Scott Myerson estaba más cansado que de mal humor. Desde que se encontró el cadáver de Vangie Lewis, el martes por la mañana, habían muerto otras dos personas. Muy decentes las dos: una recepcionista sumamente eficaz que se merecía unos años de libertad, tras ayudar y cuidar a sus ancianos padres; y un médico que estaba llevando a cabo una verdadera contribución a la medicina.
Ambos habían muerto porque él no se movió con suficiente rapidez. Chris Lewis era el asesino, Scott no dudaba de ello. La tela de araña que envolvía a Lewis era irrompible. ¡Qué distinto hubiera sido todo, si hubiese advertido inmediatamente que la muerte de Vangie Lewis era un homicidio!
Entonces, habría interrogado inmediatamente a Lewis y, a lo mejor, le hubiera hecho confesar. Si hubiesen obrado así, Edna Burns y Emmet Salem estarían vivos ahora.
Scott no veía el momento en que pudiese echarle las manos a Lewis; un hombre capaz de matar a su esposa embarazada, también era capaz de asesinar a sangre fría. Y Lewis lo probaba, era la peor especie de criminal; el que ni lo parecía ni se comportaba como tal, en quien uno confiaba y a quien uno apoyaba.
Lewis y su amiguita aterrizarían a las siete y estarían en su despacho sobre las ocho. Lewis era frío. Muy bien. Ello quería decir que sabía comportarse mejor que echar a correr, aunque él podría acorralarle.
Lewis sabía que todo era circunstancial, pero las evidencias circunstanciales pueden ser mucho más efectivas que el testimonio de un testigo oculto, si uno sabe cómo presentarlas ante el tribunal. Scott se ocuparía del caso y lo haría con sumo placer.
A las siete cincuenta, Richard entró en el despacho de Scott y no perdió tiempo en preámbulos.
—Creo que hemos descubierto una verdadera cloaca: se llama «concepto de maternidad Westlake».
—Si te refieres a que es probable que ese chino se divertía con Vangie Lewis, estoy de acuerdo —dijo Scott—. Pero creí que ya habíamos hablado de eso esta tarde. De todas formas, no nos costará trabajo averiguarlo.
»Hazle un análisis de sangre al feto y nosotros nos ocuparemos de traer a Fukhito. No podrá negarse a que analicemos su sangre. Si lo hiciese, equivaldría a admitir todas sus culpas. Y ello significaría que acabaría su carrera como médico, si se probara otro caso de paternidad.
—No me refiero a eso —le interrumpió Richard, impaciente—. Quien me interesa es Highley. Creo que experimenta con sus pacientes. Acabo de hablar con el esposo de una de ellas y no hay forma de creer que sea el padre de la criatura, aunque estuvo presente en el parto. Él opina que su esposa aceptó la inseminación artificial sin su permiso. Pero, para mí, la cosa va más lejos: creo que Highley hace inseminación artificial sin que lo sepan sus pacientes. Por eso traen al mundo, bajo su mirada, a niños casi milagrosos.
Scott le espetó:
—O sea, quieres decir que crees que Highley inyectó a Vangie Lewis el semen de un hombre oriental y esperaba que no se descubriese… Vamos, Richard.
—Quizá él ignoraba que el donante fuese oriental, quizá cometió un error.
—Los doctores no cometen errores de esa clase. Aun admitiendo que tu teoría fuese verdadera, y te voy a hablar con toda franqueza, yo no me la trago, eso no le convierte en el asesino de Vangie.
—Hay algo en Highley que no concuerda —insistió Richard—. Lo presentí en cuanto le eché la vista encima.
—Investigaremos el concepto de maternidad Westlake —dijo Scott—. Eso no es problema. Y si hay algún tipo de violación en el mismo, lo averiguaremos y haremos la pertinente acusación. Si tú tienes razón e Highley insemina a las mujeres sin el consentimiento de ellas, le echaremos el guante, pues ello constituye una clara violación en la legislación que protege a las personas. Pero nos ocuparemos de esto más adelante. Quien me interesa ahora es Chris Lewis.
—Hagamos lo siguiente —insistió Richard—. Investiguemos un poco más el pasado de Highley. Yo estoy estudiando las acusaciones de mal ejercicio de la medicina que pesan sobre él. Una mujer, una tal Mrs. Horan, vendrá dentro de poco a contarme por qué le acusó. El artículo del Newsmaker dice que vivía en Liverpool antes de venir aquí. Llamemos allí y veamos si podemos encontrar alguna pista sospechosa. Ellos no te negarán ninguna información.
Scott se encogió de hombros.
—De acuerdo, adelante.
Sonó un timbre en la mesa.
Scott encendió el interfono y dijo.
—Que entre.
Se recostó en la butaca.
Luego miró a Richard y añadió:
—El acongojado viudo, el capitán Lewis, acaba de llegar con su amante.