Precisamente a las ocho de la mañana del jueves, el equipo de investigación de la Brigada de Homicidios del condado de Valley, llegó a casa de los Lewis. Al frente del grupo de seis hombres iban Phil Cunningham y Charley Nugent. Los detectives que iban a ocuparse de tomar las huellas digitales, recibieron órdenes de centrarse principalmente en el dormitorio, el baño y la cocina.
De entrada, se admitió que sólo existía una posibilidad muy tenue de que descubriesen huellas dactilares significativas, que no pertenecieran ni a Chris ni a Vangie Lewis. Pero el informe del laboratorio había dado lugar a otra pregunta: las huellas de Vangie aparecían en el vaso que se encontró junto a ella, aunque había ciertas dudas sobre la colocación de dichas huellas. Vangie no era zurda. Cuando vertió los cristales de cianuro en el vaso, hubiera sido lógico que lo sostuviera con la izquierda y vertiese el veneno con la derecha; pero en el vaso sólo se veían las huellas de sus dedos de la mano derecha. Era éste un hecho preocupante e inconcluyente, que ayudaba a desacreditar el aparente suicidio.
Cuando se hubo encontrado el cadáver, se sometieron a prueba los botiquines de ambos baños y de la habitación de invitados. Se los examinó de nuevo con todo detalle. Se abrió y olió cada una de las botellas, aunque no encontraron aquel aroma a almendras amargas que buscaban. Charley dijo:
—Vangie debió de guardar el cianuro en algún sitio.
—A menos que llevase consigo la cantidad que usó en el vaso y tirara luego los sobres o las cápsulas por el retrete —sugirió Phil.
Se inspeccionó cuidadosamente el dormitorio con la esperanza de encontrar cabellos que no perteneciesen a la cabeza de Vangie ni a la de Chris, pues, como bien dijo Phil:
—En todas las casas puede haber cabellos de recaderos, vecinos, de cualquier persona. Siempre se nos están cayendo cabellos. Pero la mayoría de las personas no dejan entrar en sus dormitorios ni a los buenos amigos. Por ello si se encuentra cabellos humanos que no pertenecen a las personas que duermen en el dormitorio, es muy posible que uno haya encontrado una buena pista.
Prestaron particular atención a los estantes del garaje. Abundaban en ellos las usuales latas medio llenas de pintura, de aguarrás, unas cuantas herramientas de jardín, mangueras, insecticidas, polvos vitamínicos para las plantas, y venenos para las hierbas. Phil refunfuñó molesto cuando la punta de una zapa se enredó en la manga de su chaqueta. Aquella punta sobresalía por encima del borde del estante: su mango estaba colocado en el sitio correcto, entre el extremo del estante y una pesada lata de pintura. Al inclinarse para liberar la manga, vio un pedacito de algodón estampado clavado en la punta. ¡Aquel estampado! Él lo había visto hacía poco tiempo; era aquella tela india y desvaída de color madrás. El vestido que Vangie Lewis llevaba cuando murió. Phil llamó al fotógrafo de la policía para que entrase en el garaje y le dijo, señalando la herramienta:
—Saca una foto de eso. Quiero una ampliación de ese material.
Después de ser tomada la foto, Phil, con cuidado, quitó el pedazo de material de la punta, lo guardó en un sobre y lo cerró.
En la casa, Charley estaba examinando el escritorio de la sala de estar. ¡Qué extraño!, pensó. Uno puede hacerse una imagen muy clara de la gente con sólo ver cómo guardan sus papeles. Era evidente que Chris Lewis se ocupaba de la contabilidad de la familia. Las matrices de los libros de cheques estaban escritas con precisión, y los balances, ajustados al céntimo. Al parecer, pagaban todas las facturas tan pronto como las recibían. El gran cajón del fondo tenía carpetas verticales, ordenadas por orden alfabético: American Exprés; Bank Americard; Cartas personales; Seguros; Servicio de respuestas telefónicas.
Charley cogió la carpeta de cartas personales y, rápidamente, le echó una ojeada: Chris Lewis mantenía correspondencia normal con su madre. «Chris, muchas gracias por el talón, pero no deberías ser tan generoso». Sólo hacía dos semanas que habían escrito aquellas palabras. Una carta fechada en enero empezaba así: «Le compré a papá el televisor para el dormitorio y disfruta muchísimo con él». Y una de julio pasado decía: «El nuevo aire acondicionado es toda una bendición».
Si Charley se sintió decepcionado al no encontrar más datos personales significativos, tuvo que admitir, a regañadientes, que Christofer Lewis era un hijo generoso y que se preocupaba de sus ancianos padres. Releyó las cartas de la madre, esperando hallar algún indicio sobre las relaciones entre Vangie y Chris. Las últimas cartas acababan más o menos de esta forma: «Siento que Vangie no se encuentre bien». O: «A veces, las mujeres tenemos embarazos difíciles». O: «Dile a Vangie que la apoyamos moralmente».
Al mediodía, Charley y Phil decidieron dejar al resto del grupo para que completase la investigación y regresaron al despacho. Habían pensado ir a esperar el avión de Chris Lewis, a las seis de la tarde. Habían descartado que alguien hubiese entrado por la fuerza. No había restos de cianuro ni en la residencia ni en el garaje. El contenido del estómago de Vangie reveló que había comido muy poco el lunes; era probable que su único alimento en todo el día hubiese sido una tostada y un té, unas cinco horas antes de morir. En la barra de pan que había en la panera, faltaban dos rebanadas. Los platos sucios que había en el lavaplatos contaban su propia historia: un solo plato de la cena, una taza y su platito, un cuenco de ensalada, probablemente de la noche del domingo. Un vaso de zumo y una taza: el desayuno del lunes. Una taza, un platito y un plato con migas de tostada, de la comida del mismo día.
Parecía que Vangie había cenado sola el domingo por la noche y nadie había comido con ella el lunes por la noche. La cafetera de cristal que había en el fregadero, no estaba allí el martes por la mañana. Sin duda Chris Lewis se hizo un café en algún momento después de descubrir el cadáver.
El sendero que conducía al garaje y al jardín fueron sometidos también a una investigación minuciosa; pero no encontraron nada raro.
—Los muchachos se van a pasar el día ocupados en ello, aunque no hemos echado a faltar nada —dijo llanamente Charley—. Y, aparte del hecho de que Vangie se desgarró el vestido con esa punta de zapa, en el garaje, no tenemos ningún dato. Pero espera un minuto, aún no hemos comprobado si había algún mensaje en el servicio de respuestas telefónicas.
Consiguió el número del servicio de respuestas telefónicas, cogiéndolo del escritorio, marcó dicho número y se identificó:
—Deme todos los mensajes que hayan dejado para el capitán Lewis y su señora a partir del lunes —ordenó Charley.
Sacó la pluma y empezó a escribir, mientras Phil miraba por encima del hombro: «Lunes 15 de febrero: 4 de la tarde, llamada de Northwest Reservations, confirmación del asiento a nombre de Mrs. Lewis en el vuelo doscientos treinta y cinco, salida 4.10 de la tarde, desde el aeropuerto de La Guardia, hacia el aeropuerto de las ciudades de Minneapolis-Saint Paul, el 16 de febrero, martes».
Phil silbó por lo bajo y Charley preguntó:
—¿Sabe usted si Mrs. Lewis recibió este mensaje?
Charley mantuvo el auricular un poco alejado del oído, para que Phil pudiera oír también, mientras la operadora decía:
—¡Oh, sí! Yo estaba en la centralita la noche del lunes y se lo di sobre las siete y media.
Con voz enfática, la operadora añadió:
—Mrs. Lewis pareció sentirse muy aliviada. En efecto, dijo: «¡Oh, gracias a Dios!»
—Muy bien —dijo Charley—. ¿Qué otro mensaje tiene?
—Lunes quince de febrero, nueve y treinta de la noche. El doctor Fukhito dejó dicho que Mrs. Lewis le llamara a su casa en cuanto llegase y añadió que ya conocía su número de teléfono.
Charley elevó una ceja y dijo:
—¿Es eso todo?
—Tengo otro mensaje —replicó la operadora—. Una tal Miss Edna Burns llamó a Mrs. Lewis a las diez de la noche del lunes. Deseaba que Mrs. Lewis estuviese tranquila y que la llamase por muy tarde que fuera.
Charley dibujaba triángulos en el bloc, mientras la operadora decía que no había habido más mensajes en el servicio ni para el martes ni para el miércoles aunque sabía que en la casa habían recibido una llamada el martes por la noche, que había contestado el capitán Lewis.
—Precisamente me había puesto yo a tomarla cuando él cogió el teléfono. Claro, me retiré inmediatamente —explicó la operadora.
En respuesta a la pregunta de Charley, le confirmó que Mrs. Lewis no se enteró de la llamada del doctor Fukhito ni de la de Miss Burns. No se puso en contacto con el servicio a partir de las siete y media del lunes por la noche.
—Muchas gracias —dijo Charley—. Ha sido usted muy útil. Es probable que queramos tener una lista completa de los mensajes que usted haya tomado para los Lewis desde cierto tiempo hasta ahora. Pero ya nos pondremos en contacto con usted para eso.
Charley colgó el auricular y miró a Phil.
—Vamos. Me imagino que Scott va a estar impaciente por enterarse de todo esto.
—Y tú. ¿Cómo lo interpretas? —le preguntó Phil.
Charley le respondió:
—¿Y cómo puedo interpretarlo? A las siete y media del lunes por la noche, Vangie Lewis planeaba ir a Minneapolis. Un par de horas después, estaba muerta. A las diez del lunes por la noche, Edna Burns tiene un mensaje importante que darle a Vangie. A la noche siguiente, Edna está muerta. Y la última persona que la ve viva, la oye hablar con Chris Lewis mientras le dice a éste que tiene algo que decirle a la policía.
—¿Y qué me dices del bicho japonés que llamó a Vangie el lunes por la noche? —le preguntó Phil.
Charley se encogió de hombros.
—Katie habló ayer con él. Puede que tenga algo que contarnos.