El taxi dejó a Katie ante la puerta de su casa. Con prisa y dolorida, subió los escalones del porche, introdujo la llave en la cerradura y, abriendo la puerta, murmuró:
—¡Gracias a Dios que estoy de vuelta en casa!
Experimentaba la sensación de haber pasado varias semanas fuera, en vez de una sola noche. Con mirada cariñosa, apreció los tonos terrosos, relajantes y serenos del vestíbulo y de la sala de estar y las plantas trepadoras que la habían atraído cuando visitó la casa por primera vez.
Cogió el cuenco que contenía violetas africanas y olió el penetrante perfume de las flores. Su nariz estaba atiborrada de los olores antisépticos de las medicinas. Le dolía el cuerpo y estaba un poco envarada mucho más ahora que cuando se levantó de la cama, esta misma mañana. Pero, por lo menos, estaba de vuelta en casa.
John, si estuviese vivo, si hubiese estado aquí anoche para visitarme…
Katie colgó el abrigo y se hundió en el sofá de terciopelo color albaricoque de la sala de estar. Alzó la mirada hacia el retrato de John que estaba sobre la chimenea: John Anthony DeMaio, el juez más joven del condado de Essex. Aún se acordaba con gran claridad de la primera vez que le vio, cuando fue a pronunciar una conferencia en la Facultad de Derecho de Seton Hall, donde ella estudiaba.
Cuando la conferencia acabó, los estudiantes se agruparon alrededor de John.
—Juez DeMaio, espero que el Tribunal Supremo deniegue la apelación del caso Collins.
—Juez DeMaio, estoy de acuerdo con la decisión que tomó en el caso Reicher contra Reicher.
Y entonces fue cuando le tocó el turno a Katie.
—Juez tengo que decirle que no estoy de acuerdo con la decisión que tomó en el caso Kipling.
John sonrió
—Sin duda alguna, tiene usted todo el derecho, Miss…
—Katie. Kathleen Noel Kallahan
Nunca comprendió por qué en aquel momento se vio obligada a decir su nombre completo, aunque su marido siempre la llamó así Kathleen Noel.
Aquel día, salieron a tomar café juntos. A la noche siguiente, él la llevó a cenar al restaurante Monsignor II, en Nueva York. Cuando los violinistas se acercaron a su mesa, John pidió que tocasen Viena, ciudad de mis sueños. Y cantó junto con los instrumentos Wien, Wien, nur Du allein.
Cuando acabaron de tocar, él le preguntó:
—¿Has estado alguna vez en Viena, Kathleen?
—Nunca he salido del país, salvo para hacer una excursión con la facultad a las Bermudas. Y, para colmo, llovió los cuatro días.
—Algún día, irás conmigo al extranjero Pero me gustaría que, antes que nada, vieses Italia. ¡Qué hermoso país!
Aquella noche, cuando la dejó, John le dijo
—Tienes los ojos azules mas hermosos que me ha sido concedido mirar. Y no creo que una diferencia de doce años entre ambos sea mucho. ¿No estás de acuerdo, Kathleen?
Tres meses después, y tras obtener la licenciatura en Derecho, Kathleen se casó con John.
*****
Esta casa… John había crecido en ella, la había heredado de sus padres.
—Yo estoy muy unido a esta casa, Kathleen. Pero me gustaría que tú tuvieras conciencia de estarlo también. A lo mejor, te gustaría una casa más pequeña.
—Me crié en un apartamento de tres habitaciones en Queens, John, y dormía en un sofá-cama de la sala de estar. La palabra intimidad tuve que buscarla en el diccionario para saber qué quería decir. Me encanta esta casa.
—Me gusta oírte decir tal cosa, Kathleen.
Se amaban mucho. Y, además, eran muy buenos amigos. Ella, entonces, le habló de la pesadilla.
—Tengo que advertirte que, de vez en cuando, me despierto gritando como una obsesa. Todo empezó cuando yo tenía ocho años de edad, al morir mi padre. Estaba en el hospital recuperándose de un ataque al corazón cuando le dio otro. Parece ser que el anciano que compartía la habitación con él se cansó de llamar al timbre de la enfermera. Pero nadie apareció. Y, cuando por fin lo hicieron, ya era demasiado tarde.
—Y fue entonces cuando empezaste a tener pesadillas, ¿no?
—Supongo que oí tantas veces la historia que terminó impresionándome de mala manera. En la pesadilla, me veo en el hospital yendo de cama en cama en busca de mi padre. Y en los lechos sólo veo rostros de gente que conozco. Todos están dormidos. A veces, se trata de compañeras de la facultad, o de primos o de cualquier otra persona. Pero siempre intento encontrar a papá, sé que me necesita. Por fin, veo una enfermera, corro hacia ella y le pregunto dónde está. Entonces, ella sonríe y responde: «Está muerto. Todas esas gentes están muertas. Y tú también vas a morir aquí».
—¡Pobre niña mía!
—¡Oh, John! Ya sé que, desde un punto de vista intelectual, es una pesadilla no superar esa pesadilla. Pero te aseguro que me aterroriza el pensamiento de ser paciente de un hospital.
—Yo te ayudaré a superar eso.
Katie había tenido el valor de decirle lo que sufrió en realidad desde que murió su padre.
—Le eché mucho de menos. Siempre fui la preferida de mi padre. Molly ya tenía dieciséis años y salía con Bill, por lo que creo que no le dolió tanto. Pero durante todo el tiempo que estuve en el colegio, no dejé de pensar en lo divertido que sería si él hubiera vivido para asistir a las obras de teatro que representábamos y a las graduaciones. Me aterrorizaban las cenas que daban cada primavera en homenaje a padres e hijos.
—¿Pero no tenías a un tío ni a nadie más de la familia que te pudiese acompañar?
—Sólo un tío. Pero nos hubiera costado mucho que no apareciese borracho.
—¡Oh, Kathleen!
Los dos se echaron a reír. Luego, John añadió:
—Bien, cariño, yo me ocuparé de acabar con esa tristeza que tienes.
—Puedo decirle que ya lo ha conseguido, señor juez.
Pasaron la luna de miel viajando por Italia. Los dolores empezaron durante aquel viaje. Regresaron a tiempo para la apertura de los tribunales. John era el juez principal del condado de Essex y ella se ocupó de un caso de homicidio en el condado de Valley. Cuando regresaron, John fue a que le hiciesen un chequeo. Aquella estancia de una noche en el hospital Monte Sinaí se extendió a tres días más de pruebas adicionales. Entonces, una noche, él la esperó en el ascensor, impecablemente elegante, con una bata de terciopelo color vino y una desvanecida sonrisa en el rostro. Katie corrió hacia él consciente, como siempre, de las miradas que le echaban a John las demás personas que subían en el ascensor; pensarían que, hasta en pijama y en bata, John tenía un aspecto impresionante. Katie estaba a punto de decirle tal cosa, cuando John le dijo:
—Tenemos problemas, cariño.
Hasta entonces, por el modo en que él dijo: «tenemos problemas», se notaba que, en aquellos pocos meses y en todos los aspectos, ambos formaban una sola persona. Al entrar en la habitación, John añadió:
—Es un tumor maligno. Parece ser que en ambos pulmones. ¡Por Dios santo, Kathleen! ¡Si ni siquiera fumo!
Incrédulos, se echaron a reír hasta alcanzar el paroxismo del dolor y la ironía: John Anthony DeMaio, juez del tribunal del condado de Essex, antiguo presidente del Colegio de Abogados de Nueva Jersey, que aún no contaba treinta y ocho años de edad, se veía condenado a una sentencia inapelable de seis meses de vida. Para él, no habría ni libertad bajo fianza ni apelaciones.
John volvió a su puesto.
—Moriré con las botas puestas. ¿Y por qué no? —Añadió, encogiéndose de hombros—. Prométeme que te volverás a casar, Kathleen.
—Quizá algún día. Pero será muy difícil encontrar a un hombre que te iguale.
—Me gusta que pienses así. Viviremos con intensidad cada minuto que nos quede de estar juntos.
Aun en medio de aquella sensación, y sabiendo que el tiempo se les acababa, trataban de aprovechar cada segundo al máximo.
Un día, él volvió del tribunal y dijo:
—Creo que ya no voy a trabajar más.
El cáncer se extendió. El dolor fue creciendo más y más. Al principio, John iba al hospital y se pasaba varios días sometido a quimioterapia. Las pesadillas de Katie volvieron de nuevo con espantosa regularidad; pero, cuando John volvía al hogar, todo se arreglaba. Katie renunció a su trabajo; deseaba pasar cada minuto al lado de su marido.
Hacia el final, John le preguntó:
—¿Te gustaría que tu madre viniese de Florida a vivir contigo?
—¡Cielos santos, no! Mamá es admirable, pero vivimos juntas hasta que fui a la universidad y me bastó. Además, a ella le encanta Florida.
—Bueno, de todas formas, me consuela saber que Molly y Bill viven cerca. Ellos se ocuparán de ti. Además, a ti te gustan los niños.
Entonces, se quedaron ambos callados.
Bill Kennedy era cirujano ortopédico; él y Molly tenían seis niños y vivían dos pueblos más allá, en Chapin River. El día que Katie y John se casaron, éstos le aseguraron a Bill y a Molly que superarían su marca.
—Nosotros vamos a tener siete hijos —afirmó John.
La última vez que el juez fue a someterse a tratamiento quimioterapéutico, no regresó a su casa. Estaba tan débil que le obligaron a pasar la noche en el hospital. Y en un momento en que John hablaba con Katie, cayó en estado de coma. Ambos esperaban que la muerte les cogiese en casa. Pero, aquella noche, John murió en el hospital.
A la semana siguiente, Katie solicitó un empleo en la fiscalía y la aceptaron. Fue una buena decisión, pues en el departamento nunca había personal suficiente y ella siempre tuvo más casos de los que era lógico que se ocupase. No quedaba mucho tiempo para dedicarse a la introspección. Todos y cada uno de los días, y hasta durante muchísimos fines de semana, Katie tenía que concentrarse en aquel montón de casos. Y, en cierto aspecto, ello era, además, una buena terapia. La furia que acompañaba el dolor, el sentimiento de que se habían burlado de ella y la ira al ver que a John le habían negado tantas cosas en la vida, las encauzaba en los casos de los que se ocupaba. Cuando seguía un caso criminal, se sentía como si luchase de manera tangible contra, por lo menos, una forma de maldad que destruía las vidas.
Katie se quedaría con la casa. John le dejó en herencia todos sus considerables bienes. Así y todo, ella sabía que era una tontería que una mujer de veintiocho años de edad, con un salario de veintidós mil dólares, viviese en una casa que costaba un cuarto de millón, rodeada por dos hectáreas de terreno.
Molly y Bill la urgían siempre a vender.
—No olvidarás la vida que viviste con John hasta que te la quites de encima —le había dicho Bill.
A lo mejor, tenía razón. En aquel momento, Katie se movió. Se levantó del sofá, se estaba entristeciendo demasiado. Mejor sería que llamase a Molly. Si ésta había intentado llamarla la noche anterior y no había recibido respuesta, estaría encantada, ya que siempre rezaba para que Katie «conociese a alguien». Pero ella no quería que Molly, al intentar hablar con ella en su despacho, se enterase de que había sufrido un accidente.
A lo mejor, su hermana la visitaba y comían juntas. Katie tenía ingredientes necesarios para hacer una ensalada y bloody mary. Molly siempre estaba a régimen. Pero no abandonaría por nada de este mundo su bloody mary a la hora de la comida.
—¡Por Dios santo, Katie! ¿Cómo quieres que una mujer que tiene seis hijos no eche un trago a la hora de la comida?
La vivaracha presencia de Molly haría desaparecer con presteza aquel sentimiento de aislamiento y de pesadumbre.
Katie advirtió que llevaba puesta la blusa manchada de sangre. Cuando hubiera hablado con Molly, y mientras esperaba que llegase, tomaría un baño y se cambiaría.
Al mirarse al espejo que había sobre el sofá, vio que el golpe que había recibido bajo el ojo derecho tomaba un marcado color morado. Su tez, morena por naturaleza y que su madre llamaba el aire «moreno irlandés», que había heredado de su padre, tenía un color amarillo enfermizo. El oscuro cabello castaño que le llegaba hasta el cuello, y que tenía una hermosa y natural caída, aparecía pegado contra el rostro y la nuca.
—Deberías de ver al otro tipo —dijo con cierta sorna.
El doctor le dijo que no se mojase el brazo. Alrededor del vendaje se pondría un plástico para mantenerlo seco. Y antes de que tuviese tiempo de coger el teléfono, éste empezó a sonar. Pensó que se trataba de Molly. «Sin duda mi hermana es una bruja».
Pero se trataba de Richard Carroll, el médico forense.
—¿Cómo te encuentras, Katie? Me acabo de enterar de que has sufrido un accidente.
—Mucho ruido y pocas nueces. Me desvié un poco de la carretera. Pero el problema fue que encontré un árbol en mi camino.
—¿Cuándo sucedió?
—Anoche, sobre las diez. Venía de la oficina camino de casa. Me quedé a trabajar hasta tarde para poner los archivos un poco al día. Pasé la noche en el hospital y ahora acabo de llegar a casa. Tengo un aspecto horrible. Pero, en realidad, estoy bien.
—¿Quién te llevó a casa? ¿Molly?
—No, todavía no sabe nada. Llamé a un taxi.
—Siempre como el llanero solitario, ¿verdad? ¿Por qué demonios no me llamaste a mí?
Katie se echó a reír. La preocupación que dejaba traslucir la voz de Richard era, al mismo tiempo, lisonjera y amenazadora. Richard y el marido de Molly eran buenos amigos. Varias veces en los últimos seis meses, Molly, con toda intención, invitó a cenar a Katie y a Richard; pero éste era demasiado descortés y cínico, y ella siempre se sentía algo inquieta ante él. De todas formas, era evidente que no quería comprometerse con nadie; y, en especial, con nadie con quien trabajaba con mucha frecuencia.
—La próxima vez que me encuentre con un árbol en el camino, ya sé lo que tengo que hacer.
—Te tomarás dos días de vacaciones, ¿verdad?
—¡Oh, no! Voy a ver si Molly está libre para que venga a comer conmigo. Luego, iré a la oficina. Por lo menos, tengo que ocuparme de unos diez casos que he de archivar. Y, además, el viernes tengo una vista muy importante.
—De nada servirá que te diga que estás loca. De acuerdo. Bueno, tengo que colgar, me están llamando por el otro teléfono. Sobre las cinco y media iré a verte para que bebamos algo juntos.
Y colgó antes de que ella pudiera contestar.
Katie marcó el número de Molly. Cuando su hermana contestó, la voz de ésta temblaba.
—Katie, supongo que te habrás enterado, ¿no?
—¿Enterado de qué?
—La gente de tu despacho estará al llegar ahí.
—¿Llegar a dónde?
—A casa de mis vecinos. Los Lewis. Esa pareja que se mudó el verano pasado… Katie, ese pobre hombre, acababa de llegar a su casa después de un vuelo nocturno, cuando la encontró… A su mujer, a Vangie. Se ha matado. ¡Estaba encinta de seis meses, Katie!
Los Lewis. ¡Los Lewis! Katie los conoció en la fiesta de Año Nuevo que ofrecieron Molly y Bill. Vangie era una rubia muy bonita; Chris, piloto de aviación.
Medio en tinieblas oyó la voz entrecortada de Molly que decía:
—Katie, ¿por qué una mujer que quería tan desesperadamente tener un hijo se habrá suicidado?
La pregunta quedó vagando en el aire. Unos temblores fríos recorrieron el cuerpo de Katie. Aquel largo pelo rubio extendido sobre los hombros, su pesadilla. ¡Qué raros eran los trucos que la mente le jugaba! Tan pronto como Molly dijo el nombre, volvió la pesadilla de la última noche. El rostro que entrevió desde la ventana del hospital era el de Vangie Lewis.