Katie fue haciendo zigzags por el pasillo. ¿Sabría él dónde estaba el interruptor de la luz? ¿Se atrevería a encenderla? ¿Y si daba la casualidad de que había alguien más allí, abajo? ¿Debería ella intentar gritar?
Él conocía este hospital. ¿Hacia dónde podría ir ella? Había una puerta al final del pasillo, la más lejana. Quizá él abriese las otras antes, quizá ella pudiera encerrarse en algún sitio.
A lo mejor, Katie no se fijaba en las puertas que quedaban a los lados. Pero, si seguía corriendo en línea recta, tendría que llegar al extremo más lejano. Y en su centro estaba la puerta.
El dedo le sangraba. Trataría de restregar la sangre en la puerta. Cuando la enfermera hiciera la ronda, empezarían a buscarla y quizá notarían las manchas de sangre.
Él permaneció quieto intentando escuchar hacia dónde se dirigía Katie. ¿Vería una sombra cuando la puerta se abriese? Katie extendió una mano y tocó una fría pared. ¡Oh, Dios mío! ¡Haz que encuentre la puerta! Pasó la mano por la pared hasta que tocó un marco.
A sus espaldas, oyó el débil sonido de unos pasos sigilosos. Él había abierto la primera puerta. Pero, ahora, no se molestaría en buscar en aquella habitación. Se daría cuenta de que, como no podía oír ningún ruido, ella no había intentado abrir aquella puerta.
La mano de Katie tocó el pomo. Lo hizo girar restregando deliberadamente el dedo cortado contra aquél. Un pesado olor a formol le llenó la nariz. A sus espaldas, oyó el ruido de unos pies que se apresuraban. Demasiado tarde. Demasiado tarde. Intentó cerrar la puerta, pero alguien la abrió de golpe. Katie tropezó y cayó. Estaba muy mareada, muy mareada. Intentó levantarse. Sus manos tocaron una pierna cubierta con un pantalón.
—Todo se acabó ya, Katie —dijo el doctor Highley.