Scott tenía el mocasín en la mano. Richard, Charley y Phil estaban sentados alrededor de su mesa.
—Intentemos juntar todos los datos que conocemos —dijo Scott—. Vangie Lewis no murió en su casa. La llevaron allí entre la medianoche y las once de la mañana del día siguiente. El último sitio donde se la vio, fue en la consulta del doctor Fukhito, en el hospital. El lunes por la noche, Vangie llevaba puestos dos mocasines. Perdió uno de ellos en el hospital y Edna Burns lo encontró. La persona que llevó a Vangie a su casa le calzó otros zapatos intentando ocultar el que faltaba. Edna Burns lo encontró y habló de ello. Y por eso Edna Burns murió.
Hizo una pausa.
—Emmet Salem quiso ponerse en contacto contigo, Richard. Quería hablarte de la muerte de Vangie. Cuando llegó a Nueva York, cayó o lo arrojaron desde la ventana de su habitación, y murió a los pocos minutos. La carpeta que llevaba sobre Vangie Lewis desapareció.
Richard le interrumpió.
—Y Chris Lewis jura que vio a Edgar Highley en el Essex House.
—Lo cual puede ser verdad o no —le apuntó Scott.
—Pero el doctor Salem sabía lo del escándalo del Christ —dijo Richard—. E Highley no quería que eso saliese a la luz precisamente ahora, cuando recibía el reconocimiento público.
—Ése no es motivo para matar —dijo Scott.
—¿Y qué me dices de cuando Highley intentó sacar el zapato de la mesita de noche de Edna? —le preguntó Charley.
—Eso no lo sabemos. Esa mujer del hospital afirma que le vio abrir el cajón, pero no tocó nada —refunfuñó Scott—. Nada tiene pies ni cabeza. Nos ocupamos de un médico famoso y no podemos echarle el guante porque se viera implicado en un escándalo que sucedió hace diez años. El gran problema es encontrar el motivo. Highley carecía de motivos para matar a Vangie Lewis.
El interfono sonó y Scott lo puso en funcionamiento. Se oyó la voz de Maureen que anunciaba:
—Ha llegado Mrs. Horan.
—De acuerdo, que pase. Quiero que toméis nota de cuanto diga —ordenó Scott.
Richard se inclinó hacia adelante: ésta era la mujer que había presentado una acusación de mal ejercicio de la medicina contra Edgar Highley.
Se abrió la puerta y una joven mujer que precedía a Maureen entró en el despacho. Era una japonesita que tendría poco más de veinte años. El pelo le caía lacio sobre los hombros. El lápiz de labios rojo brillante que usaba, daba una nota incongruente a aquella piel amarillenta. Su forma de andar, delicada y grácil, hacía que pareciera como si flotase, aun con el traje barato con pantalones que llevaba.
Scott se puso de pie.
—Le agradecemos mucho que haya venido e intentaremos no entretenerla demasiado, Mrs. Horan. ¿Quiere sentarse?
Mrs. Horan se sentó y asintió. Era evidente que estaba nerviosa. Se humedeció los labios y, deliberadamente, cruzó las manos sobre el regazo. Maureen ocupó un sitio a su lado y abrió el bloc de taquigrafía.
—¿Quiere usted decirnos su nombre y su dirección? —le preguntó Scott.
—Soy Anna Horan y vivo en el cuatrocientos quince de Walnut Street, en Ridgefield Park.
—¿Es usted o ha sido paciente del doctor Edgar Highley?
Richard se volvió con presteza al oír que Maureen se quedaba sin resuello. Pero la chica se recobró enseguida; y, bajando la cabeza, siguió tomando nota. El rostro de Anna Horan se endureció.
—Sí, fui paciente de ese asesino.
—¿Ese asesino? —preguntó Scott.
Las palabras de la mujer brotaron ahora como un torrente.
—Fui a verle hace cinco meses. Estaba embarazada. Mi esposo estudia segundo año de Derecho. Vivimos de lo que yo gano. Y yo decidí que necesitaba abortar. No quería hacerlo, pero pensé que no me quedaba otro remedio.
Scott suspiró.
—Y el doctor Highley la hizo abortar, tras pedírselo usted. Y, ahora, le culpa usted, ¿no?
—No, eso no es cierto. Me dijo que volviese al día siguiente y así lo hice. Me llevó a un quirófano del hospital. Me dejó allí. Y yo supe que, sin saber cómo, nos las íbamos a arreglar. Yo quería tener a mi hijo. El doctor Highley volvió. Yo estaba sentada y le dije que había cambiado de idea.
—Y, probablemente, entonces, él le dijo que una de cada dos mujeres piensan lo mismo en ese momento.
—Él me ordenó: «Tiéndase». Y me obligó a que me acostara en la mesa.
—¿Había otra persona en el quirófano? ¿Una enfermera, por ejemplo?
—No, sólo el doctor y yo. Y le dije: «Doctor, yo sé lo que digo y…».
—Y usted dejó que la convenciera, ¿no es cierto?
—No, no. Ignoro lo que pasó. Me puso una inyección, mientras yo intentaba levantarme. Cuando me desperté, estaba en una camilla. La enfermera me dijo que todo había acabado ya y que debía descansar durante un rato.
—¿Y no recuerda usted lo que él hizo?
—No recuerdo nada, no recuerdo nada. De lo único que me acuerdo es de que intentaba marcharme.
Las palabras empezaron a atropellarse en su boca.
—Yo quería salvar a mi hijo. Yo quería a mi hijo. Y el doctor Highley me lo quitó.
Un grito crispado y doloroso resonó tras los sollozos lastimeros de Anna Horan. El rostro de Maureen estaba contraído y su voz era un lamento.
—Eso fue exactamente lo que me hizo a mí.
Richard se quedó mirando fijamente a las dos mujeres que lloraban: la japonesita y Maureen. Maureen con su cabello pelirrojo-dorado y sus ojos verde esmeralda. Y, con absoluta certeza, supo dónde había visto aquellos ojos antes.