Chris llegó al aeropuerto de Minneapolis-Saint Paul a la una menos diez. Aún tendría que esperar una hora antes de que su avión partiese hacia Newark. El cadáver de Vangie también iría en aquel avión. Ayer, al llegar aquí, no podía pensar en otra cosa, salvo en el ataúd que estaba en la bodega del aparato. Intentó adoptar un aire de normalidad, asegurándose a sí mismo que todo terminaría pronto.
Tenía que ver al doctor Salem. ¿Por qué éste pareció tan turbado? Hoy, cuando llegara a Newark, los empleados del departamento del médico forense, estarían esperando el cadáver de Vangie.
Y los de la fiscalía le estarían esperando a él. Aquello, sin duda alguna, obsesionaba a Chris. Era evidente que si sospechaban algo sobre la muerte de Vangie, acudirían a él en busca de respuestas, le espiarían para investigar su conducta. A lo mejor, hasta le detenían. Era lógico que si ya habían investigado algo en este momento, supiesen que él regresó a Nueva Jersey el lunes por la noche. Tenía que ver al doctor Salem. Si le detenían para interrogarle, quizá no podría hablar con él. Y a él no le gustaría hablar en la fiscalía sobre el doctor Salem.
Pensó de nuevo en Molly y en Bill Kennedy. Pero, ¿qué importaba que Molly fuese la hermana de Katie DeMaio? Eran buenas personas, gente honesta. Él hubiera debido confiar en ellos, hablar con ellos. Tenía que hablar con alguien. Tenía que hablar con Joan.
La necesidad que tenía de ella se había convertido en hambre. Pero, tan pronto empezase a decir la verdad, Joan se vería involucrada en aquel asunto.
Joan, que en este sucio mundo aún mantenía principios inviolables, estaba a punto de ser arrastrada por el lodo.
Chris tenía el número de teléfono de la azafata en casa de la cual se quedaba Joan cuando estaba en Florida. Sin saber qué decir, Chris se acercó al teléfono, y dio a la operadora el número de su tarjeta de crédito. Oyó cómo establecían la comunicación.
Kay Corrigan contestó:
—Kay, soy Chris. ¿Está Joan ahí?
Kay se hallaba al corriente de sus relaciones con Joan. Su voz sonó preocupada:
—Joan ha intentado ponerse en contacto contigo, Chris. Tina llamó desde el apartamento de Nueva York. Los de la fiscalía del condado de Valley han estado haciendo toda clase de preguntas sobre vosotros dos. Joan está frenética.
—¿Cuándo regresará?
—Ahora ha ido al apartamento nuevo que no tiene teléfono. Desde allí, tiene que ir a la oficina de personal de la compañía en Miami. No regresará hasta alrededor de las ocho de esta noche.
—Dile que espere a que la llame —dijo Chris—. Dile que tengo que hablar con ella. Dile…
Él mismo cortó la comunicación y se apoyó en el teléfono mientras contenía las lágrimas. ¡Oh Dios! Era demasiado. Todo era demasiado. No podía pensar, no sabía qué hacer. Y, dentro de unas horas, lo tendrían bajo custodia como sospechoso de haber asesinado a Vangie. A lo mejor, hasta le acusaban de haber asesinado a Vangie.
No, había otra probabilidad. Cambiaría de vuelo y aterrizaría en La Guardia; aún podría hacerlo. Así se encontraría en Manhattan para poder hablar con el doctor Salem, casi en el mismo instante en que éste llegase al hotel. Los de la fiscalía no advertirían que no iba en el vuelo de Newark hasta las seis de la tarde. Y quizá el doctor Salem podía ayudarle un poco.
Estuvo a punto de perder el vuelo a Nueva York. La clase turista estaba llena. Se vio obligado a comprar un pasaje de primera clase para abordar el avión. No le preocupó el equipaje. Ya lo había facturado hacia Newark.
En el avión, aceptó una copa que le ofreció la azafata. Pero no comió nada y, ausente, miró la revista Newsmaker. De pronto, abrió una página, se encontró con la sección de «Ciencias y medicina» y se fijó en el siguiente titular: «El concepto de maternidad Westlake ofrece una nueva esperanza a las parejas sin hijos». Westlake. Leyó el primer párrafo:
En los últimos ocho años, una pequeña clínica privada de Nueva Jersey ha implantado un programa llamado el «concepto de maternidad Westlake», gracias al cual es posible que las mujeres que no tienen hijos puedan quedar embarazadas. Este método, que lleva el nombre de un famoso ginecólogo de Nueva Jersey, está bajo la dirección del doctor Edgar Highley, tocoginecólogo y yerno del difunto doctor Franklin Westlake.
El doctor Edgar Highley, el médico de Vangie. ¡Qué extraño que ella apenas hablase de él; siempre mencionaba al psiquiatra!
—Hoy, el doctor Fukhito y yo hablamos de papá y mamá… Dijo que era evidente que yo era hija única… El doctor Fukhito me pidió que hiciera un dibujo de papá y mamá tal como los veía. Fue fascinante. Quiero decir que fue verdaderamente interesante comprobar cómo yo los veía. El doctor Fukhito me preguntó sobre ti, Chris.
—¿Y qué le dijiste tú, Vangie?
—Que tú me adorabas. ¿No es verdad, Chris? Quiero decir que, debajo de esas maneras cansadas con que me hablas, me consideras tu hijita, ¿no es verdad?
—Yo creí que te considerabas mi esposa, Vangie.
—¿Ves? Contigo no puedo hablar de nada, siempre te muestras desagradable…
Chris se preguntó si la policía habría hablado con alguno de los médicos de Vangie.
El mes pasado, Vangie presentaba muy mal aspecto. Chris le sugirió que consultase con otros médicos. Era seguro que el médico de la compañía de aviación le recomendaría a uno que fuera bueno. O Bill Kennedy, sin duda alguna le habría recomendado a alguien de Lenox Hill. Pero, por supuesto, Vangie se negó a tal consulta.
Luego, obrando por iniciativa propia, concertó una cita con el doctor Salem.
El avión aterrizó a las cuatro y media. Chris cruzó rápidamente la terminal y llamó a un taxi. Una de las cosas buenas de aquel horrible día era que podría evitar la hora punta de las cinco de la tarde.
—Al Essex House, por favor —le dijo al taxista.
Eran las cuatro y cincuenta y ocho de la tarde, cuando llegó al hotel. Sin dilación, se dirigió a uno de los teléfonos del vestíbulo.
—Por favor, póngame con la habitación del doctor Emmet Salem.
—Muy bien, señor.
Hubo una pausa.
—Lo siento, pero está comunicando.
Colgó. Por lo menos, el doctor Salem estaba allí. Por lo menos, tendría la oportunidad de hablar con él. Recordó haber anotado la extensión de la habitación del doctor en un bloc. Lo abrió y marcó el 3219. El teléfono sonó una vez… otra vez… Después de sonar seis veces, Chris cortó la llamada y marcó el número de la centralita. Le explicó a la operadora que la línea había estado comunicando sólo hacía unos minutos y le rogó que intentase ponerle con la habitación del doctor Salem.
La operadora dudó, habló con alguien, y, luego, se puso de nuevo al aparato:
—Señor, acabo de darle este mensaje a otra persona. El doctor Salem llegó y me llamó para decirme que esperaba una llamada muy importante. Me pidió que hiciera todo lo posible por ponerle en contacto con ésta. Pero, al parecer, ha salido. ¿Por qué no intenta llamar dentro de unos minutos?
—Muy bien, haré lo que usted me dice, muchas gracias.
Irresoluto, Chris colgó el teléfono, se acercó a una butaca del vestíbulo que estaba enfrente del grupo de ascensores del lado sur y se sentó en ella. Los ascensores se abrían y dejaban salir a los pasajeros; volvían a llenarse y desaparecían dibujando un juego de luces ascendentes en los paneles.
Uno de los ascensores logró captar su atención. Una de las personas que había allí tenía algo vagamente familiar. ¿Sería el doctor Salem? Sin perder un minuto, se fijó en todos los pasajeros: tres mujeres, unos adolescentes, una pareja mayor, un hombre de mediana edad con el cuello del abrigo subido. No, el doctor Salem no estaba allí.
A las cinco y media Chris intentó llamar de nuevo. Y después, a las seis menos cuarto. A las seis menos cinco, oyó unos murmullos que corrieron por el vestíbulo como el fuego de un relámpago:
—Alguien ha saltado por una ventana y el cuerpo se ha estrellado contra una terraza.
Desde una dirección determinada de Central Park South, empezaron a sonar la sirena de una ambulancia y el «yip-yip» de los coches patrulla de la policía, hasta que se convirtieron en verdaderas explosiones de sonido cada vez más fuerte. Con la certeza que confiere la desesperación, Chris se acercó al mostrador de los botones y preguntó, con tono nervioso y autoritario, como sugiriendo que tenía derecho a saberlo:
—¿Quién ha sido?
—El doctor Emmet Salem. Era uno de los hombres más importantes que asistían a la convención y estaba en la habitación treinta y dos diecinueve.
Caminando automáticamente, como si fuera un robot, Chris empujó la puerta giratoria que daba a la calle Cincuenta y ocho. En aquel momento, cruzaba un taxi del oeste al este. Lo cogió y, recostándose en el asiento, cerró los ojos mientras decía:
—¡Vamos al aeropuerto La Guardia! A la terminal de la National Airlines.
Había un vuelo a las siete de la tarde en dirección a Miami; a lo mejor podría cogerlo. Dentro de tres horas, estaría con Joan.
Tenía que verla e intentar que comprendiese antes de que le detuvieran.