Estaban sentados hombro contra hombro en el último sofá del drugstore de la calle Ochenta y siete. Habían dejado a un lado los bollos sin comer y bebían sombríamente café. El brazo de la chaqueta del uniforme azul acerado de la muchacha, descansaba sobre los galones dorados de la manga del hombre; y los dedos de la mano derecha de éste estaban entrelazados con los de la mano izquierda de ella.
—Te he echado de menos —dijo él con precaución.
—Yo también, Chris. Por eso siento que nos veamos esta mañana, pues lo empeorará todo.
—Dame un poco de tiempo, Joan. Te juro ante Dios que encontraremos una solución. Tenemos que encontrarla.
Joan movió la cabeza y él se volvió a mirarla. Encogiéndose por dentro, advirtió cuan infeliz parecía ella. Sus ojos pardos estaban enturbiados y su pelo castaño, que aquella mañana llevaba recogido en un moño, acrecentaba la palidez de aquel límpido y uniforme cutis.
Por centésima vez, él se preguntó por qué no había terminado de una vez con Vangie, cuando le trasladaron a Nueva York, el año pasado. ¿Por qué había respondido al ruego de su mujer, quien le pedía que volviesen a intentarlo para ver si su matrimonio funcionaba, cuando diez años de vivir juntos no habían servido de nada y, para colmo, ahora esperaban un hijo? Se acordó de la espantosa disputa que tuvo con Vangie antes de marcharse. ¿Debería hablarle de ello a Joan? No, no serviría de nada.
—¿Te gustó China? —le preguntó él.
Joan se espabiló.
—Fascinante. Es completamente fascinante.
Joan era azafata de la Pan American. Se habían conocido seis meses antes en Hawai, cuando uno de los otros capitanes de la United, Jack Lane, dio una fiesta.
La base de trabajo de Joan estaba en Nueva York, donde compartía un apartamento en Manhattan con otras dos azafatas de la Pan Am.
Es increíble, y casi parece una locura, lo bien que se entienden algunas personas desde el primer minuto que se conocen. Él le dijo que estaba casado. Pero también fue capaz de añadir, con toda honestidad, que cuando le trasladaron de la base de Minneapolis a la de Nueva York, quería separarse de Vangie. El último y desesperado intento por salvar el matrimonio no servía de nada. Ninguno de los dos era culpable, pues, por encima de todo, aquel matrimonio nunca debería de haber existido.
Fue entonces cuando Vangie le habló del hijo que esperaba.
En aquel momento, Joan le dijo:
—Llegaste en el último vuelo.
—Sí. Tuvimos problemas con los motores, en Chicago, y hubo que anular el último vuelo. Así que tuvimos que regresar. Llegué sobre las seis y cogí una habitación en el Holiday Inn de la calle Cincuenta y siete.
—¿Por qué no fuiste a casa?
—Porque hace dos semanas que no te veo y quería verte. Tenía que verte. Vangie no me espera hasta las once más o menos. Así, pues, no te preocupes.
—Chris, ya te dije que había solicitado que me cambiasen a la división de América del Sur y lo han aprobado. La próxima semana me mudaré a Miami.
—No, Joan.
—Es la única solución, Chris. Lo siento, pero no me gusta vivir con un hombre casado. Detesto destruir hogares.
—Pero nuestras relaciones han sido totalmente inocentes.
—En el mundo en que hoy día vivimos, ¿quién lo creería? El solo hecho de que dentro de una hora le mentirás a tu mujer sobre tu llegada ya dice bastante, ¿no crees? Y no lo olvides, soy hija de un pastor protestante. Me imagino la reacción de mi padre si le digo que estoy enamorada de un hombre que, no sólo está casado, sino que además lo está con una mujer que por fin espera el niño que llevaba deseando desde hacía diez años. Te aseguro que no se sentiría muy orgulloso de mí.
Joan acabó de beberse el café.
—Y, digas lo que digas, Chris, presiento que si no estoy cerca de ti es posible que tú y tu mujer volváis a compartir una mayor intimidad. Te estoy absorbiendo los pensamientos, cuando deberías ocuparte de ella. Además, te asombraría saber hasta qué punto un bebé es capaz de unir a las personas.
Con suavidad, Joan retiró los dedos de la mano de Chris.
—Será mejor que me marche a casa, Chris. El vuelo ha sido muy largo y estoy cansada. Y también será bueno que tú te marches a tu casa.
Se miraron mutuamente sin disimulo. Joan le acarició el rostro deseando borrar las arrugas de su frente, que denotaban infelicidad.
—La verdad es que podríamos haber sido muy felices juntos —dijo Joan.
Luego, añadió:
—Pareces muy cansado, Chris.
—Anoche no dormí mucho que digamos. —Intentó sonreír—. No creas que voy a abandonarte, Joan. Te aseguro que iré a Miami a buscarte. Y cuando vaya, seré libre.