Cuando Richard regresó a su despacho, permaneció durante un buen rato mirando por la ventana. Lo que se veía desde allí era un poco más atractivo que la vista desde la oficina de Scott. Además de contemplar la esquina nordeste de la cárcel del condado, veía una sección muy clara del pequeño parque que quedaba frente al tribunal. Dándose sólo cuenta a medias de lo que observaba, vio cómo una ola de nieve medio derretida barría la hierba ya helada.
«¡Qué tiempo tan estupendo!», pensó. Miró el cielo, por el que pasaban nubes muy cargadas de nieve. El cadáver de Vangie Lewis estaría ya volando desde Minneapolis a Newark, en el vuelo de las dos y media. Lo recogerían a las siete y lo llevarían al depósito de cadáveres. Mañana por la mañana, lo examinaría de nuevo, aunque no esperaba encontrar nada más de lo que ya sabía. En el cadáver no se veía ni la señal de un golpe, de eso estaba seguro; pero creía que había algo en su pie o en su pierna izquierda, que, aunque se fijó en ello, desdeñó como irrelevante.
Apartó aquel pensamiento de su cabeza: era inútil especular hasta que pudiese volver a ver el cadáver. Era evidente que Vangie era muy emotiva. ¿La habría inducido al suicidio el doctor Fukhito? Si Vangie estaba embarazada de su hijo, aquél debió de haberse sentido muy nervioso. Su carrera como médico habría acabado si se descubría que había tenido que ver de nuevo con una paciente.
Pero Chris Lewis tenía una amiguita: razón más que suficiente para que quisiera quitar de en medio a su mujer. ¿Y si Chris se había enterado de la aventura de Vangie? Al parecer, ni siquiera los padres de Vangie sabían que ella planeaba ir a Minneapolis. ¿Sería posible que Vangie esperara dar a luz al niño con la ayuda del ginecólogo de Minnesota, y lo mantuviera en secreto? A lo mejor, diría que lo había perdido. Si no quería destrozar su matrimonio, quizá se hubiera visto obligada a ello; o, si se daba cuenta de que un divorcio era inevitable, aquella prueba absoluta de su infidelidad hubiese significado mucho en su resolución.
Ninguno de aquellos motivos parecía acertado.
Richard suspiró, se levantó, se acercó al interfono y le dijo a Marge que entrase. Ésta estaba comiendo, cuando él regresó del despacho de Scott y, por consiguiente, no había recogido los mensajes.
Agitada, entró con un montón de notitas en la mano.
—Ninguna de éstas es importante —le dijo—. Ahora que me acuerdo, alguien le llamó justamente cuando usted se marchaba al despacho de Mr. Myerson. Un tal doctor Salem. No preguntó por su nombre. Simplemente, quería hablar con el médico forense. Luego, preguntó si le habíamos hecho la autopsia a Vangie Lewis. Le dije que usted era el médico forense y que la había hecho personalmente. Por lo visto, este señor se disponía a coger un avión en Minneapolis, pero me rogó que le pidiese a usted que le llamase al Essex House, en Nueva York, sobre las cinco de la tarde. Parecía estar impaciente por hablar con usted.
Los labios de Richard formaron un silbido sin sonido.
—Yo sí que estoy impaciente por hablar con él.
—Ya tengo las estadísticas de los pacientes de ginecología del hospital Westlake —dijo Marge—. En los ocho años que lleva implantando el concepto de maternidad Westlake, dieciséis pacientes han muerto, ya en el alumbramiento, ya debido a embarazos complicados.
—¿Dieciséis?
—Dieciséis —repitió Marge con énfasis—. Sin embargo, los casos tratados son muchos. Al doctor Highley, se le considera un médico excelente. Alguno de los niños que ha traído al mundo constituyen casi milagros. Y todas las mujeres que murieron fueron advertidas por otros médicos de que corrían un grave riesgo si quedaban embarazadas.
—Quiero estudiar todos los casos mortales —dijo Richard—. Pero si le pedimos a Scott que embargue los archivos del hospital, les pondremos sobre la pista. Y no quiero que esto suceda. ¿Tienes algo más para mí?
—A lo mejor. En estos ocho años ha habido dos acusaciones de mal ejercicio de la medicina contra el doctor Highley, aunque éste ganó los dos juicios. Además, parece ser que un primo de su mujer afirmó que no creía que ésta hubiese muerto de un ataque al corazón. La fiscalía se puso en contacto con su médico personal, quien dijo que el primo estaba loco. Este tipo era el único heredero antes de que Winifred Westlake se casase con el doctor Highley y ése puede ser el motivo por el que quería mover el asunto.
—¿Quién era el médico personal de Winifred Westlake?
—El doctor Alan Levine.
—Es un internista muy bueno —le dijo Richard—. Hablaré con él.
—¿Quiere saber las personas que le acusaron de mal ejercicio o no?
—Sí, dígame quiénes son.
—Ya sabía yo… Tome nota de sus nombres.
Richard miró los dos nombres que aparecían en el papel que Marge le dio: «Anthony Caldwell, Old Country; Lane, Peapack, N. J.; y Anna Horan, 415, Walnut Street; Ridgefield Park, N. J».
—Has hecho una labor estupenda, Marge —dijo.
Ella asintió satisfecha y comentó:
—Claro está.
—Scott está ahora en el tribunal. ¿Quieres dejarle recado de que me llame cuando regrese a su despacho? Ah, y di al laboratorio que quiero disponer de las ropas de Vangie Lewis, para ponérselas mañana, a primera hora, al cadáver. Es de esperar que esta tarde acaben con todas las pruebas que tenían que hacer con la ropa.
Marge se marchó y Richard se ocupó del trabajo que le esperaba encima de la mesa. Eran más de las cuatro cuando Scott fue a ver a Richard. Aquél escuchó la decisión del médico de entrevistar a quienes habían acusado al doctor Highley, aunque no pareció claramente impresionado.
—Mira, hoy en día no existe un médico, sea éste quien sea, al que no hayan acusado de mal ejercicio de la medicina. Si el doctor Schweitzer aún estuviera vivo, estoy seguro de que tendría que defenderse contra semejante acusación en plena selva. Pero adelante. Si quieres seguir tu pista, embargaremos los archivos del hospital en cuanto lo digas. A mí me preocupa el alto número de muertes por cuestiones ginecológicas, pero hasta eso puede tener una explicación. No olvidemos que el doctor Highley se ocupa de embarazos muy difíciles.
La voz de Scott se hizo más profunda:
—Lo que más me interesa saber es lo que el doctor Salem tenga que decir. Tú habla con él. Después, ponte en contacto conmigo. Luego, entraré yo. Entre nosotros, Richard, creo que tenemos tantas evidencias sobre el capitán Chris Lewis, que me parece que ya sabemos quién es el asesino. Sabemos que no hay testigos de sus movimientos del lunes por la noche, cuando murió su esposa. Sabemos que Edna Burns le llamó el martes por la noche. Ahora nos hemos enterado de que el director de la funeraria le dejó solo antes de las nueve de la noche del martes. Es muy posible que haya salido. Supongamos que así lo hizo y que fue a verla. Es un manitas. Charley me ha dicho que tiene herramientas muy sofisticadas en el garaje. Edna estaba tan borracha que casi no podía ver cuando le llamó. Esto nos lo ha dicho la vecina. Suponte que Lewis fue en su coche a su casa, abrió la cerradura, entró en el apartamento y golpeó a Edna antes de que ella se diese cuenta de lo que pasaba. Es así como lo ve mi instinto. De todas formas, esta noche lo tendremos aquí para que nos lo cuente todo.
—Puede que tengas razón —dijo Richard—. Pero, así y todo, tengo que hablar con esta gente.
Llamó por teléfono al doctor Alan Levine cuando éste estaba a punto de irse de su consulta. Y le sugirió:
—Le invito a una copa. No le llevará más de quince minutos.
Se pusieron de acuerdo en verse en el club de campo de Parkwood, que quedaba a medio camino de los dos y tenía la virtud de estar casi vacío durante la semana. Así podrían hablar en el bar sin preocuparse de quien les oyera, ni tener que saludar de vez en cuando a la gente.
Alan Levine era el doble de Jimmy Stewart a los cincuenta y cinco años de edad. Ello hacía que sus ancianos padres aún le quisieran más, pues gozaba de la bonachona cordialidad de los profesionales que se respetaban entre sí y que disfrutaban compartiendo una copa cuando se encontraban y se saludaban cordialmente, si al jugar al golf sus caminos se cruzaban.
Richard no perdió el tiempo:
—Por diversas razones, estamos interesados en el hospital Westlake. Winifred Westlake fue paciente de usted y sabemos que su primo insinuó que no murió de un ataque cardíaco. ¿Qué puede decirme sobre esto?
Alan Levine miró francamente a Richard, bebió un trago del martini, contempló la vista que se veía desde la ventana, un campo nevado, y apretó los labios.
—Tengo que contestar esta pregunta a dos niveles diferentes —respondió lentamente—. Primero: sí, es cierto que Winifred fue paciente mía. Durante años, estuvo al borde de sufrir una úlcera. Hablando de manera más específica, le diré que presentaba todos los síntomas clásicos de la úlcera duodenal, aunque nunca apareció rastro de ella en las radiografías. Cuando, periódicamente, sufría dolores, yo le mandaba que se hiciese radiografías, que siempre daban resultados negativos. Le recetaba un régimen adecuado para úlceras y se aliviaba casi inmediatamente. Ningún otro problema.
Hizo una pausa.
—Luego, un año antes de conocer a Highley y casarse con él, tuvo un ataque muy serio de gastroenteritis, que alteró el resultado de sus electrocardiogramas. Pero, después de pasar dos días en el hospital, los resultados de otro electrocardiograma que le hicimos volvieron a estar dentro de la normalidad.
—¿O sea que pudo sufrir o no de problemas cardíacos? —le preguntó Richard.
—Yo no creo que los sufriera. Nunca apareció ni un ligero síntoma en los análisis normales, aunque su madre murió de un ataque cardíaco cuando tenía cincuenta y ocho años de edad, y Winifred estaba a punto de cumplir los cincuenta y dos cuando murió. Supongo que ya sabe que era diez años mayor que Highley. Varios años después del casamiento, volvió a visitarme, y cada vez con más frecuencia. Se quejaba siempre de tener dolores en el pecho. En los análisis que le hice, no apareció nada significativo. Le dije que vigilase su régimen alimenticio.
—¿Y fue entonces cuando le dio el ataque fatal? —le preguntó Richard.
El doctor Levine asintió.
—Una noche, mientras cenaba, sufrió un colapso. Edgar Highley llamó a su hospital inmediatamente. Allí le dieron mi número del hospital donde trabajo y le dijeron que llamase a la policía. Según me enteré, Winifred cayó sobre la mesa del comedor.
—¿Y usted estaba allí cuando ella murió? —inquirió Richard.
—Sí, Highley aún intentaba revivirla. Pero todo fue inútil. Murió unos minutos después de que yo llegué.
—¿Y está usted conforme en que fue un fallo del corazón? —le preguntó Richard.
El doctor Levine hizo de nuevo un gesto de duda.
—Hay que tener en cuenta que había sufrido dolores en el pecho a lo largo de varios años. Los problemas cardíacos no siempre se reflejan en el electrocardiograma. En los dos últimos años antes de su muerte, sufrió periódicamente de hipertensión sanguínea. Y no hay duda de que los problemas cardíacos son hereditarios. Sí, en aquel momento me sentí conforme.
—En aquel momento.
Richard subrayó las palabras.
—Supongo que la absoluta convicción que tenía el primo de que había algo malo en la muerte de ella, me ha preocupado durante estos tres años. Casi le arrojé de mi consulta cuando fue a verme y me acusó de falsificar los archivos. Supuse que era un pariente despreciado que odiaba al tipo que había ocupado su lugar en el testamento. Pero Glenn Nickerson es un buen hombre. Es instructor de atletismo en el instituto de Parkwood, donde estudian mis hijos, y todos le quieren muchísimo. Es un hombre muy adicto a la familia, muy religioso y muy activo en el ayuntamiento. Sin duda alguna, no es el tipo de hombre que iría gritando por ahí porque le hubiesen desheredado. También es cierto que él debía saber que Winifred le dejaría en herencia sus bienes a su esposo, pues estaba locamente enamorada de Highley. Nunca he podido intuir la razón de ello, pues si hay un tipo frío, ése es él.
—Me parece que no le cae bien.
Alan Levine acabó la copa.
—No me gusta ni pizca. ¿Ha leído usted el artículo que sobre él trae el Newsmaker? Ha salido hoy y lo convierte en un dios, lo cual supongo hará que sea más insoportable. Pero tengo que reconocer una cosa: es un médico excelente.
—¿Lo bastante excelente como para inducir químicamente un ataque cardíaco a su mujer?
El doctor Levine miró de frente a Richard.
—Le voy a decir la verdad. Con frecuencia he deseado haber insistido más en hacer la autopsia.
Richard firmó la nota del bar.
—Me ha sido usted muy útil, Alan.
—No sé cómo. ¿Qué posible utilidad puede tener cuanto le he contado?
—De momento, me da una base más firme para comprender a ciertas personas con las que he de hablar. Después de eso, quién sabe.
Se separaron en la entrada del bar. Richard buscó unas monedas en el bolsillo, se acercó a un teléfono público y marcó el número del hotel Essex House, de Nueva York.
—Por favor, ¿quiere ponerme con la habitación del doctor Emmet Salem?
Oyó el sonido apagado del teléfono del hotel que sonaba, tres, cuatro, cinco, seis veces, hasta que oyó la voz de la telefonista:
—Lo siento. No contestan.
—¿Está segura de que ya llegó el doctor Salem? —le preguntó Richard.
—Sí señor. Precisamente me llamó para decirme que esperaba una llamada telefónica muy importante y quería tener la seguridad de que se la pasaría. Eso ocurrió hace sólo veinte minutos. Pero supongo que habrá cambiado de idea o habrá ocurrido otra cosa. Como ha oído, he estado llamando a su habitación y nadie contesta.