papel que lo envolvía y le enseñó al doctor un zapato muy estropeado.
—¿Reconoce usted este mocasín, doctor?
Se mojó los labios. Cuidado. Cuidado. ¿A qué pie pertenecía aquel zapato? Todo dependía de aquello. Se inclinó hacia adelante y lo examinó. Era el zapato izquierdo. El que estaba en el apartamento de Edna. No habían encontrado su maletín.
—¡Claro que no! ¿Por qué tenía que reconocerlo?
—Vangie Lewis, su paciente, lo usó en todo momento durante algunos meses. Solía ir a su consulta varias veces a la semana. ¿Nunca se fijó usted en él?
—Mrs. Lewis usaba un par de zapatos bastante estropeados. Sin duda alguna, no le presto la suficiente atención como para reconocer específicamente un zapato en particular, cuando me lo ponen enfrente.
—¿Oyó usted hablar alguna vez del doctor Emmet Salem?
Highley chascó los labios.
—Es posible. Su nombre me parece familiar. Pero tendría que consultar mis archivos.
—¿No formaba él parte del personal del hospital Christ, de Devon, cuando usted también trabajaba allí?
—Claro que sí. Estaba allí debido a un intercambio entre Estados Unidos e Inglaterra. Por supuesto, sí me acuerdo de él.
¿Cómo es que se habían enterado de lo del hospital Christ?
—¿Visitó usted al doctor Salem, ayer por la tarde, en el Essex House?
—Creo que ya he respondido a esa pregunta.
—¿Sabía usted que Vangie Lewis iba a tener un hijo oriental?
Conque de eso se trataba. Con toda tranquilidad, explicó:
—Mrs. Lewis estaba aterrorizada ante la perspectiva de dar a luz. Esto queda explicado, ¿no creen? Sabía que nadie creería que su marido era el padre de la criatura.
Luego, le preguntaron sobre Anna Horan y Maureen Crowley. Se acercaban. Cada vez se acercaban más. Como perros que husmean y acorralan a su presa.
—Estas dos jóvenes son un típico exponente de las muchas que quieren abortar y, luego, culpan al médico cuando sufren reacciones emocionales. No es raro. Por si lo ignoran, pregúntele a cualquiera de mis colegas.
Richard escuchaba, mientras Scott seguía con el interrogatorio. Deprimido, pensó que el fiscal tenía razón. En su conjunto, todo significaba algo; por separado, todo era refutable y explicable. Y excepto que pudieran explicar las muertes de los casos de maternidad, sería imposible acusar de nada al doctor Edgar Highley y conseguir, además, que dicha acusación fuera razonable.
Highley parecía un hombre muy seguro, muy preparado. Richard intentó pensar cómo su padre, neurólogo, reaccionaría ante las muertes injustas de uno de sus pacientes. ¿Cómo reaccionaría Bill Kennedy? ¿Cómo reaccionaría él, Richard, como persona y como médico? No como este hombre. No con este sarcasmo ni con esta sorna. Se trataba de una actuación. Richard estaba seguro de que Edgar Highley actuaba. Pero, ¿cómo podría probarlo? Con deprimente certeza, sabía que nunca encontraría nada incriminador en los archivos de Highley. El doctor era demasiado listo para esto.
En aquel momento, Scott le preguntó acerca del bebé de los Berkeley.
—Doctor, ¿se ha dado usted cuenta de que Mrs. Elizabeth Berkeley ha dado a luz a una niña con ojos verdes? ¿Existe alguna posibilidad médica de que ello ocurra, cuando tanto sus padres como todos sus abuelos, tienen los ojos negros?
—Yo diría que no. Pero es evidente que Mr. Berkeley no es el padre del niño.
Ni Scott ni Richard habían esperado que lo admitiera.
—Ello no quiere decir que yo sepa quién es el padre —dijo sin inmutarse Edgar Highley—. Aunque tengo serias dudas de que sea de la incumbencia del ginecólogo ocuparse de esa clase de materias. Si mi paciente desea decirme que su esposo es el padre de su hijo, que lo haga.
«¡Qué vergüenza!», pensó el doctor Highley. Tendría que diferir la llegada de la fama un poco más. Ahora no podría admitir el éxito que había obtenido con el bebé de los Berkeley. Pero ya cosecharía otros éxitos.
Scott miró a Richard, suspiró y se puso de pie.
—Cuando vaya usted mañana a su consulta, doctor Highley, se enterará de que nos hemos apropiado de todos los archivos de su hospital y de su despacho. Estamos muy interesados en el número de muertes por dar a luz del hospital Westlake. Este asunto está bajo una intensiva investigación.
Pisaba terreno seguro.
—Les invito a que hagan la investigación más minuciosa de todos los historiales médicos de mis pacientes —dijo el doctor Highley—. Puedo asegurarles que la proporción de muertes por maternidad, en el hospital Westlake, es notablemente baja, debido a los muchísimos casos de que nos ocupamos.
El olor de la fondue llenaba la casa. Deseaba comer. Tenía mucha hambre. Y, a menos que lo removiera, sin duda alguna se quemaría. Sólo unos minutos más.
Sonó el teléfono.
—Dejaré que el servicio de contestación tome el mensaje —dijo.
Pero, entonces, supo que no podía obrar así. Indudablemente, le llamarían desde el hospital para comunicarle que Mrs. DeMaio aún no había llegado a su casa y que su hermana estaba frenética. Aquélla sería una estupenda oportunidad para decir al fiscal y al doctor Carroll que Katie había desaparecido.
—Le habla el doctor Highley.
—Le habla el teniente Weingarden de la comisaría Diecisiete de Nueva York, doctor. Acabamos de detener a un hombre que responde a la descripción de la persona que, anoche, robó un maletín del portamaletas de su coche.
El maletín.
—¿Lo han recuperado?
Algo en su voz le traicionaba. El fiscal y el doctor Carroll le observaban con curiosidad. El fiscal se acercó a la mesa y, sin disimulo, cogió la otra extensión del teléfono.
—Sí, hemos recuperado su maletín, doctor. Y de eso precisamente se trata. Algunas de las cosas que hemos hallado dentro del mismo, podrían dar origen a unas acusaciones mucho más serias que la de robo. ¿Podría describirme el contenido del maletín, doctor?
—Algunas medicinas, ya sabe, casi todas de carácter esencial, un botiquín de urgencias.
—¿Qué sabe usted de una carpeta relativa a una enferma de la consulta del doctor Emmet Salem, de un pisapapeles pegajoso que parece ensangrentado y de un zapato viejo?
Sintió sobre sí la duda y la inquisitiva mirada del fiscal.
Cerró los ojos. Cuando habló, su voz pareció notablemente controlada.
—¿Está usted bromeando?
—Es lo que pensé que me iba a decir, señor. Estamos trabajando en colaboración con la fiscalía del condado de Valley en lo referente a la sospechosa muerte que ayer tuvo el doctor Emmet Salem. Ahora, llamaré al fiscal. Parece posible que el sospechoso haya matado al doctor Salem cuando iba a robarle. Gracias, señor.
Entonces, oyó cómo Scott Myerson le ordenaba al policía de Nueva York:
—¡No cuelgue!
Lentamente, colocó el auricular sobre el receptor. Todo había acabado. Ahora que ya tenían el maletín, todo había acabado. Cualquier oportunidad que hubiese tenido de salir de aquel enredo, liberándose así de la investigación, había desaparecido.
El pisapapeles pegajoso con la sangre de Emmet Salem, la carpeta médica de Vangie Lewis que estaba en contradicción con la información del archivo de su consulta, el zapato… Aquel miserable y sucio zapato.
Si el zapato casaba con el otro…
Bajó la vista y la clavó en sus pies. Contempló objetivamente la pátina que había sobre sus hermosos zapatos de cordobán inglés.
Ahora no se detendrían ante nada, hasta que encontrasen las carpetas auténticas. Si el zapato te queda bien, póntelo.
Los mocasines nunca le habían quedado bien a Vangie Lewis. Pero la suprema ironía era que a él sí le quedaban bien. Con la misma certeza que si hubiese caminado con ellos puestos, aquel calzado le unía a las muertes de Vangie Lewis, Edna Burns y Emmet Salem.
Una risa histérica le corría por dentro y hacía temblar a su estólido esqueleto. El fiscal terminó de hablar por teléfono y con voz normal le dijo:
—Doctor Highley, queda usted detenido por el asesinato del doctor Emmet Salem.
Edgar Highley observó cómo el detective que estaba sentado a la mesa, se ponía de pie con presteza. Hasta ahora, no había advertido que aquel hombre había estado tomando notas. Entonces, vio cómo sacaba un par de esposas del bolsillo.
Esposas, cárcel, juicio. Muchísimas personas dando su opinión sobre él. Él, que había conquistado el acto esencial de la vida, el proceso del nacimiento, era un prisionero común.
Se puso de pie. Aquella fuerza indomable volvía a él. Había hecho una operación. A pesar de su brillantez, ésta había fallado. El paciente estaba clínicamente muerto. No había otra cosa que hacer, salvo apagar los aparatos que ayudaban a sostener la vida.
El doctor Carroll le miraba con curiosidad. Desde que se conocieron, el miércoles por la noche, aquél le había sido hostil. De alguna forma, Edgar Highley estaba seguro de que Richard Carroll había sido quien sospechaba de él. Pero él ya tenía la venganza. La muerte de Katie DeMaio sería la venganza contra Richard Carroll.
El detective se aproximaba. En las esposas, brilló por un momento el fuego de la chimenea.
Le sonrió educadamente.
—Acabo de acordarme de que tengo unos cuantos historiales médicos que pueden interesarles —dijo.
Se acercó a la pared y apretó el resorte que mantenía el panel en su sitio. Éste se deslizó y, mecánicamente, el doctor abrió la caja fuerte. Aún tenía tiempo de coger las carpetas y tirarlas a la chimenea. El fuego que Hilda había encendido ardía con una llama muy viva. Antes de que pudieran detenerle, se desprendería de sus papeles más importantes.
No. Sería mejor que conocieran su genio y lamentaran su pérdida.
Sacó las carpetas de la caja y las colocó en la mesa. Todos le miraban fijamente. Carroll se aproximó a la mesa. El fiscal aún tenía una mano en el teléfono. Un detective esperaba con las esposas. El otro acababa de entrar de nuevo en la habitación. Quizá había registrado la casa y sus posesiones. Perros que acorralaban a su presa.
—¡Ah! ¡Hay otro caso que querrán conocer!
Se acercó a la mesa que había junto a la butaca que estaba al lado de la chimenea y cogió el whisky. Volvió a la caja fuerte y bebió. En el fondo de la caja fuerte estaba el vial. Lo había colocado allí el lunes por la noche, por si tenía que usarlo algún día, en el futuro. El futuro era ahora. Nunca esperó acabar de esta manera, pero aún estaba en la total posesión de la vida y de la muerte. La suprema decisión sólo podía tomarla él.
Un olor a algo quemado impregnaba la casa. Lamentó que fuera la fondue.
Al llegar junto a la caja, obró con presteza. Abrió el vial y echó los cristales de cianuro en el vaso; mientras la comprensión se reflejaba en el rostro de Richard, alzó el vaso fingiendo un brindis.
—¡No!
Richard gritó y corrió desde un extremo a otro de la habitación, mientras Edgar Highley se llevaba el vaso a los labios y se bebía el contenido. De un golpe, Richard tiró el vaso a un lado, mientras el médico caía, aunque ya sabía que era demasiado tarde. Los cuatro hombres observaron fútil e inútilmente, mientras los gritos y gruñidos de Highley se apagaban en un silencio sobrecogedor.
—¡Dios mío! —exclamó el detective más joven; y salió de la biblioteca con el rostro pálido.
—¿Por qué lo ha hecho? —Preguntó el otro detective—. ¡Qué forma tan espantosa de morir!
Richard se inclinó sobre el cuerpo. El rostro de Edgar Highley estaba contraído, la espuma le quemaba los labios, los sobresalientes ojos grises estaban abiertos y fijos. ¡Y pensar que podría haber hecho tanto bien!, pensó Richard. Sin embargo, había sido un genio egocéntrico y usó el don que Dios le dio para experimentar con la vida.
—Tan pronto como me puse al habla con el policía de Nueva York, él supo que ya no podría mentir ni salir de ésta —dijo Scott—. Tenías razón, Richard.
Richard se enderezó, fue hasta la mesa y leyó los nombres de las carpetas: Berkeley. Lewis.
—Estos eran los archivos que estábamos buscando.
Abrió el de Berkeley. La primera página comenzaba así:
Elizabeth Berkeley, 29 años de edad. Hoy se ha convertido en paciente mía. Nunca concebirá un hijo propio. He decidido que será mi próxima paciente extraordinaria.
—Esto es parte de la historia de la medicina —dijo Richard, sereno.
Scott estaba de pie, junto al cadáver, y farfulló:
—Y pensar que este loco era el médico de Katie.
Richard levantó la vista, dejó de leer el archivo y preguntó:
—¿Qué has dicho? ¿Quieres decir que Highley trataba a Katie?
—Ella tuvo una cita con él, el miércoles —replicó Scott.
—¿Que ella tuvo qué?
—Me lo contó por casualidad cuando…
El teléfono le interrumpió. Scott lo cogió.
—Dígame.
Luego, añadió:
—Lo siento, pero no le habla el doctor Highley. ¿Quién le llama, por favor?
La expresión de su rostro cambió. Se trataba de Molly Kennedy.
—¡Molly!
Richard le miró y la aprensión le tensó los músculos del cuello. Mientras, Scott decía:
—No, no puedo pasarte al doctor Highley. ¿De qué se trata?
Se quedó escuchando y, luego, cubrió el auricular con la mano al tiempo que decía:
—¡Dios mío! ¡Highley hizo que Katie ingresase hoy en el hospital Westlake y ella no está allí!
Richard le arrancó el teléfono de las manos.
—Molly, ¿qué ha pasado? ¿Por qué ingresó Katie? ¿Qué quieres decir con eso de que Katie no está allí?
Se quedó escuchando.
—¡Vamos, Molly! Katie nunca se marcharía de un hospital. ¡Tú deberías de saberlo! Espera.
Soltó el auricular y buscó rápidamente entre las carpetas que había encima de la mesa. Entre las últimas del montón, encontró la que temía ver: DeMaio, Kathleen. La abrió y la leyó con la mayor prisa posible, mientras su rostro palidecía.
Con la calma de la desesperación, cogió el teléfono y dijo:
—Dile a Bill que se ponga, Molly.
Mientras Scott y los detectives escuchaban, dijo:
—Bill, Katie se está desangrando en algún sitio del hospital Westlake. Llama al laboratorio del Westlake. Necesitaremos una botella de sangre O negativa en cuanto encontremos a Katie. Diles que se preparen para hacer un análisis de sangre y averiguar el recuento de hemoglobina, hematocritos y grupo sanguíneo. Y que preparen inmediatamente cuatro unidades de otras sangres que se puedan poner mediante transfusión y un quirófano.
Cortó la comunicación.
«Increíble —pensó—. Uno todavía puede funcionar, sabiendo que ya es demasiado tarde».
Se volvió al detective que estaba en la mesa.
—Llama al hospital y di a la patrulla que efectúa el registro que salga del despacho de Highley y empiece a buscar a Katie. Diles que busquen en todas partes: en todas las habitaciones, en todos los armarios empotrados. Haz que les ayude todo el personal del hospital. Un solo segundo es vital.
Sin esperar a que le dieran instrucciones, el detective más joven salió corriendo para poner en marcha el coche, mientras Scott decía:
—¡Vámonos, Richard!
Este cogió la carpeta de Katie.
—Tenemos que saber todo lo que le ha hecho a ella.
Por un instante, miró el cadáver de Edgar Highley. Por culpa de unos segundos, había llegado demasiado tarde para evitar su muerte. ¿Sería también demasiado tarde para salvar a Katie?
Se metió con Scott en el asiento posterior del coche patrulla, que corrió a toda velocidad a través de la noche. Hacía más de una hora que Highley había inyectado a Katie la heparina. Y aquel medicamento actuaba con mucha rapidez.
«Katie —pensó—. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué creías que tenías que pasarlo todo tú sola, Katie? Nadie puede. Qué bien podríamos vivir los dos juntos, Katie. ¡Oh, Katie! Podríamos tener lo que Bill y Molly tienen. ¡Está esperándonos! Katie, tú también lo pensabas así y has luchado contra ello. ¿Por qué, por qué? Te hubiera bastado con confiar en mí, con decirme que te trataba Highley. Nunca te hubiera dejado acercarte de nuevo a él. ¿Por qué no me di cuenta de que estabas enferma? ¿Por qué no te obligué a decírmelo? Te necesito, Katie. No te mueras, Katie. Espera. Déjame encontrarte. No te vayas, Katie...».
Habían llegado al hospital. Los coches patrulla rugían mientras entraban en el aparcamiento. El grupo subió las escaleras hasta llegar al vestíbulo. Phil, con una cara en la que se marcaban las arrugas de la preocupación, estaba al mando de la búsqueda.
Bill y Molly entraron corriendo en el vestíbulo. Molly lloraba y Bill estaba completamente sereno.
—John Pierce viene hacia aquí. Es el mejor hematólogo de Nueva Jersey. Además, aquí tienen mucha sangre y podemos coger más en el banco de sangre. ¿La has encontrado?
—Aún no.
Las puertas de la escalera de incendio que estaban medio entornadas, se abrieron de golpe. Un joven policía entró corriendo.
—Está en el piso del depósito de cadáveres. Pero creo que está muerta.
Segundos después, Richard la acunaba en sus brazos. La piel y los labios de Katie eran de color ceniza y Richard no sentía latir su corazón.
—Katie, Katie.
Bill le cogió por un hombro.
—Vamos arriba. No debemos perder ni un minuto, si es que se puede hacer algo.