Richard Carroll aparcó su coche dentro de las líneas señalizadas por la policía en Winding Brook Lane. Le impresionó mucho el darse cuenta de que los Lewis eran vecinos de Bill y Molly Kennedy. Bill era médico residente cuando Richard hizo su internado en el hospital Saint Vincent. Luego, éste se especializó en medicina forense y aquél en ortopedia. Para ellos, constituyó una sorpresa muy agradable tropezarse en el tribunal del condado de Valley cuando Bill tuvo que comparecer como testigo experto en un juicio de mala práctica médica. Aquella amistad, que tuvo un aire casual en los días del hospital Saint Vincent, se hizo íntima. Ahora, solían jugar al golf con frecuencia y Richard a menudo iba a casa de Bill para tomarse una copa después de la partida.
Conoció a la hermana de Molly, Katie DeMaio en la fiscalía, y se sintió inmediatamente atraído por aquella concienzuda y joven abogada. Ella era un recordatorio perenne de los días en que los íberos invadieron Irlanda, dejando un legado de descendientes de piel cetrina y pelo negro, que ofrecían un gran contraste con el azul intenso de los ojos celtas. Pero Katie, sutilmente, le desanimó, cuando él sugirió que saliesen juntos; y Richard, con cierta filosofía, se la quitó del pensamiento, pues había muchísimas mujeres atractivas que gozaban bastante en su compañía.
Pero al oír hablar a Molly, a Bill y a sus hijos de Katie, de lo divertida que era y de lo destrozada que se sentía por la pérdida de su esposo, su interés volvió a renacer. Después, en los últimos meses, asistió a un par de cenas que dieron Bill y Molly, descubriendo, para desgracia suya, que se sentía mucho más atraído por Katie DeMaio de lo que en realidad hubiera querido.
Richard se estremeció; se encontraba allí por asuntos profesionales y policíacos. Una mujer de treinta años se había suicidado. Su trabajo consistía en descubrir cualquier señal médica que pudiese indicar que Vangie Lewis no se había quitado la vida. Aquel mismo día, más adelante, haría la autopsia. Su mandíbula se crispó al pensar en el feto que ella llevaba dentro. Aquel desgraciado nunca tuvo una oportunidad. ¿Cómo explicar aquello desde el punto de vista del amor materno? De un modo cordial y objetivo, le disgustaba la difunta Vangie Lewis.
Un joven policía de Chapin River le dejó entrar. La sala de estar quedaba a la izquierda del vestíbulo. Un tipo con uniforme de capitán de líneas aéreas estaba sentado en el sofá, echado hacia adelante, dándose golpes con la mano en el puño. Estaba mucho más pálido que muchos de los muertos de los que se ocupaba Richard y temblaba violentamente. Richard sintió cierta simpatía por él. El marido. ¡Vaya golpe brutal: regresar a casa y encontrarse con que la mujer de uno se ha suicidado! Decidió que hablaría con él más tarde. Luego preguntó al policía:
—¿Por dónde?
—Por aquí —le respondió.
Le hizo una seña con la cabeza indicando la parte posterior de la casa.
—Pase a la cocina. Los dormitorios están a la derecha. Ella está en el principal.
Richard avanzó con rapidez dándose cuenta de cómo estaba montada la casa. Todo parecía caro, aunque la decoración era descuidada, sin ningún sello personal, ni siquiera interés. La ojeada que echó a la sala de estar, le mostró el típico aspecto creado por un diseñador de interiores sin imaginación, que uno ve en tantísimas tiendas de decoración de la calle principal de las ciudades pequeñas. Richard poseía un agudo sentido del color y, en su interior, creía que aquello le ayudaba mucho en su trabajo; pero, en su mentalidad, los matices contrastantes eran como el sonido de notas discordantes.
Charley Nugent, detective de la Brigada de Homicidios, estaba en la cocina. Los dos hombres intercambiaron breves saludos.
—¿Cuál es su opinión? —preguntó Richard.
—Ya hablaremos cuando usted la vea.
Muerta, Vangie Lewis no era muy bonita que digamos. Su largo cabello rubio tenía ahora un matiz de sucio marrón; el rostro estaba contorsionado, las piernas y los brazos, rígidos por el rigor mortis, parecían haber sido estirados por alambres. Tenía el abrigo abotonado. Y, debido a la preñez, éste se le levantaba por encima de las rodillas. Las suelas de los zapatos apenas se veían bajo un largo caftán floreado.
Richard levantó el caftán por encima de los tobillos. Las piernas, sin duda hinchadas, habían ensanchado los leotardos. Los costados del zapato derecho se marcaban en la carne.
Con experiencia, el hombre levantó un brazo, lo mantuvo un instante y lo dejó caer. Luego, se fijó en las manchas decoloradas que aparecían alrededor de la boca, debidas a la quemadura del veneno.
Charley estaba a su lado.
—¿Cuánto tiempo supone que lleva muerta?
—Yo diría que entre doce y quince horas. Está muy rígida.
La voz de Richard era indiferente, pero su sentido íntimo de la armonía se hallaba perturbado. La muerta tenía puesto el abrigo y también los zapatos. ¿Habría sucedido justo al volver a casa o pensaba salir? ¿Qué habría hecho que de pronto se quitase la vida? Junto a ella, en la cama, estaba el vaso. Se inclinó y lo olió. El inconfundible olor de almendra amarga del cianuro le penetró la nariz. Era increíble cuántos suicidas tomaban cianuro después de la muerte masiva de los seguidores de Jones, en Guyana. Se enderezó.
—¿Dejó alguna nota?
Charley negó con la cabeza.
Richard pensaba que Charlie se ocupaba del trabajo para el que había nacido. Siempre tenía aspecto de doliente y sus párpados cubrían tristemente sus ojos. Además, parecía sufrir de un permanente problema de caspa.
—Ni carta ni nada. Hacía diez años que estaba casada con el piloto. Es ese tipo que está en la sala de estar. Parece bastante deshecho. Son de Minneapolis y hace menos de un año que se habían mudado al Este. Ella siempre quiso tener un hijo y, por fin, quedó encinta. Se sentía en la gloria. Empezó a decorar el cuarto del niño y hablaba del bebé mañana, tarde y noche.
—¿Y luego lo mata y se mata ella?
—Según lo que me ha contado su marido, últimamente estaba muy nerviosa. Había días que tenía una especie de fijación de que iba a perder al niño. Otras veces, actuaba como si temiese el momento de dar a luz. Parece ser que, últimamente, mostraba señales de tener un embarazo complicado.
—Y en vez de dar a luz o arriesgarse a perder el niño, ¿se ha matado?
El tono de Richard era escéptico y se veía a las claras que no se tragaba aquello.
—¿Está Phil contigo?
Phil era otro miembro experto de la Brigada de Homicidios de la fiscalía.
—Está fuera, por el vecindario, hablando con la gente.
—¿Quién la encontró?
—El marido. Acababa de llegar de un vuelo. Llamó a una ambulancia y a la policía local.
Richard se quedó mirando fijamente las señales de quemadura que había alrededor de la boca de Vangie Lewis.
—Debe de haberse salpicado —dijo con aire meditativo—. O quizá intentó vomitar el veneno, pero ya era demasiado tarde. ¿Podemos hablar con el esposo, hacer que venga aquí?
—Claro.
Charley hizo una seña al joven policía, quien se volvió y se alejó por el largo corredor.
Cuando Christopher Lewis entró en el dormitorio, tenía el aspecto de estar a punto de vomitar. Su tez poseía en aquel momento un enfermizo color verde. Un sudor frío y abundante le cubría la frente. Se había abierto la camisa, se había aflojado el nudo de la corbata y se había metido las manos en los bolsillos del pantalón.
Richard le miró analizándolo. Lewis parecía destrozado, enfermo, nervioso… Pero allí faltaba algo. No tenía el aspecto de un hombre cuya vida se hubiese visto amenazada.
Richard había visto la muerte innumerables veces, había sido testigo del dolor de los parientes llenos de un silencio mudo; otros gritaban histéricamente, temblaban y lloraban y se arrojaban sobre el muerto; otros palpaban una mano del difunto intentando comprender. Se acordó del joven marido cuya esposa cayó muerta en un tiroteo, mientras la pareja salía de su coche para hacer la compra semanal. Cuando Richard llegó al sitio, se encontró al hombre que sostenía el cadáver, desconcertado, hablándole e intentando que la muerta le entendiese.
Aquello era dolor.
Fuese cual fuese la emoción que Christopher Lewis experimentara entonces, Richard apostaría su vida a que Chris no era un marido destrozado.
Charley le interrogaba:
—Sé que esto es doloroso para usted, capitán Lewis. Pero facilitará mucho las cosas si nos permite hacerle unas preguntas.
—¿Aquí?
Era una voz que protestaba.
—Ya verá el porqué, no tardaremos mucho. ¿Cuándo fue la última vez que vio a su esposa?
—Hace dos noches. Yo me disponía a emprender un vuelo hacia la costa.
—¿Y a qué hora llegó a casa?
—Hará como una hora.
—¿Habló con su esposa durante estos dos días?
—No.
—¿Cuál era el estado mental de su esposa cuando la dejó?
—Ya se lo dije.
—¿Le importaría repetirlo para que pudiese oírlo el doctor Carroll?
—Vangie estaba preocupada, tenía mucha aprensión a tener un aborto.
—¿Le alarmaba a usted tal posibilidad?
—Ella estaba muy pesada y al parecer retenía mucho los líquidos, aunque tomaba píldoras para ello. Tengo entendido que esto es bastante normal.
—¿Llamó al ginecólogo para hablar con él y así quedarse usted tranquilo?
—No.
—De acuerdo, capitán Lewis. ¿Quiere echarle una ojeada a la habitación para ver si nota a faltar algo? Ya sé que no es fácil. Pero ¿quisiera fijarse con cuidado en el cuerpo de su mujer, para intentar ver si hay algo en él que, en cierto aspecto, sea diferente? Por ejemplo, ese vaso. ¿Está usted seguro que es el del baño?
Chris obedeció. Con un rostro que cada vez se hacía más pálido, observó cuidadosamente, detalle a detalle, el aspecto de su esposa muerta. Con ojos inquisitivos, Charley y Richard le observaban.
—No —murmuró—. No veo nada raro.
Las maneras de Charley se hicieron ágiles.
—De acuerdo, señor. En cuanto tomemos unas fotos, nos llevaremos el cadáver de su esposa para hacerle la autopsia. ¿Precisa de nuestra ayuda para comunicarse con alguien?
—Tengo que hacer unas cuantas llamadas. Por lo menos al padre y a la madre de Vangie. Se sentirán hechos polvo. Les llamaré ahora desde la biblioteca.
Cuando se hubo marchado, Richard y Charley intercambiaron una mirada.
—Ha visto algo que nosotros no hemos visto —dijo Charley llanamente.
Richard asintió.
—Ya me di cuenta.
Cabizbajos, ambos hombres clavaron la mirada en el rígido cadáver.