El cuerpo sin vida de Vangie Lewis fue colocado en la mesa de la sala de autopsias del médico forense del condado de Valley. Con el rostro impasible, Richard observó cómo su ayudante le quitaba el caftán de seda que sería el sudario de Vangie. Quien había parecido dulce y natural bajo la suave luz de la funeraria, ahora recordaba a un maniquí de un gran almacén: rasgos sin ninguna señal de vida.
El rubio cabello de Vangie, que habían peinado con mucho esmero para que le cayese espontáneamente sobre los hombros, ahora que la laca empezaba a endurecerse presentaba mechones de pelos rojizos y sueltos. Fugazmente, Richard recordó a san Francisco de Borja, que había abandonado la vida cortesana y entrado en un monasterio, tras ver el cadáver de una reina que una vez había sido muy bella.
Sin perder un minuto, centró su pensamiento en el problema médico que tenía entre manos; en la tarde del martes, no se había fijado en un detalle del cuerpo de Vangie. De ello estaba seguro Tenía algo que ver con sus piernas o sus pies; allí concentraría su atención.
Quince minutos después, encontró lo que buscaba; un rasguño de unas dos pulgadas en el pie izquierdo de Vangie, al que no había prestado atención; la había fijado toda en las quemaduras producidas por el cianuro y en el feto.
Aquel rasguño era reciente y no había señal de que la piel fuera a cicatrizar.
Aquello era lo que le preocupaba; al pie de Vangie le habían hecho aquel rasguño un poco antes de morir. Además, Charley había encontrado en el garaje un pedacito de tela del vestido que llevaba y que estaba enganchado en una herramienta afilada.
Richard se volvió a su ayudante:
—Supongo que el laboratorio ya ha acabado de analizar las ropas que llevaba puestas Mrs. Lewis cuando la trajeron aquí. Por favor, ve a recogerlas y vístela de nuevo. Cuando esté listo, me llamas.
Regresó a su despacho y escribió en un bloc: «Los zapatos que Vangie usaba cuando la encontraron era un calzado para caminar, bastante razonable, y que le subía por encima del tobillo. Imposible que los llevase puestos cuando se hizo el rasguño en el pie».
Volvió a estudiar las notas que había tomado aquella noche: el bebé de los Berkeley. Hablaría con Jim Berkeley y le obligaría a admitir que había adoptado a la niña.
¿Pero qué probaría aquello?
Sencillamente, nada, pero daría origen a la investigación. En cuanto lo admitiera, el concepto de maternidad Westlake quedaría expuesto como un gigantesco fraude.
¿Llegaría alguien a matar para evitar que semejante fraude saliera a la luz?
Necesitaba ver el historial médico de Vangie Lewis que tenía el doctor Salem. Era de suponer que, a esta hora, Scott se habría puesto al habla con la consulta del doctor Salem. Sin perder un instante, marcó el número de Scott.
—¿Has hablado con la enfermera de Salem?
—Sí, y también con su esposa. Ambas están hechas polvo y juran que Salem no tenía síntomas de tensión alta ni de mareos. Ni problemas personales ni problemas económicos. Además, tenía muchas conferencias que dar en los seis meses siguientes. Es mejor, pues, que nos olvidemos de cualquier teoría sobre un suicidio o sobre una caída accidental.
—¿Te has enterado de algo sobre Vangie Lewis? ¿Qué sabía la enfermera?
—Ayer por la mañana, en la consulta, el doctor Salem le dijo que sacase el historial de Vangie. Luego, justo antes de marcharse a coger el avión, puso una conferencia.
—Puede ser la que me puso a mí.
—Es posible. Pero la enfermera añadió que él le había dicho que tenía que poner otras conferencias, pero que lo haría utilizando su tarjeta de crédito desde el aeropuerto, después de facturar el equipaje. Al parecer, quería llegar muy pronto al aeropuerto, para disponer de mucho tiempo libre.
—¿Nos enviará el historial de Vangie? Quiero verlo.
—No, imposible. —La voz de Scott se endureció—. El doctor Salem se lo llevó consigo, ella vio cómo lo metía en el maletín. Y el maletín apareció en la habitación del hotel, pero no así el historial. Ahora, oye esto: cuando el doctor Salem se hubo marchado, Chris Lewis llamó a la consulta y dijo que tenía que hablar con Salem. La enfermera le informó dónde estaría en Nueva York y hasta le dio el número de la habitación del hotel. Te aseguro una cosa, Richard: para cuando acabe el día de hoy, espero poder emitir una orden de busca y captura contra Lewis.
—Eso quiere decir que crees que había algo en ese historial por el cual Chris Lewis llegaría a matar. Me cuesta trabajo creerlo.
—Alguien quería el historial, eso queda bastante claro. ¿No lo crees así? —dijo Scott.
Richard colgó el auricular. Alguien quería el historial. El historial médico. ¿Quién sabría que contenía algo que podía resultar amenazador?
Sólo otro médico.
¿Tendría razón Katie al sospechar del psiquiatra? ¿Y qué pensar de Edgar Highley? Había llegado al condado de Valley respaldado por el nombre de Westlake, nombre muy respetado en los círculos médicos de Nueva Jersey.
Impaciente, Richard buscó en su mesa el papel en que Marge había escrito los nombres de los dos pacientes que habían presentado acusaciones de mal ejercicio de la medicina contra Edgar Highley.
«Anthony Caldwell, Old Country Lane, Peapack.
»Anna Horan, 415, Walnut Street, Ridgefield Park».
A través del interfono le dijo a Marge que intentase telefonear a estas personas.
Al cabo de unos minutos, Marge entró en el despacho.
—Anthony Caldwell ya no vive en esta dirección, el año pasado se trasladó a Michigan. Pero hablé con una vecina por teléfono, y me dijo que su esposa había muerto por embarazo extrauterino y que presentó una acusación contra el médico, pero no prosperó. Esta vecina parecía tener muchas ganas de hablar. Me comunicó que Mrs. Caldwell le había dicho que otros dos médicos le habían asegurado que nunca podría concebir. Pero que tan pronto empezó a seguir el programa del concepto de maternidad Westlake, quedó encinta. Estuvo todo el tiempo muy enferma y, por fin, al cuarto mes, murió.
—Esto me da bastante información de momento —dijo Richard—. Vamos a embargar todos los archivos del hospital. ¿Te has enterado de algo respecto a Mrs. Horan?
—Pesqué a su marido en casa: es estudiante de Derecho en Rutgers. Me dijo que ella trabaja de programadora de computadoras y me dio el número de teléfono de su oficina. ¿Quieres que la llame ahora?
—Sí, por favor.
Marge cogió el teléfono de Richard, marcó el número y pidió que le pusieran con Mrs. Anna Horan. Un momento después, decía:
—Un momento, por favor, Mrs. Horan. Le paso al doctor Carroll.
Richard cogió el auricular:
—¿Mrs. Horan?
—Sí.
Había una inflexión saltarina en su voz y un acento que no podía definir.
—Mrs. Horan, el año pasado presentó usted una acusación de mal ejercicio de la medicina contra el doctor Edgar Highley. Me gustaría saber si puedo hacerle unas preguntas sobre este asunto. ¿Puede hablar con libertad?
En el otro extremo del auricular, la voz se volvió nerviosa.
—No… Aquí, no.
—Comprendo, pero se trata de un caso urgente. ¿Le molestaría venir hoy a mi despacho cuando acabe el trabajo, para que charlásemos un rato?
—Sí… De acuerdo.
Resultaba evidente que quería colgar el aparato.
Richard le dio la dirección de la consulta y le indicó el modo de llegar hasta allí. Pero la mujer le interrumpió.
—Conozco el camino… Estaré allí a las cinco y media.
La comunicación se interrumpió y Richard miró a Marge que se encogió de hombros.
—Aunque no le gusta mucho la idea, vendrá.
Ya casi era mediodía. Richard decidió ir al tribunal donde Katie se ocupaba del caso Odenhall, para ver si deseaba acompañarle a comer. Quería desahogar los pensamientos que tenía sobre Edgar Highley. Katie le había entrevistado. ¿Qué reacción había experimentado ella? ¿Estaría de acuerdo en que había algo extraño en el concepto de maternidad Westlake? O bien se trataba de un comercio ilegal de bebés o bien de un doctor que corría riesgos criminales con la vida de sus pacientes.
Cuando llegó al tribunal, no había nadie, salvo Katie, que aún estaba en la mesa del fiscal.
Ensimismada en sus notas, apenas le miró cuando él se acercó. Cuando la invitó a comer, movió negativamente la cabeza.
—Estoy metida en este caso hasta las cejas, Richard. Esos gamberros niegan ahora su confesión. Intentan decir que fueron otros quienes incendiaron las aulas. Son unos mentirosos tan convincentes que aseguraría que el jurado se lo ha creído. Tengo que estudiar de nuevo todas las pruebas.
Y volvió a mirar las notas.
Richard se la quedó mirando. Su tez, normalmente cetrina, tenía una palidez mortal. Sus ojos, cuando le miró, parecían lejanos y borrosos. Se fijó en la servilleta que le rodeaba un dedo. Con suavidad, le cogió la mano y la desenrolló.
Katie levantó la vista.
—Esta cosa molesta debe de ser una herida profunda. No ha dejado de sangrar intermitentemente durante toda la mañana. ¡Lo que me faltaba!
Richard observó la herida. Al quitarle la servilletita, la sangre empezó a manar de nuevo. Apretó el tejido sobre el corte, cogió una goma elástica y se la enrolló alrededor.
—Déjalo así durante veinte minutos. La sangre debería ya detenerse. Katie, ¿tienes problemas de coagulación?
—Creo que sí. Pero, ¡oh, Richard, ahora no puedo hablar de ello! ¡Este caso se me está escapando de las manos y me siento deprimida!
Se le quebró la voz.
La sala del tribunal estaba vacía con excepción de ellos dos. Richard se inclinó, la rodeó con sus brazos, le acarició la cabeza que se apoyaba en su pecho y le besó el pelo.
—Ya me voy a marchar, Katie. Pero vayas donde vayas este fin de semana, quiero que pienses una cosa: estoy dispuesto a darlo todo por ti, te quiero y, además, deseo cuidarte. Si existe otro hombre, dile que se va a encontrar con una competencia muy reñida. Sea quien sea este hombre, no se ocupa de ti. Y, si es el pasado el que te tiene presa, voy a intentar liberarte.
Se enderezó.
—Ahora, adelante y gana este caso. Puedes hacerlo. Y, por Dios santo, relájate este fin de semana. El lunes voy a necesitar tu apoyo en una interpretación que cada vez veo más clara del caso de los Lewis.
Durante el transcurso de la mañana Katie había sentido mucho frío, un frío helado y desesperado. Ni siquiera el traje de lana de mangas largas la ayudó a combatirlo. Y ahora, al sentirse tan cerca de Richard, la calidez de su cuerpo la embargó.
Cuando él se disponía a marcharse, le cogió impulsivamente una mano y se la llevó a la cara. Luego, dijo:
—Hasta el lunes.
—Hasta el lunes —contestó Richard.
Y se marchó del tribunal.