Como sería de esperar de una buena contable, Edna tenía sus papeles meticulosamente ordenados. El viernes por la mañana, cuando la brigada de investigación, a la cabeza de la cual estaban Phil Cunningham y Charley Nugent, se ocupó de revisar su apartamento, encontraron en el anticuado escritorio el siguiente documento:
Ya que el único pariente consanguíneo que tengo nunca se molestó en escribir preguntando por la enfermedad de mis queridos padres, ni en enviar una tarjeta, he decidido dejar mis bienes personales a mis amigas: Mrs. Gertrude Fitzgerald y Mrs. Gana Krupshak. Mrs. Fitzgerald recibirá mi anillo de diamantes y cualquier otro objeto de mi casa que quiera. Mrs. Krupshak recibirá mi alfiler de diamantes y mi abrigo de piel de imitación y cualquier objeto de mi casa que Mrs. Fitzgerald no quiera. Todo lo relativo a mi funeral, lo he preparado con el establecimiento que se ocupó del hermoso sepelio que tuvieron mis padres. Una vez descontados los gastos del funeral, mi póliza de seguros de diez mil dólares la recibirá el hospital que cuidó tan bien a mis padres, y con el cual me encuentro en deuda.
La patrulla se ocupaba rutinariamente de buscar huellas dactilares, cabellos humanos, fibras y cualquier señal que hiciese pensar en una entrada forzada. Un lugar en el que faltaba la suciedad, en la base de la maceta que había en el alféizar de la ventana del dormitorio, hizo que las patas de gallo y las arrugas de la frente de Phil se frunciesen de mala manera. Salió, se dirigió a la parte posterior del apartamento y, con mucho cuidado, cogió una muestra de la tierra helada y la metió en un sobre. Luego, con la punta de los dedos, abrió la ventana del dormitorio. Era lo bastante baja para que una persona de talla normal pudiera entrar.
—A lo mejor, alguien entró por aquí y la mató. Pero como la tierra está tan helada, es probable que nunca podamos probarlo —le dijo Phil a Charley.
Como última medida, llamaron a todas las puertas de los vecinos que daban al jardín. Y les hicieron una pregunta muy simple: ¿había notado alguien la presencia de extraños en la vecindad, el martes por la noche?
En realidad, no esperaban tener éxito; la noche del martes había sido muy oscura y muy fría. Además, los setos sin podar permitían que cualquiera que quisiera no ser visto, pudiera protegerse en las sombras del edificio.
Pero en el último apartamento, obtuvieron un éxito inesperado: un chico de unos once años de edad que acababa de regresar de la escuela para cenar, oyó la pregunta que le hicieron a su madre.
—Yo le dije a un hombre dónde vivía Mrs. Burns —informó el niño—. ¿No te acuerdas, mamá, de que me hiciste sacar a Porgy antes de irme a dormir, después de ver mi programa favorito de televisión?
—Eso sería sobre las nueve y media —dijo la madre del niño—. Y tú no me dijiste que hablaste con alguien —le dijo acusadoramente.
El chico se encogió de hombros.
—No era nada importante. Un hombre aparcó junto al bordillo en el momento en que yo regresaba hacia casa, y me preguntó si sabía en qué apartamento vivía Mrs. Burns. Se lo indiqué. Eso es todo.
—¿Qué aspecto tenía? —le preguntó Charley. El chico engurruñó la nariz y añadió:
—¡Oh! ¡Tenía buen aspecto! Era algo moreno, alto y tenía un coche precioso. Era un Viette.
Charley y Phil se miraron. Y el primero dijo llanamente:
—Chris Lewis.