Jim Berkeley aparcó el coche en el aparcamiento del tribunal y entró en el edificio principal. Allí se enteró de que el despacho del médico forense se hallaba en el segundo piso del ala antigua del edificio. Él se había fijado en la expresión del rostro de Richard Carroll la noche anterior, cuando miró a su hija, y el mal humor y el resentimiento estuvieron a punto de hacerle decir:
—Bien, la niña no se parece a nosotros, ¡y qué!
Pero hubiera sido estúpido. Además, hubiera sido totalmente inútil.
Después de equivocarse varias veces en el laberinto del edificio, encontró el despacho de Richard. La mesita de la secretaria estaba vacía, pero la puerta que daba a la oficina de Richard estaba abierta y éste salió en cuanto vio que se cerraba la puerta de la recepción.
—Te agradezco mucho que hayas venido, Jim.
Era evidente que intentaba parecer amistoso, pensó Jim. El médico quería que aquello tuviese aire de un encuentro casual. Jim le saludó con reserva y cautela. Entraron en el despacho. Richard le miró y Jim le devolvió, impasible, la mirada. Había desaparecido el humor fácil de la cena de anoche.
Con agilidad, Richard se dio cuenta de la situación y sus maneras se volvieron profesionales. Jim se puso tenso.
—Estamos investigando la muerte de Vangie Lewis. Jim. Era paciente de la Clínica de Maternidad Westlake, que fue donde tu esposa tuvo la niña.
Jim asintió.
Era evidente que Richard escogía las palabras con muchísimo cuidado.
—Nos preocupan algunos problemas que han surgido, gracias a esta investigación. Bien, quiero hacerte unas preguntas. Te prometo que tus respuestas no saldrán de estas cuatro paredes. Pero tú podrías sernos muy útil si…
—Si te digo que Maryanne es adoptada. ¿Se trata de eso?
—Sí.
Jim olvidó instantáneamente su mal humor. Pensó en Maryanne. Fuese cual fuese el precio, ella lo valía.
—No, no es adoptada. Yo estuve presente en su nacimiento y lo filmé. Tiene una pequeña marca de nacimiento en el pulgar izquierdo. Se ve en la película.
—Es sumamente improbable que dos personas de ojos oscuros tengan un niño de ojos verdes —dijo llanamente Richard. Luego, se detuvo. A los pocos minutos, añadió con toda serenidad las siguientes palabras—: ¿Eres tú el padre de la criatura?
Jim clavó la vista en sus manos.
—¿Quieres decir con eso que quizá Liz haya tenido que ver con otro hombre? No. Me jugaría mi vida y mi alma por ello.
—¿Y qué me dices de inseminación artificial? —Preguntó Richard—. El doctor Highley es un experto en fertilidad.
—Liz y yo discutimos esta posibilidad. Pero la rechazamos hace años.
—¿No podría ser que Liz cambiase de idea y no te lo dijera? Eso ya no es raro hoy día. Cada año nacen unos quince mil niños en Estados Unidos por este procedimiento.
Jim metió la mano en un bolsillo y sacó la cartera. La abrió y le mostró a Richard dos fotos de Liz, la niña y él. En la primera, Maryanne era una recién nacida y tenía los ojos casi cerrados. La segunda era reciente y en color. El contraste entre el tono de la piel y el color de los ojos de los padres y la niña era inconfundible. Jim añadió:
—Un año antes de que Liz quedase embarazada, nos enteramos de que era casi imposible para nosotros adoptar un niño. Liz y yo hablamos sobre las posibilidades de la inseminación artificial. Pero ambos nos negamos a ello, aunque yo insistí más que mi mujer. Cuando nació, Maryanne tenía el pelo marrón claro y los ojos azules. Muchos niños nacen con ojos claros que, después, toman el color de los de sus padres. Sólo en los últimos meses, ha quedado bien claro que esto no ha pasado. Y no me importa. Esa niña lo es todo para nosotros.
Miró a Richard.
—Mi mujer sería incapaz de decir ni un chisme frívolo. Es la persona más sincera que he conocido en mi vida. El mes pasado decidí ayudarla a que confesase. Le confié que me había equivocado sobre la inseminación artificial y que comprendía por qué las personas la usaban.
—¿Y qué te contestó? —preguntó Richard.
—Desde luego, se dio cuenta de lo que le quería decir. Y afirmó que, si yo pensaba que ella había tomado tal decisión sin decírmelo, ello significaba que yo no entendía la relación que existía entre nosotros. Le rogué que me perdonase. Le juré que no quería decir semejante cosa. Y me las vi y me las deseé para tranquilizarla. Al fin, me creyó.
Fijó la vista en la foto.
—Pero, por supuesto, yo sé que me mentía —dijo.
—O quizá no tiene conciencia de lo que Highley le hizo —añadió llanamente Richard.