Él salió de la habitación de Katie con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Todo iba muy bien, las píldoras daban el resultado apetecido, Katie empezaba a tener hemorragias; la herida del dedo probaba que su sangre ya no se coagulaba.
Fue al piso segundo y se detuvo a ver a Mrs. Aldrich. El bebé estaba en una cuna junto a Aldrich, y la esposa de aquél, a su lado. Distante, sonrió a los padres y, luego, se inclinó para ver al niño. Después afirmó:
—Es un hermoso ejemplar. Creo que no lo cambiaremos por nada.
Él sabía que su humor era pesado, pero, a veces, necesario también. Delano Aldrich podría conseguir miles de dólares en becas de investigación para el hospital Westlake. Más investigaciones. Él podría trabajar en el laboratorio con animales e informar sobre sus éxitos. Luego, cuando empezara a trabajar públicamente con mujeres, los experimentos que había efectuado durante estos años harían que el éxito fuese inevitable. Una fama postergada no es, necesariamente, una fama negada.
Delano Aldrich miraba a su hijo y su rostro era todo un ejemplo de amor y admiración:
—Aún no podemos creerlo, doctor. Todo el mundo nos dijo que nunca podríamos tener hijos.
—Está claro que todos los demás se equivocaban. El principal problema fue, sin duda alguna, la ansiedad que ella sufría. Fukhito lo descubrió. Por parte de la familia del padre existía distrofia muscular. Ella sabía que quizá podía llegar hasta el final. Eso, y unos quistes fibroides en el útero. Él se había ocupado de éstos y Mrs. Aldrich había quedado embarazada. Luego, hizo unos análisis tempranos del líquido amniótico y pudo tranquilizarla sobre el problema de la distrofia.
Así y todo, era una mujer muy emotiva y casi hiperactiva. Hacía más de diez años que había tenido dos tempranos abortos naturales; pero él la obligó a meterse en cama dos meses antes del nacimiento y dio resultado.
—Vendré a verles por la mañana.
Esta pareja serían unos fervientes testigos de él, si surgiera algún problema que pusiera en duda la causa de la muerte de Katie DeMaio.
Pero no habría ningún problema.
La constante bajada de tensión arterial era un asunto de historial médico; la operación con carácter de urgencia tendría lugar en presencia de las principales enfermeras de su personal. Hasta enviaría a buscar al cirujano de urgencias para que le ayudase. Molloy estaba de turno esta noche; era un buen hombre, el mejor, y se ocuparía de comunicarles a la familia y al despacho de Katie que fue imposible detener la hemorragia; y que el doctor Highley había estado a la cabeza de un equipo que trabajó sin perder un solo instante.
Tras dejar a los Aldrich, se fue a ver a la enfermera Renge. Había manipulado cuidadosamente el programa de trabajo para que a ella le tocase el turno de esta noche. Una enfermera más experta hubiera ido a ver a Katie cada diez minutos. Pero Renge no era tan inteligente.
—Enfermera Renge…
—Doctor.
La mujer se puso de pie; le temblaban las manos nerviosamente.
—Estoy muy preocupado por Mrs. DeMaio. Su tensión sanguínea está en un límite más bajo de lo normal. Pero me temo que la hemorragia vaginal ha sido más copiosa de lo que ella cree. Voy a salir a cenar, luego regresaré. Quiero que, para entonces, esté hecho ya el recuento de sangre del laboratorio. No quise perturbarla, pues toda la vida ha tenido miedo de los hospitales. Pero no me sorprendería que tuviésemos que intervenir esta noche. Lo decidiré cuando regrese dentro de una hora. La convencí para que no comiese nada a la hora de cenar. Si le pide alimento sólido, no se lo dé.
—Sí, doctor.
—Dele a Mrs. DeMaio la píldora de dormir. Y bajo ningún concepto le deje entrever que, a lo mejor, tenemos que intervenirla con carácter urgente. ¿Queda eso claro?
—Sí, doctor.
—Muy bien.
Decidió que tenía que hablar con varias personas en el vestíbulo principal. Luego, que cenaría en el restaurante que estaba cerca del hospital. No era malo: la carne que se comía era bastante aceptable. Quería que, después, su imagen fuera la de un médico muy consciente.
«Me preocupaba Mrs. DeMaio. Y, en vez de ir a casa, cené aquí al lado y regresé directamente al hospital para ver cómo estaba. Gracias a Dios que lo hice. Por lo menos, lo intentamos todo».
Otro detalle muy importante: en una noche tan horrenda como ésta, no sería nada singular ir caminando hasta el restaurante. De esta forma, nadie tendría la plena seguridad de cuánto tiempo había estado fuera. Debido a que, mientras esperaba que le sirviesen el café, él ya había dado el último paso necesario. Dejó a Katie a las siete y cinco. A las ocho menos cuarto, estaría en el restaurante. A las ocho, le darían a Katie la píldora para dormir. Era muy fuerte, y, gracias a la debilidad de Katie, la haría dormir inmediatamente.
A las ocho y media, no sería peligroso que él subiera por las escaleras posteriores hasta llegar al tercer piso y entrara en la suite por la sala de estar, asegurándose de que Katie estaba dormida. Entonces, le inyectaría la heparina, aquella fuerte medicina anticoagulante que, al combinarse con las píldoras, haría que la tensión arterial y el recuento de glóbulos rojos se viniesen al suelo.
Luego, regresaría al restaurante, acabaría de tomar el café, pagaría la minuta y volvería al hospital. Haría que la enfermera Renge le acompañase a ver a Katie. Y, al cabo de unos minutos, Katie estaría en el quirófano.
Además, Katie le había ayudado inadvertidamente al pedir que nadie la visitase. Desde luego, él estaba preparado para semejante posibilidad; en cuyo caso, le suministraría heparina con la transfusión que le harían mientras la operasen. De esta forma, aquélla sería tan efectiva, pero más arriesgada.
El filete no estaba mal. ¡Qué extraño era el hambre que experimentaba en momentos como éste! Hubiera preferido esperar a que todo hubiera pasado para comer, pero aquello hubiera sido casi imposible. Cuando pudiera ponerse en contacto con la hermana de Katie, ya habría pasado un buen rato desde la medianoche, ya que Molly estaba en la ópera. La esperaría en el hospital para consolarla. Así, Molly se acordaría de cuan amable había sido, lo que quería decir que no llegaría a su casa antes de las dos o las tres. Y no podía esperar a comer hasta tan tarde.
Se permitió beber una copa de vino, aunque hubiera preferido la acostumbrada media botella, pero esto era imposible esta noche. Así y todo, aquella copa le calentó, le hizo estar más alerta, le ayudó a que su mente barajase posibilidades y se preparase para cualquier hecho inesperado.
Aquello sería el final del peligro. Su maletín aún no había aparecido. Era probable que nunca lo hiciera.
Había eliminado la amenaza de Salem. Los periódicos informaron que su muerte se debió a «una caída o un salto». A Edna la enterraron esta mañana. A Vangie Lewis la enterraron ayer. El mocasín que encontrarían en el cajón de Edna, las personas que se repartieran sus pobres pertenencias, carecería de significado.
Una semana terrible e innecesaria. Deberían permitirle que prosiguiera abiertamente con su labor. Sólo hacía una generación, la inseminación artificial parecía algo horrible; y ya en la actualidad miles de niños nacían gracias a ella cada año.
Pero retrocedamos unos cientos de años. Los árabes solían destruir a los enemigos infiltrándose en sus campos e impregnando a las yeguas con algodones mojados en el semen de sementales inferiores. Había que reconocer que, para planear semejante cosa, uno tenía que poseer una notable inteligencia.
Los doctores que hicieron con éxito la primera vitrofertilización fueron unos genios.
Pero su genio superaba al de todos los demás. Nada se interpondría en su camino para alcanzar los premios que se merecía.
El Premio Nobel. Un día se lo darían, por su contribución a la medicina que nadie imaginó fuese posible.
Él solo había resuelto el problema del aborto y el de la esterilidad. La tragedia era que, si se enteraban, le considerarían un criminal, como le sucedió a Copérnico.
—¿Le ha gustado la cena, doctor?
Él conocía a aquella camarera. Ah, sí, claro. Hacía varios años, la había ayudado a alumbrar. Tuvo un niño.
—Muchísimo. ¿Cómo está su hijo?
—Bien, señor, muy bien.
—Estupendo.
Era increíble que aquella mujer y su marido hubiesen podido pagar lo que él pedía; le entregaron todo el dinero que habían ahorrado para pagar la entrada de una casa. Pero, al fin y al cabo, ella había obtenido lo que quería.
—Quisiera un cappuccino, por favor.
—Muy bien, doctor. Pero tendrá que esperar unos diez minutos.
—Bien. Mientras me lo prepara, haré unas llamadas telefónicas.
Estaría fuera del restaurante menos de diez minutos. La camarera no le echaría de menos.
A través de la ventana, vio que había dejado de nevar. Desde luego, no podría sacar el abrigo del guardarropa. Se deslizó por la puerta lateral que quedaba en el pasillo donde estaban los teléfonos y los servicios y se encaminó rápidamente por el sendero. El frío le mordió la cara, pero apenas lo notó. Planeaba cada paso.
Le resultó fácil mantenerse oculto en la sombra. Además, tenía la llave de la salida de emergencia, que quedaba en la parte posterior del ala de maternidad, y nadie usaba aquellas escaleras jamás. Por ellas entró en el edificio.
La escalera estaba muy iluminada. Por consiguiente, apagó la luz. Sabía caminar por el hospital aun con los ojos cerrados. Al llegar al tercer piso, abrió la puerta con cautela y se quedó escuchando: no se oía nada. Sin hacer ruido, penetró en el pasillo. Un instante después, se encontraba en la sala de estar de la suite de Katie.
También había tomado en consideración otro problema: ¿qué hubiera ocurrido si otra persona hubiera querido acompañarla al hospital, su hermana Molly o una amiga? ¿Qué hubiera pasado si esa persona hubiera pedido permiso para quedarse a pasar la noche en el sofá-cama del salón de estar? El hospital Westlake animaba abiertamente a que alguien acompañase a la paciente, si ésta así lo deseaba. Pero al mandar que volviesen a pintar la sala, había bloqueado tal posibilidad.
Planear, planear lo era todo. Algo tan útil y necesario en la vida como en el laboratorio.
Aquella tarde, él había dejado la jeringuilla con heparina en un cajón de una mesita que había en el extremo del sofá, cubierto con los trapos del pintor. La luz del aparcamiento se filtraba a través de la ventana, y le daba suficiente visibilidad para encontrar el mueble enseguida. Cogió la jeringuilla.
Éste era el momento más importante de todos. Si Katie se despertaba y le veía, él quedaría al descubierto. Aunque, sin duda alguna, probablemente ella volvería a dormirse enseguida. Y, con todo, no pondría en cuestión lo de la inyección. Pero, si al volver más tarde a aquella habitación con la enfermera Renge, Katie aún estaba consciente y decía algo sobre el pinchazo, ello significaría correr un riesgo. Así y todo, podría explicarse con facilidad: Katie se confundía. Sin duda alguna, se refería al momento en que le tomó la sangre para proceder al análisis. Pero sería mucho mejor que no se despertase en este momento.
Entró en la habitación, se inclinó sobre ella y se acercó a un brazo. Las cortinas estaban un poco abiertas, una débil iluminación entraba en el dormitorio. Vio el perfil de Katie, con la cara apoyada en dirección opuesta a él. Su respiración era anhelante, hablaba en sueños, pero no pudo entender las palabras; tenía que estar soñando.
Le clavó la aguja en el brazo y apretó la jeringuilla. Katie pestañeó y suspiró. Sus ojos turbios de sueño se abrieron al volver la cabeza. Con aquella débil luz, él pudo ver sus pupilas dilatadas. Katie le miró desconcertada y murmuró:
—Doctor Highley, ¿por qué mató a Vangie Lewis?