El número del Newsmaker en el que aparecía el artículo sobre el doctor Highley, ya estaba en los puestos de periódicos el jueves por la mañana. Las llamadas telefónicas empezaron tan pronto como llegó a su consulta, después de traer al mundo al niño de los Aldrich. Ordenó a la centralita que le pasasen directamente las llamadas; quería oír personalmente los comentarios. Estos eran superiores a todo cuanto podía esperar.
—Quisiera que me concediera una cita, doctor. Mi esposo y yo deseamos tener un hijo. Puedo volar a Nueva Jersey para verle cuando a usted le convenga. Dios le bendiga por lo que hace.
La Facultad de Medicina de Darmouth le llamó para preguntarle si quería aceptar dar una conferencia. Un articulista del Ladies' Home Journal quería entrevistarle. ¿Aceptarían el doctor Highley y el doctor Fukhito aparecer en el programa de televisión Eyewitness News?
Aquella pregunta le preocupó. Había procurado dar la impresión a la periodista del Newsmaker de que trabajaba con varios psiquiatras, igual que el abogado de una familia haría que sus clientes consultasen a uno entre una docena de consejeros. Sugirió, además, claramente, que el programa estaba enteramente bajo su control, que era un trabajo que no compartía con nadie. Pero la periodista consiguió el nombre de Fukhito: varias de las pacientes en que él confiaba, cuyos nombres le había dado a aquélla, le habían mencionado. Ahora, la periodista decía que Fukhito era el psiquiatra que parecía ocuparse, principalmente, con el doctor Edgar Highley del concepto de maternidad Westlake.
A Fukhito le desesperaría aquella publicidad, pero aquél era el motivo por el que él le había escogido; el japonés tendría que mantener la boca cerrada, aun en el caso de que empezasen a sospechar de él. Estaba decidido a que no se produjese ni un ligero escándalo en el hospital Westlake. Pues si aquello llegaba a suceder, se vería arruinado para siempre.
Fukhito se estaba convirtiendo en un problema. En este momento, habría sido muy fácil quitárselo de encima: trabajaba mucho tiempo de voluntario en la clínica de Valley Pines y, sin duda alguna, no le costaría mucho trabajo pasar a formar parte del personal de la misma. Luego, podría empezar a buscar diferentes psiquiatras. Ya conocía a bastantes que eran totalmente incompetentes para aconsejar a nadie y sería muy fácil comprarlos.
Fukhito tendría que largarse.
Tras tomar esta decisión, dio la señal para que pasase la primera paciente. Era nueva, como las otras dos que le seguían. La tercera era un caso interesante. Tenía un útero tan desviado que no podía concebir si no la intervenía.
Ella sería su siguiente Vangie.
*****
La llamada telefónica llegó al mediodía, precisamente en el momento en que se iba a comer. La enfermera que se ocupaba de la recepción parecía excusarse.
—Se trata de una conferencia del doctor Emmet Salem desde Minneapolis, doctor. Está en una cabina telefónica del aeropuerto, e insiste en que debe hablar con usted enseguida.
¡Emmet Salem! Cogió el teléfono:
—Le habla Edgar Highley.
—¿Es usted el doctor Highley del hospital Christ, de Devon?
La voz sonaba tan fría como el hielo.
—Sí.
Un miedo frío y enfermizo le puso pastosa la lengua y los labios como si fueran de goma.
—Doctor Highley, anoche me enteré de que usted trató a mi antigua paciente Mrs. Vangie Lewis. Salgo ahora mismo para Nueva York y me hospedaré en el hotel Essex House. He de comunicarle que pienso hablar con el médico forense de Nueva York sobre la muerte de Mrs. Lewis. Tengo el historial médico de Mrs. Lewis. Por pura honestidad, sugiero que hablemos de su caso antes de que yo formule una acusación.
—El tono de su voz y sus insinuaciones me preocupan, doctor.
Ya podía hablar. Y su voz sonaba dura, como pedazos de granito.
—Me están llamando para subir al avión. He reservado la habitación treinta y dos diecinueve del hotel Essex House. Llegaré un poco antes de las cinco de la tarde. Puede llamarme allí, si quiere.
La conexión se interrumpió.
*****
Llevaba cierto tiempo esperando en el Essex House, cuando Emmet Salem bajó de un taxi. Cogió rápidamente un ascensor y se dirigió al piso treinta y dos. Pasó por delante de la habitación 3219 y giró en el ángulo recto que formaba el pasillo. Otro ascensor se detuvo en el piso. Oyó cómo una llave giraba en una cerradura y a un botones que decía:
—Ésta es su habitación, doctor.
Al cabo de un minuto, el botones salió y dijo:
—Gracias, señor.
Se quedó esperando hasta que el ascensor se detuvo en el piso para recoger al botones. Los pasillos estaban silenciosos; pero aquel silencio no duraría mucho. Era probable que muchos delegados de la convención de Colegios Médicos Americanos se quedasen en aquel hotel. Por otra parte, siempre había el peligro de tropezarse con algún conocido. Pero tenía que correr aquel riesgo. Tenía que silenciar a Salem.
Abrió rápidamente su maletín de piel y sacó el pisapapeles con el que cuarenta y ocho horas antes pensó matar a Edna. Era incongruente que el que curaba, el médico, se viese de repente forzado a matar.
Se metió el pisapapeles en un bolsillo del abrigo, se calzó los guantes, cogió con resolución el maletín con la mano izquierda y llamó a la puerta.
Emmet Salem la abrió de golpe. Acababa de quitarse la americana e, inesperadamente, preguntó:
—¿Ha olvidado algo?
Era evidente que esperaba ver allí al botones.
—¡Doctor Salem!
Tendiendo la mano para dársela a Salem, avanzó e hizo que éste retrocediese en el interior de la habitación. Cuando estuvo dentro, el doctor Highley cerró la puerta.
—Soy Edgar Highley, me alegra verle de nuevo. Colgó usted el teléfono con tanta prisa, que no pude decirle que iba a cenar con unos colegas que asisten a la convención. Tan sólo dispongo de unos minutos, pero estoy seguro de que podremos aclarar cualquier duda.
Seguía avanzando, obligando a que Salem continuara retrocediendo de espaldas. La ventana que había detrás de Salem estaba totalmente abierta. Quizá había hecho que el botones la abriera. La habitación estaba muy caliente. La ventana era baja. El doctor Highley entornó los ojos.
—Intenté telefonearle, pero, al parecer, su extensión está averiada.
—Imposible. Acabo de hablar con la operadora.
El doctor Salem se puso tenso y en su cara apareció de pronto una expresión de cautela.
—Entonces, le ruego que me perdone. Pero no hay problema. Tengo un gran deseo de que veamos juntos la carpeta de Vangie Lewis.
El doctor Highley metió la mano en el bolsillo y gritó:
—¡Doctor! ¡Detrás de usted! ¡Tenga cuidado!
El doctor Salem se volvió. Conservando el pisapapeles en el puño, el doctor Highley golpeó con él el cráneo del doctor Salem. El golpe hizo que éste se tambalease. Fue a dar contra el marco de la ventana.
Edgar Highley metió el pisapapeles en el bolsillo; cerró las palmas de las manos alrededor de uno de los pies de Emmet Salem y, con toda su fuerza lo levantó y lo lanzó hacia fuera.
—¡No, no! ¡Por Dios santo, no!
El hombre, medio inconsciente, cayó por la ventana.
Observó fríamente cómo Salem se estrellaba en el techo de una terraza que había unos once pisos más abajo.
El cuerpo, al chocar, dejó escapar un ruido sordo.
¿Le habrían visto? Tenía que darse prisa. De la americana de Salem, que estaba sobre la cama, sacó un llavero. La más pequeña abría el maletín que estaba en el carrito del equipaje.
Encima de todos los papeles, estaba la carpeta de Vangie Lewis. La cogió y la metió en su maletín. Volvió a cerrar el de Salem y puso las llaves en la americana. Sacó el pisapapeles del bolsillo y lo colocó en su maletín, junto a la carpeta. La herida no había producido sangre, pero el pisapapeles estaba pegajoso.
Cerró el maletín y miró a su alrededor. La habitación estaba en perfecto orden. No había rastros de sangre ni en el borde de la ventana. Todo había ocurrido en menos de dos minutos.
Con cautela, abrió la puerta y miró fuera. El pasillo estaba vacío. Salió. Mientras cerraba la puerta, el teléfono de la habitación de Salem empezó a sonar.
No se expuso a que le viesen tomar el ascensor en este piso. Su foto había aparecido en la revista Newsmaker. Más tarde, interrogarían a la gente y podrían reconocerle.
La salida de emergencia estaba al final del pasillo. Bajó cuatro pisos hasta llegar al veintiocho. En éste, volvió a entrar por el pasillo alfombrado. En aquel momento, se detenía un ascensor. Lo cogió mientras sus ojos escrutaban los rostros de los pasajeros: varias mujeres, un par de adolescentes, una pareja mayor. Ningún médico. Estaba seguro de ello.
Llegó al vestíbulo, salió rápidamente por la puerta del hotel que daba a la calle Cincuenta y ocho, se dirigió hacia el oeste y, luego, hacia el sur. Diez minutos más tarde, recogía su coche del aparcamiento automático de la calle Cincuenta y cuatro Oeste. Abrió el portamaletas, metió en él el maletín y se marchó.