Jennifer, la sobrina de Katie, que tenía doce años, abrió la puerta al ver a su tía avanzar por el sendero.
—Hola, Katie.
Su voz era alegre y el beso que le dio, apresurado. Las dos se sonrieron. Con sus ojos de un color azul oscuro, el pelo negro y la piel cetrina, Jennifer era una versión adolescente de Katie.
—Hola, Jenie. ¿Cómo estás?
—Ya bien. ¿Y tú? Me preocupé mucho cuando mamá me contó lo de tu accidente. ¿Estás segura de que ya te encuentras bien?
—Será mejor decir que la próxima semana estaré estupenda.
Cambió de tema:
—¿Aún no han llegado los demás?
—Ha llegado todo el mundo. También está el doctor Richard… ¿Sabes cuál fue la primera pregunta que hizo?
—No.
—«¿Ya ha llegado Katie?» Te lo juro, está loco por ti, Katie. Mamá y papá también lo piensan. Les he oído hablar de ello. Y tú, ¿qué me cuentas? ¿Estás loca por él?
—¡Jennifer!
Medio riendo y medio de mal humor, Katie se encaminó hacia la escalerita que quedaba en la parte posterior de la casa. Luego, volviendo la cabeza, preguntó:
—¿Dónde están tus hermanos?
—Mamá los envió con una chica que se dedica a cuidar niños para que comieran en un McDonalds y después fueran al cine. Dijo que el bebé de los Berkeley no podría dormir, si los gemelos estaban por aquí.
—Muy bien pensado —murmuró Katie.
Avanzó por el pasillo y se dirigió al comedor. Después de ver a Gana Krupshak, había ido a casa a ducharse y cambiarse. Se marchó de allí a las siete menos cuarto, pensando que muy pronto Chris Lewis sería interrogado en el despacho de Scott. ¿Qué explicación daría por no haber admitido que se hallaba en Nueva Jersey el lunes por la noche? ¿Por qué no lo dijo al principio por propia voluntad?
Se preguntó si Richard habría hablado ya con el doctor de Minnesota. A lo mejor, podía aclarar muchísimas cosas. Trataría de tener un aparte con Richard y preguntárselo.
Mientras conducía hacia casa de su hermana, resolvió olvidarse del caso durante el resto de la velada. A lo mejor, no pensar en éste durante un rato la ayudaría a seguir las vagas pistas que se le escapaban…
Llegó al comedor. Liz y Jim Berkeley estaban sentados en un sofá, y Molly les pasaba la bandeja de entremeses. Bill y Richard hablaban junto a la ventana. Katie se fijó en Richard: llevaba un traje azul marino, de listas, que ella nunca había visto. En su oscuro pelo había canas que nunca había notado. Los dedos qué sostenían el tallo de la copa, eran largos y perfectos. ¡Qué extraño! Le había visto durante todo el año pasado, como si fuera un ser anónimo, sin fijarse en los detalles. A Katie, le pareció que ella era como una cámara a la que no habían dejado mover de una sola posición. Y la cámara empezaba ahora a girar de nuevo. El aspecto de Richard era serio, se veían arrugas en su frente. Se preguntó si estaría hablando con Bill sobre el feto de Vangie. No, no charlaría de aquello ni siquiera con Bill.
En aquel momento, Richard giró la cabeza y la vio.
—¡Katie!
Su sonrisa estaba en concordancia con el tono agradable de su voz. Se acercó rápidamente para saludarla.
—Me has tenido pendiente del timbre de la puerta.
Con mucha frecuencia en estos últimos tres años, Katie había entrado en un salón donde había sido la rara, una mujer solitaria entre parejas. Ahora, aquí, esta noche, Richard la había esperado, había prestado atención a su llegada.
Antes de tener tiempo de pensar en sus sentimientos, Molly y Bill la saludaron; Jim Berkeley se puso de pie y la normal confusión de saludos se produjo entre los asistentes. Al sentarse a la mesa, Katie se las arregló para preguntarle a Richard si había hablado con el doctor Salem.
—No, parece ser que se me escapó por los pelos, a las cinco —le explicó Richard—. Luego, intenté llamarle desde mi casa, a las seis. Pero no hubo respuesta. Le di el número de esta casa a la operadora del hotel y al servicio que me recoge las llamadas. Estoy ansioso por escuchar lo que ese hombre tiene que decir.
Por acuerdo tácito, ninguno de ellos habló del suicidio de Vangie, hasta que la cena estuvo casi acabada. Entonces, el tema surgió, porque Liz Berkeley dijo:
—Hemos tenido suerte. Debo admitir que no me atrevía ni a respirar, ya que me temía que Maryanne se despertarse y nos diese la lata. ¡Pobrecilla! Tiene las encías muy inflamadas y no hace más que llorar.
Jim Berkeley se echó a reír. Era un hombre moreno y guapo, de pómulos salientes, ojos negros y espesas y oscuras cejas.
—Cuando Maryanne nació, Liz solía despertarla cada quince minutos para asegurarse de que aún respiraba. Pero, desde que han empezado a salirle los dientes, Liz se ha vuelto igual que cualquier otra madre. —E imitó la voz de aquélla—: ¡Cállate, monstruo! ¡Despertarás al bebé!
Liz, que recordaba a una artista famosa de la televisión y que tenía el cuerpo esbelto y sinuoso, poseía un rostro franco y agradables e hipnotizadores ojos oscuros.
Se encaró con su marido y le dijo:
—Tendrás que admitir que ya no estoy tan nerviosa y que casi soy normal. Pero la niña es un milagro para nosotros. Yo ya había perdido toda esperanza. Entonces, intentamos adoptar a un niño. Pero, ahora, ya no hay niños que adoptar. Y dado que ambos tenemos unos treinta años, nos dijeron que olvidásemos esa idea. Entonces, apareció el doctor Highley. Ese hombre es milagroso.
Katie vio cómo Richard entornaba los ojos.
—¿De verdad lo crees así? —le preguntó él.
—Sin duda alguna. Pero hay que tener en cuenta que el doctor Highley no es la persona más amable del mundo… —contestó Liz.
—Lo cual quiere decir que es un hijo de perra egocéntrico y un gran bribón —la interrumpió su marido—. Pero, ¿a quién le importa eso? Lo que interesa es que conoce su oficio. Tengo que decir que cuidó a Liz de manera excelente. Hizo que ésta ingresara dos meses antes del alumbramiento y la iba a ver personalmente tres o cuatro veces al día.
—Pero así obra el doctor Highley cuando los embarazos son difíciles —dijo Liz—, no sólo conmigo. ¿Sabéis una cosa? Todas las noches rezo por ese hombre. No tenéis ni idea de la diferencia que ha supuesto el bebé en nuestras vidas. Y no dejéis que os embauque. —Señaló a su marido—. Cada noche se levanta diez veces para estar seguro de que Maryanne está tapada y de que no hay corrientes de aire. Di la verdad.
Le miró.
—Cuando hace un rato fuiste al servicio, ¿no echaste una ojeada?
Él se echó a reír.
—Claro que sí.
Molly dijo lo que Katie pensaba:
—Así es como Vangie Lewis se habría ocupado de su hijo.
Richard miró a Katie interrogativamente y ésta movió la cabeza. Sabía que él se preguntaba si ella les habría dicho a Molly y a Bill que el bebé de los Lewis era oriental. Deliberadamente, Richard apartó la conversación de Vangie.
—Tengo entendido que vivías en San Francisco —le dijo Richard a Jim—. Allí crecí yo. En realidad, mi padre aún trabaja en el Hospital General de San Francisco…
—Es una de mis ciudades predilectas —contestó Jim—. Si nos lo ofrecieran, volveríamos allí sin pensarlo. ¿Verdad, Liz?
Mientras los otros hablaban, Katie sólo prestaba cierta atención; decía algo de vez en cuando, para que no advirtiesen su silencio. Tenía mucho en que pensar. Los dos días que iba a pasar en el hospital, le darían el tiempo necesario para hacerlo. Se sentía fatigada y mareada, pero no quería marcharse demasiado pronto; temía estropear la diversión de los demás.
La oportunidad que esperaba se presentó cuando los componentes del grupo se levantaron de la mesa, y se marcharon a la sala de estar para tomar café.
—Voy a despedirme. He dormido muy mal esta semana y me caigo de sueño.
Molly la miró, comprensiva, y no protestó. Richard dijo:
—Te acompaño al coche.
—Estupendo.
El aire de la noche era frío y Katie tembló al echar a andar. Richard lo notó inmediatamente y le dijo:
—Estoy muy preocupado por ti, Katie. Sé que no te encuentras muy bien, pero parece que no quieres hablar de ello. Aunque, por lo menos, podríamos cenar juntos mañana por la noche. El caso Lewis se está desarrollando de tal manera que, mañana, el despacho parecerá un zoológico.
—Lo siento, Richard, pero no puedo. Me marcho este fin de semana.
Katie se dio cuenta de que su voz sonaba pidiendo que la excusase.
—¿Que qué? ¿Con todo el lío que tenemos en el despacho? ¿Y Scott lo sabe?
—Yo… yo me he comprometido.
«¡Qué cosa más tonta y estúpida he dicho! —Pensó Katie—. Todo esto es ridículo. Voy a decirle a Richard que mañana ingresaré en el hospital». Las luces del sendero iluminaban la cara del hombre, y leyó en ella una inconfundible expresión de decepción mezclada con desaprobación.
—Richard, no es algo de lo que haya hablado a menudo, pero…
La puerta principal de la casa se abrió de golpe.
—¡Richard, Richard!
La voz de Jennifer sonaba nerviosa y animada.
—Clovis Simmons está al teléfono.
—¡Clovis Simmons! ¿No es la actriz de un serial? —le preguntó Katie.
—Sí. ¡Oh, coño! Esperaba que la llamase y me olvidé. Aguarda un momentito, Katie. Volveré enseguida.
—No, te veré mañana. Vete a tu trabajo.
Katie subió al coche y cerró la puerta. Buscó la llave en el bolso, la encontró y la introdujo en la cerradura. Por un instante, Richard pareció dudar. Luego, se dirigió rápidamente hacia la casa mientras oía cómo el coche de Katie se alejaba. Mierda, pensó. Mira que pasar esto, ahora. Saludó bruscamente a Clovis.
—Bien, doctor, ¿no es una vergüenza que haya tenido que averiguar dónde estabas? Habíamos hablado de cenar, ¿verdad?
—Lo siento, Clovis.
«No, Clovis, fuiste tú la que hablaste de cenar, no yo», pensó Richard.
—Ya es demasiado tarde.
El tono de voz de ella era frío.
—Vengo de grabar y quería pedirte excusas en el caso de que hubieras venido. Pero ya veo que me he equivocado —añadió. Richard miró a Jennifer, que estaba a su lado.
—Mañana te llamaré, Clovis. Ahora, no puedo hablar.
Oyó cómo Clovis colgaba el teléfono de mal humor. Él hizo otro tanto, aunque lentamente. Clovis estaba furiosa, pero aún estaba mucho más dolida.
«¡Cómo tratamos a las personas! —Pensó Richard—. Sólo porque no siento nada en serio por ella, ni me detuve a pensar en sus sentimientos». Mañana la llamaría y se excusaría. Además, sería lo bastante honesto como para decirle que había otra persona.
Katie. ¿Adónde iba este fin de semana? ¿Existía otra persona para ella? Parecía muy turbada, muy preocupada. ¿Se había equivocado con ella en todo momento? Siempre achacó la reticencia y la falta de interés de Katie hacia él, a la probabilidad de que ella viviese en el pasado. Quizá había otra persona en su vida. ¿Había sido tan tonto sobre los sentimientos de Katie como, de manera diferente, lo había sido con los de Clovis?
Aquella idea echó a perder el placer de la velada. Se excusaría y volvería a su casa. Aún no era demasiado tarde para volver a llamar al doctor Salem. Entró en la sala de estar.
Molly, Bill y los Berkeley estaban allí. Envuelta en una mantita y sentada en el regazo de Liz, había una niña.
—Maryanne decidió unirse al grupo —dijo Liz—. ¿Qué opinas de ella?
La mujer sonreía orgullosamente, mientras hacía girar a la niña para que la vieran.
Richard miró aquellos solemnes ojos, en medio de un rostro con forma de corazón. Jim Berkeley estaba sentado junto a su esposa. Maryanne estiró una de sus manitas y le cogió el pulgar.
Richard clavó los ojos en la familia. Podrían haber posado para la cubierta de una revista: los padres sonrientes, con su hermoso retoño. Los padres guapos, de tez cetrina, ojos negros, caras angulosas; la hija de tez blanca, rubia y sonrosada y brillantes ojos verdes.
¿A quién coño se creían que engañaban?
Aquella niña tenía que haber sido adoptada.