Cuando dejó el despacho de Scott, Katie llamó a Rita Castile y juntas revisaron el material que Katie necesitaría para los próximos juicios.
—Ese robo a mano armada del veintiocho —dijo Katie—, en el que el acusado se cortó el pelo a la mañana siguiente de los hechos… Necesitamos que el barbero testifique. Ahora comprendo por qué los testigos del robo no pudieron identificar a nadie. Aunque al acusado le pusimos una peluca en la fila de sospechosos, no tenía el mismo aspecto.
—Ya la tengo.
Rita escribió en un papel la dirección del barbero.
—Es una lástima que no puedas decir al jurado que Venton tiene una larga historia de delincuencia juvenil.
—Pero ésa es la ley —dijo Katie, exhalando un suspiro—. No sabes cuánto espero que un día deje de proteger a los criminales. Esto es todo lo que tengo, de momento, para ti. Pero ten en cuenta que no vendré durante el fin de semana. O sea que la próxima semana tendremos un señor lío. Estate preparada.
—¿Que no vas a venir?
Rita enarcó las cejas.
—Bueno, ya es hora. Después de todo, no te has tomado un fin de semana completo desde hace un par de meses. Confío en que irás a algún sitio a divertirte.
Katie engurruñó la cara.
—No sé hasta qué punto será divertido lo que tengo que hacer. ¡Oh, Rita! Sospecho que Maureen está molesta por algo que ha ocurrido hoy. No es que quiera ser chismosa, pero, ¿sabes si pasa algo? ¿Aún está deprimida por haber roto con el novio?
Rita meneó la cabeza.
—No, de eso no queda nada. Ya sabes, son cosas de chiquillos y ella lo sabía. Lo normal. Te comprometes desde que tienes quince años y te dan el anillo de compromiso la noche en que te gradúas. Pero, el verano pasado, ambos advirtieron que aún no estaban preparados para casarse. Él está estudiando el bachillerato superior, o sea que eso no es ningún problema.
—Entonces, ¿por qué parece tan desgraciada?
—Remordimientos —dijo, sin más, Rita—. Justo en el momento en que acabaron, ella se dio cuenta de que estaba embarazada y tuvo un aborto. Ahora, la embarga la culpabilidad. Me dijo que no deja de soñar con el niño, que escucha cómo éste llora, mientras ella trata de encontrarle. También añadió que daría cualquier cosa por haberlo tenido, aunque se hubiese visto obligada a entregarlo para que lo adoptasen.
Katie recordó con cuánta ansia había esperado concebir un hijo de John y lo furiosa que se sintió cuando, después de su muerte, alguien comentó que había tenido mucha suerte de no verse atada por un hijo.
—La vida es tan loca —dijo—. Quienes no deben, quedan embarazadas. Después, es muy fácil cometer un error con el que uno tiene que vivir el resto de sus días. Aunque ello no explique por eso la existencia. Gracias por contármelo, temo que he dicho algo que la ha molestado.
—No —dijo Rita.
Recogió las carpetas que Katie le había asignado.
—Muy bien, cumpliré estas órdenes y mandaré que busquen al barbero.
Cuando Rita se hubo marchado, Katie se recostó en la butaca. Quería volver a hablar con Gertrude Fitzgerald y Gana Krupshak. La primera había sido muy buena amiga de Edna; con frecuencia, comían juntas. Y la segunda solía visitar a Edna por la noche. Quizá Edna les había dicho algo sobre el doctor Fukhito y Vangie Lewis. Valía la pena intentarlo.
Llamó al hospital Westlake y le dijeron que Mrs. Fitzgerald estaba enferma. Entonces, pidió el número de teléfono de su casa y se lo dieron. Cuando la mujer contestó, resultó evidente que aún estaba deprimida. Su voz era débil y temblorosa, y dijo:
—Tengo una de mis migrañas, Mrs. DeMaio, y tengo motivos para ello. Cada vez que me acuerdo del aspecto de Edna, pobrecita…
—Iba a sugerirle que nos reuniésemos aquí o en su casa —dijo Katie—. Pero mañana me pasaré todo el día en los tribunales. Así pues, supongo que no podremos vernos hasta el lunes. Sólo hay una cosa que me gustaría preguntarle, Mrs. Fitzgerald: ¿Sabe usted si Edna llamó alguna vez con el mote de Príncipe Encantado a alguno de los doctores con los que trabajaba?
—¿Príncipe Encantado? —La voz de Gertrude Fitzgerald denotaba asombro—. ¡Dios mío! ¡Al doctor Highley o al doctor Fukhito! ¿Y por qué alguien les iba a llamar Príncipe Encantado? ¡Santo cielo, no!
—Muy bien, sólo es una idea que se me había ocurrido.
Katie se despidió y marcó el número de Mrs. Krupshak.
Contestó el conserje y dijo que su esposa estaba fuera y que regresaría sobre las cinco.
Katie miró el reloj; eran las cuatro y media.
—¿Cree usted que le importaría a su esposa si, camino de casa voy a verla para hablar unos minutos con ella? Le prometo que no tardaré mucho.
—Como usted quiera —contestó él al instante—. ¿Cuándo acabarán con el apartamento de los Burns? ¿Cuándo cree usted que quedará vacío?
—Nadie debe entrar en ese apartamento, ni tocar nada de él, hasta que la fiscalía lo autorice —respondió Katie, cortante.
Colgó el auricular, metió unas carpetas en el maletín y se puso el abrigo. Tenía tiempo suficiente para hablar con Mrs. Krupshak y, luego, ir a casa y cambiarse. No se quedaría hasta muy tarde en casa de Molly. Quería dormir bien antes de la operación. Sabía que no descansaría a gusto en el hospital.
*****
Salió antes de la hora punta de tráfico. Cuando llegó a casa de Mrs. Krupshak, ésta ya se hallaba allí.
—¡Qué puntualidad! —le dijo a Katie.
La impresión que le había causado descubrir el cadáver de Edna había empezado a desaparecer. Era evidente que empezaba a divertirse con la animación a que daba lugar la investigación policial.
—Esta es la tarde en que echo una partida de bingo con mis amigas —explicó—. Y cuando les cuento lo que pasó, apenas son capaces de mantener los cartones en línea.
«¡Pobre Edna!», pensó Katie. Aunque luego comprendió que a Edna le hubiera encantado ser el centro de una charla muy animada.
Mrs. Krupshak la hizo pasar a la sala de estar en forma de L, imagen exacta de la de Edna. Los muebles de la sala de estar de Mrs. Krupshak eran un antiguo sofá de terciopelo y grandes butacas de respaldos rectos que hacían juego y una desvaída alfombra oriental. Como el de Edna, este apartamento poseía una innata dignidad.
La esposa del conserje tenía un sofá tapizado de skai, una butaca de orejas y una inmensa mesa de centro con un adorno de flores de plástico colocado exactamente en medio. Una tela de color naranja oscuro que cubría el sofá, ayudaba a realzar el animado tono de la alfombra. Katie se sentó mientras pensaba: Este sitio es vulgar, está falto de imaginación. Sin embargo, está limpio y es cómodo. Y aunque una presiente que el esposo es brusco y antisocial, Gana Krupshak es una mujer muy feliz.
En aquel mismo instante, Katie se preguntó por qué, de pronto, estaba tan preocupada en definir lo que era la felicidad.
Sintiendo un escalofrío, volvió a concentrarse en las preguntas que quería hacer y dijo:
—Ayer hablamos, Mrs. Krupshak. Pero estaba usted muy impresionada. Me gustaría, saber, si quiere contarme de nuevo y cuidadosamente, lo que pasó anoche: ¿Cuánto tiempo estuvo usted en el apartamento de Edna? ¿De qué hablaron? ¿Tuvo usted la impresión de que cuando ella habló con el capitán Lewis, concertó una cita con él?
Gana Krupshak se recostó en la butaca, miró por encima de Katie, entornó un poco los ojos y se mordió un labio.
—Veamos. Fui a casa de Edna a las ocho de la noche porque Gus empezó a ver una partida de pelota base y pensé que los deportes se fueran al diablo. Iría a charlar un ratito con Edna y a beber una cerveza.
—Y fue usted —dijo Katie, animándola a seguir.
—Sí, señora. Lo único que pasó es que Edna se había preparado una coctelera de Manhattan y ésta ya estaba medio vacía y ella, bastante mareada. Ya sabe, a veces una se siente con el ánimo decaído, una especie de depresión, si sabe lo que le quiero decir, y pensé que éste era el caso de Edna. Como, por ejemplo, el jueves último era el cumpleaños de su madre y fui a verla. Y me la encontré llorando y diciendo que la echaba mucho de menos. Bien, no quiero decir que ella tuviera la costumbre de descargarse con uno, ¡qué va! Pero cuando fui a verla el jueves, me la encontré sentada con la foto de sus padres en la mano, el joyero en el regazo y las lágrimas corriéndole por las mejillas. Entonces, le di un beso muy cariñoso y le dije: «Edna, voy a hacer unos buenos Manhattan y brindaremos por tu mamá. Si ella estuviera aquí, haría lo mismo». Así es que, si comprende lo que quiero decir, traté de alegrarla. Al final, lo conseguí. Pero, cuando fui a verla, el martes por la noche, y comprobé que estaba piripi, supuse que aún no había superado esta crisis de soledad.
—¿Le dijo que aún estaba deprimida la noche del martes? —preguntó Katie.
—No, no, qué va, estaba más bien excitada. Hablaba deshilvanadamente sobre esta paciente que había muerto, sobre lo bonita que era. Dijo que parecía una muñeca y cómo cada día había ido empeorando. Y cómo ella, quiero decir, Edna, podría contar muchas cosas a la policía.
—Y luego, ¿qué pasó? —inquirió Katie.
—Bien, me tomé uno o dos Manhattan con ella. Luego, supuse que era hora de ir a casa, ya que Gus se pone de mala leche, si estoy fuera, cuando ya se va a la cama. Pero me molestaba mucho ver a Edna beber tanto porque sabía que se sentiría muy mal al otro día. Así pues, saqué ese estupendo jamón de la lata y corté unas rodajas.
—¿Y fue entonces cuando hizo ella la llamada?
—Sí, tal como se lo dije anoche.
—¿Y habló con el capitán Lewis sobre el Príncipe Encantado?
—Pongo a Dios por testigo.
—Muy bien. Sólo una última pregunta, Mrs. Krupshak: ¿sabe usted si Edna guardaba algún artículo de la vestimenta de su madre como recuerdo sentimental?
—¿Vestimenta? No, lo que sí tenía era un precioso alfiler y un anillo de diamantes.
—Sí, sí, ya los encontramos anoche. Pero… Bien, por ejemplo, por motivos sentimentales, mi madre guardaba el antiguo sombrero negro de fieltro de mi abuela en su armario empotrado. Ayer noté que en el cajón donde Edna tenía el joyero, había un viejo mocasín y estaba bastante destartalado. ¿Alguna vez se lo enseñó o se lo mencionó?
Gana Krupshak miró a Katie a los ojos y le respondió sin dudar:
—Nunca me dijo nada.