Él encendió una luz. A través de una nebulosa, Katie vio su cara angulosa, sus ojos desorbitados que la miraban, su piel que brillaba de sudor y el pelo color arena que le caía desordenado sobre la frente.
Katie se las arregló para ponerse de pie. Se hallaba en una especie de sala de espera. Hacía mucho frío. A sus espaldas, había una gruesa puerta de acero. Se apoyó contra ella.
—Usted me ha facilitado mucho la labor, Mrs. DeMaio.
Ahora, le sonreía.
—Todo el mundo que la conoce bien, sabe que a usted le aterrorizan los hospitales. Cuando la enfermera Renge y yo hagamos la ronda, dentro de unos minutos, supondremos que usted se marchó del hospital. Llamaremos a su hermana. Pero ella no regresará a su casa hasta dentro de unas horas, ¿no es así? Por consiguiente, no empezaremos a buscarla a usted dentro del hospital hasta que haya transcurrido mucho tiempo. Sin duda nadie pensaría en buscarla en este sitio.
Hizo una pausa.
—Un anciano ha fallecido esta noche en la sala de urgencias y está en uno de los depósitos. Mañana por la mañana, cuando el enterrador venga a buscar el cuerpo, la encontrará a usted. Y quedará muy claro lo que le sucedió: tuvo usted una hemorragia y se puso nerviosa. Estaba desorientada y casi en un estado de coma. Por desgracia, vino hacia aquí sin saber hacia dónde se encaminaba y murió desangrada.
—¡No!
El rostro de él se desvanecía. Katie se sentía muy mareada, estaba a punto de desmayarse.
Él pasó por el lado de Katie, abrió la puerta de acero y la empujó. Sostuvo a Katie para que no se cayera, pero ella se desmayó. Se arrodilló a su lado y le inyectó heparina. Era probable que no volviese a recuperar la conciencia. Y, aunque lo hiciera, no podría salir. De este lado para acá, la puerta no se podía abrir. La miró ensimismado. Luego se puso de pie y se quitó el polvo que ensuciaba sus pantalones. Por fin había acabado con Katie DeMaio.
Cerró la puerta de acero que separaba las cámaras frigoríficas de la zona de recepción del depósito de cadáveres y apagó la luz.
Con cuidado, abrió la puerta, que daba al pasillo y salió por allí apresuradamente. Se dirigió al aparcamiento del hospital por la misma puerta por la que había entrado un cuarto de hora antes.
Unos minutos después, bebía un cappuccino tibio y se negó a aceptar la invitación de la camarera para traerle otro caliente.
—Me llevó mucho más tiempo hablar por teléfono de lo que esperaba —explicó—. Y, ahora, tengo que darme prisa en regresar al hospital. Tengo una paciente que me tiene muy preocupado.