Edgar Highley clavó los ojos en Katie DeMaio cuando ella se quedó enseñándole aquel zapato. ¿Se estaba burlando de él? No. Ella creía lo que decía y pensaba que aquel zapato era un recuerdo sentimental de Edna.
Él tenía que hacerse con aquel zapato. ¡Ah, siempre que aquella mujer no llegara a mencionarlo al médico forense o a los detectives! ¿Y qué pasaría si decidía enseñárselo? Gertrude Fitzgerald podría reconocerlo. Había estado muchas veces en la recepción cuando Vangie iba al hospital. Él había oído a Edna burlarse con su amiga de las zapatillas de cristal de Vangie.
Katie volvió a colocar el zapato en el cajón, lo cerró y salió del dormitorio con el joyero bajo el brazo. Él la siguió desesperado por lo que ella podría decir. Pero se limitó a entregar el joyero al detective, diciéndole:
—Aquí están el anillo y el alfiler, Charley. Supongo que con esto se acaban todas las posibilidades de robo. No he registrado el escritorio ni el armario empotrado.
—No importa. Si Richard sospecha que ha sido una muerte violenta, inspeccionaremos este sitio a fondo mañana por la mañana.
Alguien llamó insistentemente a la puerta. Katie la abrió y dejó que entrasen dos hombres que llevaban una camilla.
Edgar Highley volvió donde estaba Gertrude, quien ya se había bebido el vaso que Katie le había traído.
—Le traeré más agua, Mrs. Fitzgerald —dijo él en voz baja.
Miró por encima de su hombro: los otros le daban la espalda, mientras observaban cómo los enfermeros se preparaban para levantar el cadáver. Aquélla era su oportunidad. Tenía que arriesgarse y coger el zapato. Y dado que Katie no lo había mencionado de inmediato, era muy improbable que lo hiciera ahora.
Fue al baño rápidamente, abrió el grifo, cruzó el pasillo y entró en el dormitorio. Usando un pañuelo para evitar dejar huellas dactilares, abrió el cajón de la mesita de noche. Cuando estaba a punto de coger el zapato, oyó pisadas que se acercaban por el pasillo. Con presteza, cerró el cajón. Se metió el pañuelo en un bolsillo y se quedó de pie en el umbral del dormitorio. Las pisadas se detuvieron.
Deseando permanecer tranquilo, se volvió: Richard Carroll, el médico forense, estaba de pie en la parte del pasillo que iba del dormitorio al baño. Y, mirándole con ojos inquisitivos, le dijo:
—Doctor, me gustaría hacerle algunas preguntas sobre Edna Burns.
Su voz sonaba fría.
—Naturalmente.
Luego, con lo que esperó sería un tono espontáneo de voz, añadió:
—Precisamente me había quedado de pie aquí pensando en Miss Burns. Es lamentable que haya perdido la vida.
—¿Que la haya perdido?
La voz de Richard sonaba cada vez más inquisitiva.
—Sí. Tenía muy buena cabeza para las matemáticas. Y en esta época de computadoras, Edna podría haber usado su inteligencia para convertirse en alguien. Sin embargo, sólo se convirtió en una alcohólica gorda y chismosa. Aunque estas palabras le puedan parecer groseras, las digo con auténtico dolor. Edna me caía muy bien y voy a echarla de menos. Perdóneme, pero he dejado correr el agua. Quiero darle un vaso de agua bien fría a Mrs. Fitzgerald. La pobre mujer está terriblemente deprimida.
El doctor Carroll se hizo a un lado para dejarle salir.
¿Acaso la crítica que había hecho de Edna habría distraído al médico forense de preguntarse qué hacía él en la habitación de Edna?
Lavó el vaso, lo llenó y se lo llevó a Gertrude. Los enfermeros ya se habían marchado con el cadáver y Katie DeMaio ya no estaba.
—¿Se ha marchado Mrs. DeMaio? —preguntó al detective.
—No, ha ido a hablar con la mujer del conserje. Volverá enseguida.
No quería marcharse hasta tener la completa seguridad de que Katie no diría nada sobre el zapato delante de Gertrude. Pero, cuando aquélla regresó a los pocos minutos, no lo mencionó para nada.
Se marcharon juntos del apartamento. La policía local se ocuparía de vigilarlo hasta que terminase la investigación oficial.
Deliberadamente, acompañó a Katie hasta su coche. Pero, entonces, se les unió el médico forense, que dijo:
—Tomemos café juntos, Katie. Sabes dónde está la cafetería Golden Valley, ¿verdad?
El médico forense esperó hasta que ella puso el coche en marcha y dijo:
—Buenas noches, doctor Highley.
Y se marchó bruscamente.
Mientras iba en el coche hacia su casa, Edgar Highley llegó a la conclusión de que existía cierta relación personal entre Katie DeMaio y Richard Carroll. Si Katie se moría por culpa de una hemorragia, Richard Carroll se interesaría en el motivo de dicha muerte, tanto desde su aspecto profesional como desde el emocional. Él tendría que ir con mucho cuidado.
Había cierta hostilidad en la actitud de Carroll hacia él, aunque no había razón para ello. ¿Acaso había ido a ver el cadáver de Edna? Pero, de todas formas, ¿de qué hubiera valido si hubiera obrado así? Él no debió haberla empujado con tanta fuerza. ¿Debería haberle robado, además? Ésta había sido su intención original. Y si la hubiera seguido, habría encontrado el zapato la noche pasada.
Pero Edna había hablado. Edna le había dicho a Gertrude que él la había visitado en su apartamento. Y hasta a lo mejor dio a entender que lo había hecho con mayor frecuencia, otorgándole así una mayor importancia. Gertrude le dijo a Katie que él sabía dónde estaba guardado el horrendo joyero. Si los de la fiscalía decidían que Edna había sido asesinada, ¿encontrarían un nexo de unión entre el asesinato y el trabajo de Edna en el hospital? ¿Qué otra cosa había dicho Edna a la gente?
Este pensamiento le obsesionaba, a medida que se acercaba a su casa.
Katie era la clave. Katie DeMaio. Si la quitaba de en medio, no habría ninguna evidencia que lo relacionara con la muerte de Vangie ni con la de Edna. Los archivos del hospital estaban en perfecto orden y las pacientes actuales podrían soportar la investigación más minuciosa.
Giró hacia la senda destinada a los coches, entró en el garaje y luego penetró en su casa. Las chuletas de cordero estaban en un plato, frías y cubiertas de grasa. Los espárragos estaban fláccidos, la ensalada, marchita y caliente. Recalentaría la comida en el horno y se prepararía una ensalada fresca. En unos minutos, la mesa tendría el mismo aspecto que antes de producirse la llamada telefónica.
Mientras preparaba la comida notó que se iba calmando. Estaba muy próximo a la seguridad, y no tardaría seguramente, en dar a conocer su genio al mundo. Ya había tenido éxito y lo probaría más allá de cualquier duda. Algún día podría proclamarlo. Aún no, pero sí algún día. Y él no sería como uno de esos fanfarrones que aseguran haber triunfado, aunque se niegan a ofrecer la menor prueba. Él contaba con archivos exactos, documentos científicos, fotos, radiografías. Y los relatos paso a paso y día a día de todos los problemas que habían surgido y de cómo les había hecho frente. Todo estaba en las carpetas de su caja fuerte secreta.
Cuando llegase el momento adecuado, quemaría las carpetas que tratasen de los fracasos y reclamaría el reconocimiento que le debían. Esto sucedería, sin duda alguna, cuando los triunfos fueran mayores que los fallos.
Nada podía cruzarse en su camino. Vangie casi lo había echado a perder todo. ¿Qué hubiera pasado si no se la hubiera encontrado en el momento en que salía del despacho del doctor Fukhito? ¿Y qué habría pasado si ella no le hubiera dicho que había decidido consultar a Emmet Salem?
Casualidad. Suerte. Llamadla como queráis.
Pero también había sido la casualidad la que hizo que Katie DeMaio se acercara a la ventana en el preciso momento en que él se marchaba llevándose el cadáver de Vangie. Y una exquisita ironía que Katie hubiese ido a verle antes.
Volvió a sentarse a la mesa. Con gran satisfacción, comprobó que la cena tenía un aspecto tan apetecible y delicioso como cuando la preparó por vez primera. Los berros eran frescos y crujientes; las chuletas, tiernas; los espárragos echaban humo bajo la delicada salsa holandesa. Se sirvió vino en una esbelta copa, gozando con el tacto delicadamente satinado del cristal al cogerla. El vino tenía el cordial sabor del Borgoña que esperaba de antemano.
Comió lentamente. Como sucedía siempre, el alimento le proporcionaba una sensación de bienestar. Haría lo que tenía que hacer y, luego, estaría seguro.
Mañana era jueves. El número de la revista Newsmaker, en el que aparecía el artículo sobre él, estaría en los puestos de periódicos y ayudaría a realzar su prestigio tanto social como médico.
El hecho de ser viudo le confería, además, un atractivo específico. Él sabía lo que solían decir sus pacientes.
—El doctor Highley es muy inteligente y muy distinguido, y tiene una casa preciosa en Parkwood.
Después de la muerte de Winifred, dejó que las relaciones con sus amigos se fueran enfriando. Eran demasiado hostiles. El primo de su mujer no dejaba de hacer insinuaciones, él lo sabía. Por eso, durante aquellos tres años no se había interesado en ninguna otra mujer. Y no es que la soledad fuese un sacrificio para él. Su trabajo no era sólo completamente absorbente, sino también satisfactorio en todo instante. El tiempo que le dedicaba empezaba a reportar recompensas. Sus peores críticos profesionales admitían que era un buen médico, que el hospital estaba magníficamente equipado y que otros del ramo empezaban a copiar el concepto de maternidad Westlake.
—No permito que mis pacientes fumen o beban mientras estén embarazadas —le dijo a la periodista de la revista que le entrevistó—. Les exijo que sigan un régimen específico. Muchas mujeres de las que se dice que son estériles, tendrían retoños si quisieran prestar la misma dedicación a ello que los atletas a su entrenamiento. Muchos de los problemas permanentes de salud que hoy día se sufren, se evitarían por completo si las madres no comiesen lo que no deben ni tomasen las medicinas que tampoco deben. Todos conocemos lo que la Talidomida hizo a montones de víctimas desafortunadas. Sabemos que una madre drogadicta puede dar a luz a un niño con las mismas debilidades. Y que, frecuentemente, una madre alcohólica tiene un hijo perturbado emocionalmente, retardado y de talla inferior a lo normal. ¿Y qué decir de los muchos problemas que consideramos que forman parte normal del destino del hombre: la bronquitis, la dislexia, la hiperactividad, el asma, los defectos de audición o de visión? Creo que el lugar adecuado para eliminar estos defectos no se encuentra en el laboratorio, sino en el útero. Y no aceptaré a una paciente que no esté dispuesta a colaborar con mis métodos. Le podría mostrar docenas de mujeres que he tratado, que tienen varios abortos en su historial médico, aunque en la actualidad han dado a luz niños. Muchísimas más podrían experimentar esta misma alegría, sí tuvieran deseos de cambiar sus hábitos. En particular, sus hábitos de comer y beber. Muchísimas otras podrían concebir y dar a luz a un hijo, si no tuvieran tanto desequilibrio emocional, que, en efecto, funciona como un anticonceptivo mental mucho más eficaz que cualquier otro tipo de anticonceptivo que se pueda comprar en la farmacia. Éste es el motivo y la base del concepto de la maternidad Westlake.
La periodista del Newsmaker se quedó impresionada. Pero la siguiente pregunta que le hizo tenía mala idea:
—Doctor, ¿no es cierto que a usted le critican por las minutas tan exorbitantes que cobra?
—Exorbitante es la palabra que usted ha usado. Este dinero, aparte de una pequeña cantidad que se emplea para cubrir mis gastos, bastante espartanos, se utiliza para tener el hospital al día y para proseguir los estudios prenatales.
—Doctor, ¿no es cierto que un gran porcentaje de sus casos se refiere a mujeres que han tenido varios abortos estando sometidas al cuidado de usted, aun después de seguir rígidamente su tratamiento y de pagarle a usted diez mil dólares, más los gastos del hospital y laboratorio?
—Sería una locura por mi parte afirmar que soy capaz de hacer que dé a luz toda mujer que tiene un embarazo difícil. Sí, ha habido casos en que este deseado embarazo ha empezado, aunque luego se ha producido un aborto espontáneo. Si esto ocurre varias veces, le sugiero a la paciente que adopte un niño y la ayudo a llevar a cabo la adopción adecuada.
—Siempre por dinero.
—Supongo que a usted le pagan por entrevistarme, jovencita. Ahora, diga, ¿por qué no emplea su tiempo en trabajos voluntarios?
Había sido una tontería atacar a la periodista de esta forma; una tontería con la que arriesgaba atraerse la animosidad, una tontería que daba motivos a que le desacreditaran o a que se ocupasen con demasiada hondura de su vida. Él le dijo que había sido ginecólogo jefe en Liverpool, antes de casarse con Winifred. Pero, desde luego, no le habló en absoluto del hospital Christ, de Devon.
La siguiente pregunta de la entrevistadora le tendió una trampa.
—¿No es cierto que hace usted abortos, doctor?
—Sí, los hago.
—¿Y no es incongruente en un ginecólogo? Quiero decir, intentar salvar un feto y eliminar otro.
—Yo suelo decir que el útero es una cuna. Desprecio los abortos y deploro el dolor del que soy testigo, cuando algunas mujeres vienen a verme. Son mujeres que han perdido toda esperanza de concebir debido a que han tenido abortos y unos médicos estúpidos, toscos y descuidados han destrozado sus úteros. Creo que cualquiera, y entre ellos incluyo a mis colegas, se quedarían asombrados al saber cuántas mujeres se han negado la esperanza de concebir, porque han decidido retrasar esa maternidad mediante el aborto. Sólo deseo que todas las mujeres den saludablemente a luz a sus retoños. Y para aquellas que así no quieren hacerlo, por lo menos puedo asegurar que cuando, por fin, quieran tener un hijo, podrán tenerlo.
La periodista acogió muy bien aquel argumento y cambió de actitud.
Acabó la comida, se relajó en la butaca y se sirvió un poco más de vino. Se sentía optimista y cómodo. Las leyes estaban cambiando. Y dentro de unos años, podría dar a conocer su genio sin ningún contratiempo legal. Vangie Lewis, Edna Burns, Winifred, Claire…. serían estadísticas que nada tendrían que ver con él. Los indicios quedarían muy lejos.
Se ensimismó mirando el vino mientras bebía; volvió a llenar la copa y bebió de nuevo. Estaba cansado. Mañana por la mañana, tenía que hacer una operación de cesárea: otro caso difícil que aumentaría su fama. Se trataba de un embarazo difícil, pero los latidos del corazón del feto eran muy marcados. No cabía la menor duda de que el niño nacería. La madre era miembro de la familia Payne, muy importante en el mundo social. El padre, Delano Aldrich, era ejecutivo de la Fundación Rockefeller. Éste era el tipo de familia cuya defensa sería muy importante, en caso de que volviese a salir a la superficie el escándalo de Devon.
Quedaba un obstáculo. Había traído consigo la carpeta de Katie DeMaio que había en el archivo del hospital. Empezaría a preparar ahora la carpeta que sustituiría a la verdadera y que enseñaría a la policía cuando ella muriese.
En vez de la historia que ella le había contado, y en la que se quejaba de prolongados períodos de hemorragia en el transcurso del último año, escribiría: «La paciente se queja de hemorragias frecuentes y espontáneas que nada tienen que ver con los ciclos menstruales». En vez de hablar de esponjosidad en las paredes uterinas, de origen probablemente hereditario, condición que se remediaría definitivamente con una sencilla operación D y C, él hablaría de trastornos del sistema vascular. En vez de hablar de hemoglobina ligeramente baja, indicaría que ésta se hallaba de modo crónico en la zona de peligro.
Se encaminó a la biblioteca. La carpeta en la que se leía Kathleen DeMaio y que se había llevado del hospital, se hallaba sobre la mesa de trabajo. De un cajón, extrajo una carpeta nueva y escribió en ella el nombre de Katie. Durante media hora, trabajó con ahínco consultando la carpeta del hospital, para conseguir información sobre la anterior historia médica de la paciente. Por fin, acabó. Mañana llevaría la nueva carpeta al hospital. Luego, añadió varios párrafos a la carpeta primera; una vez terminada, la colocaría en la caja fuerte.
La paciente sufrió un pequeño accidente automovilístico el lunes por la noche, 15 de febrero. A las dos de la madrugada, la paciente, bajo el efecto de un sedante, observó, desde la ventana de su habitación, cómo este médico transportaba los restos de Vangie Lewis. La paciente aún no comprende que lo que observó fue un acontecimiento real, no una alucinación. La paciente se ve ligeramente traumatizada por el accidente y por una hemorragia persistente. Es inevitable que llegue a acordarse con claridad de lo que observó y, por dicha razón, no se puede permitir que siga siendo una amenaza para este médico.
La paciente recibió una transfusión de sangre el lunes por la noche en la sala de urgencias del hospital. Este médico recetó una segunda transfusión con la pretensión de prepararla para la intervención quirúrgica del sábado. Este médico, además, le administró un medicamento anticoagulante: píldoras de Cumadín, que tomará cada cuatro horas hasta el viernes por la noche.
Apretó los labios y dejó a un lado la pluma. Era fácil imaginarse cómo acabaría aquel informe:
La paciente ingresó en el hospital a las seis de la tarde del viernes, 19 de febrero, quejándose de mareos y de debilidad general. A las nueve de la noche, este médico, acompañado de la enfermera Renge, encontró que la paciente tenía hemorragia. La presión sanguínea bajó con rapidez. Después de hacer una transfusión, se hizo una intervención quirúrgica de urgencia, a las nueve y cuarenta y cinco de la noche.
La paciente, Kathleen Noel DeMaio expiró a las diez de la noche.
Sonrió al pensar por anticipado en cómo terminaría este problemático caso: había planeado perfectamente todos los detalles, hasta la asignación de la enfermera Renge al turno de la noche del viernes. Era joven, inexperta y le temía muchísimo.
Después de colocar la carpeta en el escondite temporal del cajón superior de la mesa, subió al primer piso, se metió en la cama y durmió perfectamente hasta las seis de la mañana.
Tres horas después, trajo al mundo a un niño saludable, gracias a la cesárea que le practicó a Mrs. Delano Aldrich, y aceptó con gratitud el lloriqueante agradecimiento de la paciente y de su esposo.