Antes de meterse en la cama, Katie llenó un pequeño maletín con las cosas que necesitaría en el hospital. Éste se hallaba a medio camino entre la casa y el despacho. Habría sido una pérdida innecesaria de tiempo tener que regresar a la primera para recoger el maletín.
Se dio cuenta de que, mientras hacía semejante tarea, experimentaba una sensación de urgencia. ¡Qué ganas tenía de acabar con todo esto! La molesta realidad de no sentirse físicamente bien la deprimía tanto emocional como mentalmente. Por la noche, casi se sintió exaltada cuando se dirigía a la casa de su hermana. Pero, ahora, se sentía vacía, agotada, deprimida. Todo tendría una causa física. ¿O no?
¿O sería quizá aquel insoportable pensamiento de creer que Richard tuviera que ver, quizá, algo con otra mujer, el que contribuía a que se sintiera cada vez más deprimida?
Quizá cuando ya se hubiese operado podría pensar con mayor claridad. Ahora, le parecía que su mente estaba llena de pensamientos vagos; como oleadas de mosquitos que se posaban y la picaban antes de que ella pudiese aplastarlos con la mano. ¿Por qué tenía aquella sensación de no captar todas las señales que percibía, de no saber responder a las preguntas correctamente, de interpretar mal todos estos signos? El lunes próximo se sentiría mejor, sería capaz de pensar bien.
Experimentando un gran aburrimiento, se duchó, se cepilló los dientes y el cabello y se acostó. Un minuto después, se incorporó sobre un codo, cogió el bolso y sacó la botellita que el doctor Highley le había dado.
«Casi me olvido de tomarla», pensó mientras se tragaba la píldora el agua del vaso que estaba en la mesilla de noche.
Apagó la luz y cerró los ojos.