Edna Burns fue enterrada el viernes por la mañana, después de la misa de Resurrección de las once, que se celebró en la iglesia de San Francisco Javier. Gana Krupshak y Gertrude Fitzgerald siguieron el ataúd hasta el cercano cementerio. Y, abrazadas, vieron cómo depositaban a Edna en la tumba, junto a sus padres. El sacerdote, el padre Durkin, se ocupó del responso final, roció con agua bendita el ataúd y las acompañó luego hasta el coche de Gertrude.
—¿Querrían tomar ustedes una taza de café conmigo? —les preguntó el sacerdote.
Gertrude se secó los ojos, movió la cabeza y dijo:
—Tengo que volver al trabajo. Ocupo el sitio de Edna hasta que encuentren una nueva recepcionista. Y, esta tarde, ambos doctores tienen consulta.
Mrs. Krupshak tampoco aceptó:
—Pero, padre, si usted va camino de la parroquia, me podría llevar. Así, Gertrude no tendría que desviarse de su camino.
—Desde luego.
Gana se volvió hacia Gertrude e, impulsivamente, le dijo:
—¿Por qué no vienes a cenar esta noche con nosotros? Voy a hacer un asado estupendo.
La idea de regresar a su apartamento solitario, turbaba a Gertrude; así pues, no tardó en aceptar la invitación. Le gustaría hablar sobre Edna, esta noche, con la otra persona que había sido su amiga. Quería decirle a Gana la tremenda vergüenza que había sido, que ninguno de los médicos hubiese ido a la misa. Aunque, por lo menos, el doctor Fukhito había enviado un ramo de flores. Quizá hablar de ello con Gana, la ayudaría a pensar con claridad y podría así apresar aquel pensamiento que le zumbaba en la cabeza sobre algo que Edna le había dicho.
Se despidió de Gana y del padre Durkin, entró en su coche, encendió el motor y soltó el freno. En su mente, se cernía el rostro del doctor Highley, aquellos grandes y fríos ojos como de pez. ¡Oh, sí, la noche del martes fue bastante amable con ella, le dio la pastilla para que se calmase y la atendió! Pero había algo extraño en él aquella noche. Como cuando fue a buscarle un vaso de agua y ella empezó a seguirle pues no quería que él se tomase tantas molestias. Desde el pasillo, vio cómo sacó el pañuelo y empezó a abrir la mesilla de noche de Edna.
Luego, aquel agradable doctor Carroll se encaminó hacia el pasillo; en vista de ello, el doctor Highley tuvo que cerrar el cajón, meterse el pañuelo en el bolsillo y retroceder, aparentando que se había quedado en el umbral del dormitorio.
Gertrude había dejado pasar al doctor Carroll y volvió a la sala de estar. No quería que creyesen que intentaba oír de qué hablaban. Pero si el doctor Highley quería algo que había en aquel cajón, ¿por qué no lo dijo y lo pidió? ¿Y por qué razón tenía que abrirlo con un pañuelo cubriéndole los dedos? Sin duda alguna, no pensaba que el apartamento de Edna estaba demasiado sucio para tocarlo; todo lo contrario; estaba inmaculadamente limpio.
El doctor Highley siempre fue un hombre extraño. En realidad, tanto a ella como a Edna les intimidaba un poco. Por ningún concepto se dejaría convencer para que ocupase el puesto de su amiga. Aquello ya lo tenía decidido. Gertrude salió del camino del cementerio y condujo su coche hacia Forest Avenue.