A través de la larga noche de insomnio, Edgar Highley trató de razonar sobre el problema del robo de su maletín. Posiblemente, nunca volvería a verlo; si lo habían abandonado después de registrarlo, lo más probable es que nunca volviese a aparecer. Muy pocas personas se tomarían el trabajo de devolverlo. Era más que probable que se limitasen a quedarse con él y arrojaran su contenido.
Y si por casualidad la policía de Nueva York lo recuperaba intacto, ¿qué pasaría? En el interior, constaban su nombre y la dirección del hospital. En caso de que la policía le llamase, era probable que le pidiesen una lista del contenido; y él, con toda la sencillez del mundo, mencionaría algunas medicinas normales, algunos instrumentos y varios historiales médicos de pacientes. Que todo esto se encontrase en una carpeta que tenía el nombre de Vangie Lewis escrito en una etiqueta, no les diría nada. Era probable que ni se molestasen en hojearlo; supondrían que pertenecía al médico. Si le preguntaban acerca del zapato y el pegajoso pisapapeles, negaría saber nada sobre ello. Diría que era evidente que el ladrón los colocó allí dentro.
Todo iría bien. Y a la noche del día siguiente, desaparecería el último riesgo. A las cinco de la mañana, desechó la idea de quedarse dormido: se duchó y permaneció diez minutos bajo el agua caliente, hasta que todo el baño se llenó de vapor. Al salir, se puso una gruesa bata que le llegaba hasta las rodillas y fue a la cocina. No iría a la consulta hasta el mediodía, pero sí haría la ronda médica antes de ella. Hasta entonces, revisaría las notas de sus investigaciones. La paciente de ayer sería su nuevo experimento. Sin embargo, aún no había elegido la donante.