Mientras el jurado deliberaba, Katie fue a la cafetería del tribunal. Cuidadosamente, eligió una mesita que quedaba al fondo del salón y se sentó allí, dando la espalda a las otras mesas. No quería que nadie se le uniese ni que supieran que se encontraba allí. La sensación de mareo ya era persistente: se sentía fatigada y débil, pero no tenía hambre. Pensó en que sólo tomaría una taza de té. Su madre creía que esa infusión curaba todos los males del mundo. Se acordó de cómo al regresar a su casa, después del funeral de John, su madre, con voz preocupada y suave, le dijo:
—Te haré una buena taza de té, Katie.
Richard. A mamá le caería muy bien Richard; siempre le habían gustado los hombres altos.
—Tu padre era pequeñito y flacucho. Pero, oh, Katie, ¿no es verdad que, a veces, parecía alto?
Sí que lo parecía.
Su madre vendría a verla para Semana Santa: aún faltaban unas seis semanas. ¡Cómo le gustaría ver a su hija unida a Richard!
«Pero no quiero tal cosa. ¿O sí? —Pensó Katie, mientras se bebía el té—. Pero ello no sólo se debe a que esta semana me siento tan sola».
Era algo más que eso, mucho más; pero en el transcurso de este fin de semana que pasaría en el hospital podría tomar decisiones y pensar con tranquilidad.
Permaneció sentada, ausente, durante casi una hora, mientras bebía el té y revisaba cada uno de los puntos del sumario.
¿Habría convencido al jurado de que los chicos Odenhall mentían? El pastor religioso. Allí tuvo un punto a su favor, pues él estuvo de acuerdo con que ninguno de ellos jamás le había consultado por ningún motivo. ¿Sería posible que aquellos gamberros se aprovechasen de él para dar credibilidad a su historia? «Sí —asintió él—. Es posible». Aquello había quedado muy claro, se aseguró bien de ello.
A las cinco de la tarde, regresaron los miembros del tribunal. Cuando entró, vio que el jurado mandaba buscar al juez; ya habían decidido el veredicto.
Cinco minutos más tarde, el portavoz del grupo lo anunció:
—Robert Odenhall no es culpable de ninguna acusación. Jonnathan Odenhall no es culpable de ninguna acusación.
—No puedo creerlo.
Katie no estaba segura de si había hablado en alta voz. El rostro del juez se endureció con un gesto de disgusto. Despidió al jurado cortésmente y ordenó a los acusados que se pusieran de pie. Entonces, dijo:
—Tienen ustedes mucha suerte. Mucha más de la que espero vuelvan a tener en sus vidas. Ahora, váyanse del tribunal y sean lo bastante listos como para no comparecer nunca más ante mí.
Katie se quedó de pie. No le importaba que el juez creyese que el veredicto estaba equivocado. Ella había perdido el caso. Hubiera debido esforzarse más. Y se sintió aún peor cuando vio la victoriosa sonrisa que le dirigía el abogado defensor. Un nudo espeso y duro le quemaba la garganta y le impedía tragar; estaba al borde de las lágrimas. Aquellos dos criminales estaban a punto de andar libres por la calle, después de burlarse de la justicia y de tachar, además, de criminal a un muchacho muerto.
Guardó sus notas en el maletín. Si no se hubiese sentido tan deprimida durante toda la semana, quizá hubiera sido capaz de sacar adelante el caso. Quizá si se hubiese ocupado un año antes de aquel problema hemorrágico, en vez de demorar y posponer su cura, debido al miedo loco y pueril que le producían los hospitales, no habría sufrido el accidente del lunes por la noche.
—¿Quiere la representante de la fiscalía acercarse a la presidencia?
Katie alzó la vista y vio que el juez la miraba. Avanzó hacia él, mientras el público se marchaba. Katie oyó unas risitas burlonas y gozosas cuando los Odenhall abrazaron a sus novias, que, además de mascar chicle, no llevaban sujetador.
—Señoría.
Katie intentó que su voz sonase uniforme.
El juez se inclinó hacia adelante y le murmuró:
—No dejes que el veredicto te deprima, Katie. Tú probaste el caso. Esos hijos de su madre estarán aquí dentro de dos meses, con otras acusaciones. Tú y yo los conocemos. La próxima vez, los encerrarás.
Katie intentó sonreír.
—Eso es lo que temo, que regresen. Sólo Dios sabe todo el daño que harán antes de que podamos echarles el guante. Pero, de todos modos, gracias, señoría.
Salió del tribunal y regresó a su despacho. Maureen la miró esperanzada. Pero, moviendo la cabeza, Katie vio cómo la expresión de la muchacha se volvía comprensiva. Se encogió de hombros.
—¿Qué podía hacer yo?
Maureen la siguió hasta su despacho.
—Mr. Myerson y el doctor Carroll están reunidos. No quieren que les molesten. Por supuesto, usted puede entrar.
—No. Tengo la seguridad de que están discutiendo el caso Lewis, y yo no les sería de utilidad ni a ellos ni a nadie. El lunes, ya me pondré al día.
—De acuerdo. Katie, siento mucho lo del veredicto de los Odenhall. Pero no se lo tome tan a pecho. Tiene el aspecto de una persona enferma. ¿Cree que se encuentra en condiciones de conducir? ¿No está mareada?
—No, de verdad, no voy muy lejos. Sólo unos quince minutos en coche. Y no regresaré hasta el domingo.
Mientras se encaminaba hacia el coche, Katie empezó a temblar. La temperatura externa había subido unos cinco grados centígrados, pero ahora volvía a descender con rapidez. El aire húmedo entraba por las anchas mangas de su abrigo de lana roja y atravesaba sus leotardos de nilón. De pronto, sintió nostalgia por encontrarse en su cama. ¡Qué estupendo sería poder irse allí ahora, para acostarse, tomar un ponche caliente y dormir todo el fin de semana!
*****
La oficina de admisión del hospital ya tenía todos los papeles preparados. La empleada que la atendió parecía muy complaciente.
—¡Dios mío, Mrs. DeMaio! Sin duda tiene usted mucha categoría. El doctor Highley le ha dado el dormitorio de la suite una del tercer piso. Eso es como irse de vacaciones. ¡Nunca creerá que ha estado en un hospital!
—Sí, creo recordar que me dijo algo —murmuró Katie.
No estaba dispuesta a confiar a esta mujer el temor que le producían los hospitales.
—Quizá se sienta un poco sola allí. Sólo hay tres suites en este piso y las otras dos están vacías. El doctor Highley ha hecho que vuelvan a pintar la salita de estar de la suite en la que estará usted, ignoro el porqué. Hace menos de un año que se había pintado. Pero, de todas formas, usted no la necesitará. Sólo se quedará aquí hasta el domingo. Si precisa cualquier cosa, apriete el timbre. Las enfermeras de la segunda planta se ocupan de las pacientes de ésta y de la tercera. En realidad, todas son pacientes del doctor Highley. Bien, ésta es su silla de ruedas. Si quiere sentarse, la llevaremos ahora mismo.
Katie miró aquel objeto consternada.
—¿Quiere usted decir que tendré que usar una silla de ruedas ahora?
—Son las reglas del hospital —dijo la empleada con firmeza.
John, en una silla de ruedas, camino de la quimioterapia; el cuerpo de John disminuyendo de tamaño, mientras ella veía cómo se moría. La voz de John debilitándose con su sardónico humor cansado, mientras alguien acercaba una silla de ruedas a la cama:
—Ve despacio, querida carroza, que vienes para llevarme a casa.
El antiséptico olor del hospital.
Katie se sentó en la silla y cerró los ojos. De nada valía mirar hacia atrás. La enfermera de guardia, una mujer madura, regordeta y fuerte, empujó la silla de ruedas por el pasillo hacia el ascensor.
—Es una suerte que cuente con el doctor Highley —le dijo a Katie—. Sus pacientes son las que reciben los mejores cuidados de todo el hospital. Si aprieta usted el timbre, en menos que canta un gallo tendrá a su lado, para lo que usted quiera, a una enfermera. El doctor Highley es muy estricto. Todo el personal tiembla cuando anda por aquí. Pero es una buena persona.
Ya estaban en el ascensor. La enfermera apretó un botón.
—Este hospital es muy diferente de los demás. En la mayoría, no quieren ni verla a usted hasta el momento del alumbramiento. Luego, la echan fuera cuando el bebé sólo tiene dos días. Pero eso no sucede con el doctor Highley. Yo le he visto tener en cama durante dos meses a señoras embarazadas, sólo como medida de precaución. Por eso no tiene habitaciones, sino suites, para que las personas disfruten de una atmósfera doméstica. Mrs. Aldrich está en la suite que hay en el segundo piso. Ayer dio a luz, gracias a una cesárea. No ha dejado de llorar de lo feliz que se siente. Y su marido no le va a la zaga. Anoche, durmió en el sofá de la sala de estar de la suite. El doctor Highley les anima para que se comporten así. Bueno, ya ha llegado el ascensor.
Otras personas entraron en el ascensor con ellas y observaron con curiosidad a Katie. Al ver las revistas y flores que llevaban, Katie supuso que eran visitantes y se sintió extrañamente distinta a ellos. «En cuanto uno se convierte en paciente pierde su identidad —pensó—. Se convierte uno en un caso».
Salieron del ascensor en el tercer piso. El pasillo estaba alfombrado con una moqueta de color verde claro. De las paredes pendían excelentes reproducciones de Monet y Matisse, realzadas por unos marcos muy trabajados.
A pesar de sí misma, Katie se sentía tranquila. La enfermera la llevó hasta el final del pasillo, giró a la derecha y exclamó:
—Está usted en la última suite. Queda un poco lejos. No creo que hoy haya ningún otro paciente en este piso.
—Eso no me importa —murmuró Katie.
Y se acordó de la habitación que había ocupado John cuando los dos intentaron absorberse el uno en el otro, para tomar fuerzas así contra la separación; y de los pacientes que deambulaban por allí, se acercaban a la puerta y preguntaban:
—¿Cómo va hoy el juez? Tiene mejor aspecto. ¿No es cierto, Mrs. DeMaio?
Y ella, mintiendo, decía:
—Sí, está mejor.
¡Largaos, largaos! ¡Nos queda muy poco tiempo!
—No me importa estar sola en el piso —repitió.
La enfermera la llevó al dormitorio: las paredes eran de color marfil y la moqueta tenía el mismo verde claro de la del pasillo. Los muebles eran de estilo, pero estaban pintados de blanco. El cubrecama era de tela estampada con diferentes tonalidades de marfil y verde. Katie exclamó:
—¡Oh, qué bonito!
La enfermera la miró encantada.
—Ya sabía yo que le gustaría. Dentro de unos minutos, vendrá la otra enfermera. ¿Por qué no saca sus cosas y se pone cómoda? —le dijo.
Y se marchó.
Experimentando cierta inseguridad, Katie se desnudó y se puso un camisón y una bata que la mantuviesen caliente. Colocó los objetos de aseo personal en el armarito del baño y colgó la ropa en el armario empotrado. En nombre de Dios, ¿cómo se las arreglaría para pasar aquella larga y temible noche? Anoche, a esta misma hora, se estaba vistiendo para ir a la cena de Molly. Y cuando llegó allí, Richard ya hacía rato que la esperaba.
Se dio cuenta de que se mareaba e, instintivamente, se apoyó en el tocador. Aquella sensación pasó. Quizá se debía a las prisas o a las secuelas del juicio y, por qué no, a la aprensión.
Se hallaba en un hospital. Por mucho que intentase olvidarse de ello, se hallaba en un hospital. Era increíble y pueril que no fuese capaz de vencer este miedo. Su padre y John, las dos personas a las que más había querido en el mundo, murieron tras ingresar en un hospital. Por mucho que intentase racionalizarlo y encontrarle lógica, no podía superar aquella horrible sensación de pánico. Bueno, quizá estos días lo lograría. La noche del lunes no fue tan mal.
Había cuatro puertas en la habitación: la del armario empotrado, la del baño y la que daba al pasillo. Era lógico que la otra diese a la sala de estar. La abrió y echó una mirada. Tal como le había dicho la empleada, la estaban decorando. Los muebles se hallaban en el centro de la habitación, cubiertos con los trapos que usan los pintores. Encendió la luz. Sin duda alguna, el doctor Highley era un perfeccionista; nada en aquellas paredes justificaba que pintasen de nuevo la habitación. Ahora comprendía por qué los costos de los hospitales eran tan elevados.
Se estremeció y apagó la luz. Cerró la puerta y se acercó a la ventana. El hospital tenía forma de U y las dos alas eran paralelas y formaban ángulos rectos, detrás del cuerpo principal del edificio.
La noche del lunes, Katie había estado en el otro ángulo, precisamente en el sitio opuesto al que ocupaba. Los coches de los visitantes empezaban a llenar el aparcamiento. Entonces, ¿dónde estaba el otro aparcamiento que ella había soñado? ¡Oh, claro! Era el que quedaba un poco más hacia el costado y al que iluminaba directamente el último farol. Allí había ahora un coche aparcado, un coche negro. En su sueño había visto también un coche negro. Aquella verja, la forma de brillar el panel bajo la luz…
—¿Cómo se siente, Mrs. DeMaio?
Giró sobre sus talones. El doctor Highley estaba de pie en medio de la habitación. Una joven enfermera le seguía a unos pasos de distancia.
—¡Oh, me ha asustado! Muy bien, doctor.
—Llamé a la puerta pero usted no me oyó.
En su voz había un deje de suave reprensión. Se acercó a la ventana y corrió las cortinas mientras comentaba:
—Por mucho que nos esforcemos, sigue habiendo corrientes. Y no queremos que pille usted un resfriado. ¿Qué le parecería echarse en la cama para poderle tomar la tensión? También queremos tomar unas muestras de sangre.
La enfermera le siguió. Katie notó que a la chica le temblaban las manos. Sin duda alguna, el doctor Highley la atemorizaba.
El doctor le puso el aparato para tomarle la tensión. Una oleada de mareo hizo que Katie tuviese la impresión de que las paredes de la habitación retrocedían. Se agarró al colchón.
—¿Le pasa algo, Mrs. DeMaio?
La voz del doctor era suave.
—No, de verdad que no. Sólo tengo un poquitín de debilidad.
El doctor empezó a apretar la pera.
—Enfermera Renge, haga el favor de ponerle una compresa fría en la frente a Mrs. DeMaio.
Obedientemente, la enfermera corrió al baño, mientras el doctor observaba el aparato.
—Tiene la tensión un poco baja. ¿Tiene algún problema?
—Sí.
Su voz sonaba como si perteneciese a otra persona o como si se encontrase en una cámara que produjese eco.
—Se me ha reanudado el período. Y ha sido muy abundante desde el miércoles.
—No me sorprende. Francamente, ahora tengo la completa seguridad de que si no hubiese aceptado que la operase, se hubiera visto obligada a hacerlo con carácter de urgencia.
La enfermera regresó del baño trayendo una compresa perfectamente doblada. Se mordía el labio inferior para evitar que se le notase que temblaba. Katie experimentó una oleada de comprensión hacia la chica. Ni quería ni necesitaba una compresa fría en la frente; pero, así y todo, se recostó en la almohada y la enfermera le puso la compresa en la frente. El paño estaba empapado. Katie sintió cómo el agua helada le corría entre el pelo. Se resistió al impulso de arrancarse la compresa de la frente; el doctor lo notaría y ella no quería que reprendiesen a la enfermera.
Un relámpago de buen humor le elevó el ánimo. Se imaginaba contándoselo todo a Richard:
—Y esta pobre y asustada chiquilla casi me ahoga. Es probable que, a partir de este momento, tenga bursitis en los párpados.
Richard… debería haberle dicho que estaba allí. ¡Cuánto le hubiera gustado tenerlo cerca!
El doctor Highley preparó una jeringuilla. Katie cerró los ojos, mientras él le extraía sangre del brazo derecho. Luego, observó cómo colocaba la jeringuilla en la bandejita que la enfermera sostenía cerca del médico. El doctor Highley dijo bruscamente:
—¡Quiero que la analicen ahora mismo!
—Sí, doctor.
La enfermera salió a toda prisa, claramente aliviada de poder marcharse.
El doctor Highley suspiró.
—Me temo que esta tímida jovencita estará de turno esta noche. Aunque tengo la completa seguridad de que usted no necesitará nada especial. ¿Acabó las píldoras que le receté?
Katie se dio cuenta de que se había olvidado de tomar la que le correspondía a las tres de la tarde; y, ahora, eran cerca de las seis.
—Siento decirle que me olvidé de tomar la de las tres de la tarde —se excusó—. Estaba en el tribunal y me olvidé de todo, excepto del juicio. Supongo que ya es un poco tarde para tomar la última.
—¿Las ha traído consigo?
—Sí, están en mi bolso.
Katie miró hacia la cómoda.
—No se levante. Yo se las traeré.
Cogió el bolso de las manos del médico y lo abrió. Tras rebuscar dentro, sacó la botellita. Sólo quedaban dos píldoras. En la mesilla de noche había una bandeja con una jarra de agua helada y un vaso. El doctor Highley le sirvió agua, le alcanzó el vaso y dijo:
—Tómeselas.
—¿Las dos?
—Sí, sí, son muy suaves. Y, a esta hora, ya se las debería haber tomado todas.
Le dio el vaso y se metió el frasquito vacío en el bolsillo.
Obediente, Katie se tragó las píldoras, sintiendo cómo aquellos ojos la miraban. Los aros de acero de las gafas del doctor destellaban bajo la luz que había en la cabecera de la cama. Aquel destello, los adornos de aquel coche que destellaban.
Había una mancha roja en el vaso cuando ella lo depositó. Él lo advirtió.
Le cogió una mano a Katie y le examinó un dedo. El tejido estaba de nuevo húmedo.
—¿Se ha hecho daño? —le preguntó el doctor Highley.
—¡Oh, no es nada! Sólo un corte con un papel. Pero debe de ser profundo. No deja de sangrar.
—Ya veo.
Se enderezó.
—He dicho que le traigan una píldora para dormir. Le ruego que se la tome tan pronto como la enfermera se la dé.
—Prefiero no tomar píldoras para dormir, doctor. Me producen una reacción muy extraña.
Katie deseaba que sus palabras sonasen con fuerza, pero su voz parecía vaga y débil.
—Tengo que insistir en que se tome la píldora, Mrs. DeMaio. En particular, porque es usted una persona que es probable que se pase la noche con ansiedad y sin poder dormir, si no la toma. Quiero, además, que esté muy descansada para mañana por la mañana. ¡Ya le traen la cena!
Katie observó cómo una delgada mujer, que tendría unos sesenta años, entraba llevando una bandeja, mientras miraba nerviosamente al médico. «Las tiene aterrorizadas a todas», pensó. Al contrario de las bandejas corrientes de plástico o de metal de los hospitales, ésta era de junquillo blanco y tenía una cestita lateral en la que había el periódico de la noche. La porcelana era delicada y los objetos de plata, de líneas gráciles. Había una rosa roja en un esbelto búcaro. Un cubre-bandejas de plata mantenía calientes dos chuletas de cordero que había en un plato.
Una ensalada de arugula, judías a la juliana, unas galletitas calientes, té y un sorbete, completaban la cena. La enfermera se volvió para marcharse.
—Espere —le ordenó el doctor Highley. Y le dijo a Katie—: Como usted verá, a mis pacientes se les sirve un alimento que puede compararse favorablemente con el de un restaurante de tres tenedores. Creo que uno de los mayores desperdicios de los hospitales son las toneladas de alimentos corrientes, que hay que arrojar a diario, mientras que las familias de los pacientes les traen buenas comidas hechas en casa.
Frunció el ceño.
—Sin embargo —prosiguió—, preferiría que usted no comiese esta noche. Creo que mientras más tiempo ayuna una paciente antes de someterse a una operación, hay menos probabilidades de que sienta molestias después de la intervención.
—No tengo ni pizca de hambre —dijo Katie.
—Muy bien.
Le hizo una señal a la enfermera, que recogió la bandeja y salió a toda prisa.
—Me voy —le dijo el doctor Highley a Katie—. Y tómese la píldora para dormir.
Ella asintió, aunque aquel gesto no implicaba nada. Al llegar a la puerta, el doctor se detuvo.
—¡Oh! Siento decirle que su teléfono no funciona. El técnico se ocupará de ello mañana. ¿Esperaba usted alguna llamada esta noche, o quizá alguna visita?
—No, ni llamadas ni visitas. Mi hermana es la única que sabe que estoy aquí. Y esta noche va a la ópera.
Él sonrió.
—Comprendo. Muy bien. Buenas noches, Mrs. DeMaio. Y, por favor, relájese. Puede confiar en que yo cuidaré muy bien de usted.
—Estoy completamente segura de ello.
El doctor se marchó. Katie se recostó en la almohada y cerró los ojos. Flotaba hacia algún sitio, sentía que el cuerpo se le iba, se le iba…
—Mrs. DeMaio.
Oyó una voz juvenil que parecía pedir excusas. Katie abrió los ojos.
—¡Oh! Debo de haberme quedado dormida.
Era la enfermera Renge, que traía una bandeja con una píldora dentro de un vasito de papel.
—Ahora tiene que tomarse esto. Es la píldora para dormir que le recetó el doctor Highley. Me dijo que me quedase hasta que estuviera segura de que usted se la tomaba.
Aunque el doctor Highley no estaba allí, la chica seguía pareciendo nerviosa.
—Ya sé que a las pacientes las pone de mal humor que las despertemos para que se tomen una píldora para dormir. Pero así es como funciona el hospital.
—¡Ah!
Katie cogió la píldora, se la puso en la boca y bebió un trago de agua.
—¿Quiere acostarse, ahora? Le abriré la cama.
Katie advirtió que se había quedado dormida sobre el cubrecama. Asintió, se levantó y fue al baño.
Allí, se sacó la píldora de dormir que había escondido debajo de la lengua. Aunque una porción de ella ya se había disuelto, se las arregló para escupir la mayor parte. No había forma, pensó. Prefiero no dormir a tener pesadillas. Se lavó la cara con agua, se cepilló los dientes y volvió al dormitorio. Se sentía muy débil e indecisa.
La enfermera la ayudó a acostarse.
—Está muy cansada, ¿verdad? Bien, la voy a tapar. Estoy segura de que dormirá muy bien. Si me necesita para cualquier cosa, toque el timbre.
—Gracias.
Le pesaba mucho la cabeza y creía tener los párpados pegados con goma.
La enfermera Renge se acercó a la ventana y bajó la persiana.
—Ha empezado a nevar ahora. Creo que pronto será lluvia. ¡Qué noche más mala! Pero estupenda para estar acostada.
—Descorra las cortinas y abra la ventana. Aunque sólo sea unos centímetros, por favor —murmuró Katie—. Siempre me ha gustado que haya aire fresco en el dormitorio.
—Muy bien. ¿Quiere que apague la luz, Mrs. DeMaio?
—Sí, por favor.
Sólo quería dormir.
—Buenas noches, Mrs. DeMaio.
—Buenas noches. ¡Ah! ¿Me podría decir qué hora es?
—Acaban de dar las ocho.
—Gracias.
La enfermera salió. Katie cerró los ojos. Pasaron unos minutos. Su respiración se volvió uniforme. A las ocho y media, no percibió el débil sonido que se oyó, cuando alguien empezó a girar la manecilla de la puerta de la sala de estar.