Antes de que Katie colgase, se las arregló para decirle a Molly lo del accidente y sugerirle que comiesen juntas. Pero Jennifer, su hija de doce años, y los gemelos de seis, se encontraban en casa, recuperándose de la gripe:
—Jennifer ya está bien, pero no me gustaría dejar solos a esos muchachos lo bastante como para que me volcasen el cubo de la basura —contestó Molly y añadió que iría a recoger a Katie, y la llevaría después a su casa.
Mientras esperaba, Katie tomó un baño rápido y se las arregló para lavarse y secarse el pelo con el secador, usando sólo el brazo derecho. Luego, se puso un grueso suéter de lana y unos pantalones de tweed muy bien cortados. El suéter rojo le daba algo de color a su rostro; llevaba el pelo suelto justo sobre el cuello. Mientras se bañaba y se vestía, intentó racionalizar la alucinación de la noche pasada.
¿Habría estado de verdad de pie frente a la ventana? ¿Sería sólo parte del sueño? Quizá la persiana se soltó y se enrolló despertándola de la pesadilla. Cerró los ojos cuando aquella escena volvió a aparecer en su conciencia. Parecía tan real: la luz del portamaletas brilló directamente sobre aquellos ojos fijos, sobre el largo pelo y las arqueadas cejas. Durante un instante, todo pareció muy claro. Aquello era lo que la asustaba: la claridad de la imagen. Hasta en el sueño aquel rostro le era conocido.
¿Le hablaría a Molly de esto? Claro que no. Últimamente, Molly estaba muy preocupada con ella.
—Estás muy pálida, Katie. Trabajas demasiado. Has perdido la alegría.
Molly la había obligado a aceptar que la operasen.
—No puedes permitir que semejante cosa te ocurra indefinidamente. Esas hemorragias pueden ser peligrosas, si las dejas.
Luego, añadió:
—Debes darte cuenta de que eres una mujer joven, Katie. Deberías tomar unas vacaciones de verdad, marcharte.
En el exterior de la casa se oyó, muy fuerte, un claxon, mientras Molly frenaba su camioneta llena de parches. Haciendo un esfuerzo, Katie se puso una chaqueta de castor, se subió el cuello por encima de las orejas y salió con toda la prisa que le permitían sus hinchadas rodillas. Molly se inclinó, le abrió la puerta del coche, le dio un beso y la miró con ojos críticos.
—La verdad es que no se puede decir que estés rozagante. ¿Son graves las heridas?
—Podía haber sido mucho peor.
El vehículo olía vagamente a mantequilla de cacahuetes y a chicle de hacer globos. Era un olor familiar y reconfortante, y Katie empezó a sentirse mejor. Pero aquel estado de ánimo desapareció inmediatamente cuando Molly dijo:
—El vecindario está hecho un lío. La gente de tu departamento ha bloqueado la casa de los Lewis. Y un detective, también de tu departamento, está haciendo preguntas a todo el mundo. Me cogió precisamente cuando me marchaba. Le dije que era tu hermana y repetimos el número de que eras maravillosa.
Katie dijo:
—A lo mejor era Phil Cunningham o Charley Nugent.
—Era un tipo grande, de cara llenita, agradable.
—Ése es Phil Cunningham. Es un buen hombre. ¿Qué clase de preguntas hacía?
—Bastante rutinarias: si habíamos notado la hora en que marchó o en que regresó… Ya sabes, de esa clase.
—¿Y tú lo notaste?
—Cuando los gemelos están enfermos e insoportables no me daría cuenta de nada, ni aunque Robert Redford se mudase a la casa de al lado. De todas formas, apenas se ve la casa de los Lewis en un día soleado. Ya me dirás cómo la íbamos a ver de noche y con una tormenta.
En aquel momento, pasaban sobre el puente de madera justo antes de girar hacia Winding Brook Lane. Katie se mordió el labio.
—Molly, ¿quieres dejarme frente a la casa de los Lewis, por favor?
Molly se volvió asombrada.
—¿Por qué?
Katie intentó sonreír.
—Bien soy ayudante del fiscal y ello es una buena razón. Además, soy consejera del departamento de policía de Chapin River. Normalmente, no tendría que ir. Pero ya que me encuentro aquí, creo que es mi deber.
El coche fúnebre del despacho del médico forense acababa de situarse en el sendero que conducía al garaje de la casa de los Lewis. Richard estaba en el umbral observando. Cuando Molly frenó, se acercó al coche. Con presteza, Molly explicó:
—Katie va a comer conmigo y pensó que debería haceros una visita. ¿Por qué no vienes tú también a comer con nosotros? Si puedes, claro.
Richard aceptó, ayudó a Katie a bajar del coche y dijo:
—Me alegro de verte aquí. Hay algo en todo este asunto que no me gusta.
Ahora que Katie estaba a punto de ver a la mujer muerta, sintió que la boca se le quedaba seca. Se acordaba de la imagen del rostro en su sueño.
Richard dijo:
—El marido está dentro.
—Yo le conozco, tú también debes conocerle. Me lo presentaron en la fiesta de Año Nuevo que dio Molly. Pero, ahora que me acuerdo, tú llegaste un poco tarde y ellos se marcharon antes de que tú entrases.
Richard dijo:
—Muy bien, ya hablaremos de todo esto más tarde. Ésta es la habitación.
Katie se obligó a mirar el rostro ya conocido, y lo reconoció al instante. Tembló y cerró los ojos. ¿Se estaría volviendo loca?
—¿Te encuentras bien, Katie? —le preguntó Richard sin rodeos.
¿Qué clase de boba era ella?
—Me encuentro perfectamente bien —dijo; y su voz sonó bastante normal a sus propios oídos—. Me gustaría hablar con el capitán Lewis —añadió Katie.
Cuando llegaron a la biblioteca, la puerta estaba cerrada. Sin llamar, Richard la abrió con sigilo. Chris Lewis hablaba por teléfono dándoles la espalda. El tono de su voz era bajo, aunque claro.
—Ya sé que es increíble, pero te lo juro, Joan, ella no sabía nada de lo nuestro.
Richard cerró la puerta sin hacer ruido, y él y Katie se miraron en silencio Luego, ella dijo:
—Le diré a Charley que se quede aquí. Voy a recomendarle a Scott que hagamos una investigación a fondo.
Scott Myerson era el fiscal.
—Yo mismo me ocuparé de hacer la autopsia tan pronto como llegue el cadáver. En cuanto tengamos la seguridad de que ha sido el cianuro lo que la mató, mejor será que empecemos a averiguar cómo se hizo con él. Vamos, y procuremos no demorarnos mucho en casa de Molly.
La casa de Molly, como su coche, era un paraíso de normalidad. Katie la visitaba con frecuencia para tomarse un vaso de vino o cenar cuando iba a su casa al salir del trabajo El olor de la buena comida que se cocinaba, los pies de los niños golpeando la escalera, el volumen a toda marcha de la televisión, las ruidosas voces infantiles, gritando y peleándose, eran para ella como volver a entrar en el mundo real, después de pasarse el día entero tratando con asesinos, secuestradores, carteristas, gamberros, pervertidos, incendiarios, rateros y chulos. Pero, a pesar de lo mucho que quería a los Kennedy, aquellas visitas hacían que Katie apreciase la tranquila paz de su propio hogar, con la excepción, por supuesto, de aquellas veces en que ella sentía que le pesaba la soledad y trataba de imaginarse cómo sería su vida si John estuviese aún vivo y hubieran empezado a tener niños.
—¡Katie! ¡Doctor Carroll!
Los gemelos llegaron dando saltos a saludarles.
—Katie, ¿has visto los coches de la policía? ¡Algo debe de haber pasado en casa del vecino!
Peter, que era diez minutos mayor que su hermano gemelo, era siempre el portavoz de los dos.
—¡Sí, justo en la casa del vecino! —añadió John.
Molly los llamaba Peter y su eco.
—¡Perdeos de vista, vosotros, y dejadnos tranquilos mientras comemos!
—¿Dónde están los otros niños? —preguntó Katie.
—Gracias a Dios, Billy, Diana y Moira hoy fueron al colegio —respondió Molly—. Jennifer está en la cama. Acabo de ir a su dormitorio y se ha dormido otra vez. La pobrecilla se siente muy mal.
Se sentaron a la mesa de la cocina, que era grande y alegremente cálida. Molly sacó la comida del horno, ofreció de beber, cosa que no aceptaron, y sirvió café. Katie pensó que su hermana cocinaba muy bien. Todo cuanto hacía tenía un sabor excelente. Pero cuando Katie intentó comer, se dio cuenta de que no podía tragarse ni un bocado. Miró a Richard. Éste había puesto mostaza picante en su comida y la ingería con evidente satisfacción. Katie le envidió el distanciamiento que poseía en relación con su trabajo. En un aspecto aún era capaz de gozar de un buen plato; en otro, Katie estaba segura de que pensaba en el caso de los Lewis. Tenía la frente arrugada y el mechón de pelo castaño que le colgaba estaba alborotado, sus ojos azul-gris parecían pensativos; y sus inmensos hombros se inclinaban hacia adelante, mientras con dos dedos tamborileaba en la mesa. Katie hubiera apostado cualquier cosa a que ambos se hacían la misma pregunta: ¿con quién hablaba por teléfono Chris Lewis?
Se acordó de la única conversación que ella había tenido con Chris: fue en aquella fiesta de Año Nuevo, e intercambiaron opiniones sobre secuestros de aviones. Él parecía interesante, inteligente, agradable. Su aspecto de hombre duro le hacía ser muy atractivo. También se acordó de que, tanto él como Vangie, se encontraban en todo momento en extremos opuestos del salón, lleno hasta los topes. Chris no mostró ningún entusiasmo cuando ella, Katie, le felicitó por el hijo que iban a tener.
—Molly, ¿qué impresión tenías tú de los Lewis? Quiero decir, ¿de la relación que había entre ambos? —le preguntó Katie a su hermana.
Molly parecía perturbada.
—Sinceramente, creo que era un desastre. Vangie estaba tan obsesionada con su embarazo, que cada vez que venían a vernos, hacía que la conversación girase sobre el niño, cosa que, sin duda alguna, le molestaba a él. Y dado que yo tuve que ver algo con el embarazo, me preocupaba bastante.
Richard dejó de tamborilear con los dedos y se irguió.
—¿Que tú tuviste que ver con qué?
—Quiero decir… Bueno, Katie, tú ya me conoces. El día que se mudaron, el verano pasado, fui a conocerles inmediatamente y les invité a cenar. Así lo hicieron. Vangie me dijo enseguida cuánto deseaba tener un hijo y cuánto le molestaba el hecho de que sus mejores años para tenerlo ya habían pasado. Acababa de cumplir los treinta.
Molly bebió un trago de bloody mary y miró con tristeza la copa vacía.
—Le hablé de Liz Berkeley. No pudo concebir hasta que fue a ver a un ginecólogo que parece experto en cuestiones de fertilidad. Además, Liz acababa de dar a luz a una niñita y, claro, estaba extasiada. En resumen, que le hablé a Vangie del doctor Highley. Fue a visitarle y a los pocos meses se quedó embarazada. Pero, desde entonces, cuánto he lamentado no haberme sabido callar a tiempo.
—¿El doctor Highley?
Molly asintió.
—Sí, el que te va a…
Katie movió la cabeza y la voz de Molly se desvaneció.