Molly se relajó en su asiento cuando la orquesta inició los pocos compases que señalaban el comienzo de Ótelo. Bill amaba la ópera; a ella le gustaba. Quizá ello fuera parte de la razón por la que su mente no descansaba. Bill parecía ya totalmente absorto, tenía una expresión serena y ensimismada. Molly miró a su alrededor, el Metropolitan estaba hasta los topes, como siempre. Ellos tenían unos asientos excelentes. No era para menos, Bill había pagado setenta dólares por los dos.
Sobre su cabeza, las lámparas relumbraron, destellaron y empezaron a apagarse dentro de una plateada oscuridad.
Molly hubiera debido insistir en acompañar a Katie al hospital. Molly no entendía, ni podía entender, el porqué de aquel miedo que tenía su hermana a los hospitales. No había de qué asombrarse, a Katie le daba vergüenza hablar de ello. Lo peor era que había motivos para tener semejante temor: a su padre no le prestaron ayuda a tiempo. El anciano que ocupaba la misma habitación que aquél, se lo había dicho. Hasta Bill admitía que en los hospitales se cometían muchos errores.
La cogió por sorpresa la salva de aplausos que estalló mientras Plácido Domingo descendía del buque. Hasta aquel momento, no había prestado atención a la ópera. Bill la miró y ella aparentó que lo estaba pasando bien. Después del primer acto, llamaría a Katie. Eso la tranquilizaría. Le bastaría con oír la voz de su hermana diciéndole que todo iba bien.
Y, por Dios santo, estaría en el hospital a primeras horas de la mañana, antes de la operación, para asegurarse de que Katie no estaba muy nerviosa.
El primer acto le pareció interminable. Nunca se había dado cuenta de que la obra durase tanto. Por fin, llegó el intermedio. Tras rehusar, impaciente, la invitación que le hizo Bill para tomar una copa de champaña en el bar del vestíbulo, corrió a un teléfono.
Sin perder tiempo, marcó el número de la clínica y metió las monedas necesarias.
Unos minutos más tarde, y con los labios palidísimos, volvió corriendo a donde estaba Bill. Medio sollozando, se aferró a uno de sus brazos.
—Algo va mal, algo va mal… Llamé al hospital y se negaron a ponerme con la habitación de Katie. Me dijeron que el doctor había prohibido las llamadas. Entonces, dije que me pusieran con la enfermera de turno e insistí para que fuera a ver a Katie. Al cabo de unos instantes, regresó. Es casi una niña y está histérica. Y me dijo que Katie no estaba en la habitación. Que no sabían dónde estaba.