Antes de salir de su casa, Katie se hizo una taza de té y la llevó al coche. Mientras conducía con una mano se llevó el caliente líquido a los labios con la otra. Había pensado llevar una tarta a casa de Edna para tomar el té con ella. Y, ahora, Edna estaba muerta.
¿Cómo era posible que una persona a la que había visto una sola vez le causase tal impresión? ¿Se debería, sencillamente, al hecho de que Edna era muy buena persona y se preocupaba sinceramente de las pacientes? ¡Había tanta gente indiferente y a la que no le importaba nada! En la conversación que sostuvo con Edna, el mes pasado, le habló espontáneamente sobre John.
Y Edna la había comprendido, pues le dijo:
—Yo sé lo que es ver a una persona morir día a día. Por un lado, una quiere que deje de sufrir. Por otro, una no quiere dejarlos marchar.
Ella había compartido las secuelas que deja una pérdida.
—Cuando mamá y papá murieron, todas mis amigas me dijeron: Ahora eres libre, Edna. Y yo les contesté: Libre, ¿para qué? Estoy segura de que usted sintió lo mismo que yo.
Edna la tranquilizó sobre el doctor Highley:
—Es imposible que encuentre mejor médico para los problemas ginecológicos. Por ello me enfurezco cuando oigo que alguien le critica o le pone pleito por mal ejercicio de la medicina. Y le digo una cosa. Me gustaría matarlos yo misma. Éste es el problema que surge, cuando se creen que uno es Dios. Piensan que uno es capaz de hacer lo imposible. Le digo que cuando un médico pierde, hoy día, a un paciente, tiene que preocuparse por ello. Y no me refiero sólo a los tocólogos, sino también a los geriatras. Supongo que nadie cree que debe morir.
¿Qué había querido decir Charley, cuando le contó que Edna había telefoneado la noche anterior a Chris Lewis? Por debajo de aquellas palabras, Charley le había sugerido claramente la posibilidad de que aquel hombre no había jugado limpio.
—No lo creo —dijo en voz alta Katie, al desviarse de la carretera 4 hacia Edgeriver.
Hubiera sido muy típico de Edna que llamase a Chris Lewis para expresarle su condolencia. ¿O acaso sería que Charley sugería que Edna, de alguna forma, había amenazado a Chris Lewis?
Tenía una vaga idea de dónde se hallaba la zona donde estaban los apartamentos y la encontró con facilidad. Permaneció un momento reflexionando que, en lo referente a los apartamentos ajardinados, éste estaba un poco abandonado. Cuando vendiese la casa, sería probable que se mudara a una gran torre; por lo menos, para una temporada. Había unos cuantos edificios junto al Hudson, que tenían preciosos apartamentos con terraza. Sería interesante estar cerca de Nueva York. Entonces, tendría una mayor probabilidad de ir al teatro y a los museos. Cuando venda la casa… ¿En qué momento el si se convirtió en cuando? Charley le había dicho que el apartamento de Edna era el último del bloque que cobijaba a las unidades del cuarenta y uno al sesenta. También le dijo que aparcase cerca.
Aminoró la marcha y advirtió que un coche había entrado en aquella urbanización por otra carretera y se dirigía hacia la misma zona que el de ella. Era un coche de tamaño medio y de color negro. Por un momento, el conductor dudó. Luego, eligió aparcar en el primer sitio libre que quedaba a la derecha. Katie le adelantó. Si el apartamento de Edna era el último a la izquierda, trataría de acercarse lo más posible a él. Encontró un sitio donde estacionarse y aparcó allí. Se apeó del coche y se dio cuenta de que debía estar viendo la ventana posterior del apartamento de Edna, que estaba levantada unos centímetros. La persiana bajada descansaba sobre el borde de una maceta. Por allí se veía una débil luz que salía del interior del apartamento.
Katie pensó en la vista que tenía desde las ventanas de su dormitorio: desde él se veía un pequeño estanque del bosque que quedaba detrás de la casa. En cambio, Edna sólo podía mirar a un aparcamiento y a una reja de metal herrumbrosa. Así y todo, le había dicho a Katie que le gustaba mucho su casa. Era muy acogedora.
Katie oyó ruido de pisadas y se volvió con presteza. En aquel aparcamiento solitario, cualquier sonido parecía amenazador. Una figura, cuya silueta acentuaba la débil luz de un solitario farol, se le acercaba. Le chocó encontrar algo familiar en aquella sombra.
—Perdóneme, espero no haberla asustado.
Aquella voz cultivada tenía un débil acento inglés.
—¡Doctor Highley!
—Creo que no esperábamos vernos tan pronto y en circunstancias tan trágicas, Mrs. DeMaio.
—Entonces, ya se ha enterado. ¿Le llamaron desde mi despacho, doctor?
—Hace frío. Tomemos por este sendero que da la vuelta al edificio.
Casi sin tocarle el codo con la mano, la siguió por la senda.
—Mrs. Fitzgerald me llamó, pues hoy sustituyó a Mrs. Burns, y es evidente que ella fue quien la descubrió. Parecía muy turbada y me rogó que viniese. Todavía no conozco ningún detalle de lo ocurrido.
—Tampoco yo —dijo Katie.
En aquel momento, doblaban la esquina y se dirigían hacia la fachada del edificio. Entonces, oyeron unas rápidas pisadas detrás de ellos.
—¡Katie!
Esta sintió cómo aumentaba la presión de los dedos del doctor en su codo; un instante después, la soltó. Richard se acercaba. Katie se sintió absurdamente contenta de verle. Él la cogió por ambos hombros, con un gesto que acabó al mismo tiempo que empezaba, y la atrajo hacia sí. Luego, la soltó.
—¿Te llamó Scott?
—No. Dio la casualidad de que yo llamé a Edna. ¡Oh, Richard! Te presento al doctor Edgar Highley.
Sin perder un minuto, presentó a los dos hombres, que se dieron la mano.
Katie pensó que todo aquello era absurdo. Mientras ella se dedicaba a presentar a aquellos hombres, a unos pocos metros detrás de una puerta había una mujer muerta.
Charley los dejó entrar y pareció tranquilizarse al verlos.
—Tu gente debería de estar aquí dentro de un par de minutos —le dijo a Richard.
—Hemos tomado fotografías. Pero me gustaría que también tú echases un vistazo.
Katie estaba acostumbrada a la muerte. En el curso de su trabajo, constantemente veía imágenes terribles y muy vividas de víctimas del crimen. Solía saber cómo apartarse de aquel aspecto emocional y concentrarse en las ramificaciones legales de una muerte violenta. Pero era una cosa muy diferente ver a Edna hecha un guiñapo contra el radiador, vistiendo aquella especie de camisón de franela que su propia madre consideraba indispensable; ver la bata de felpilla como las que su madre solía comprar en las rebajas de Macy's; ver la firme evidencia de la soledad: las rodajas de jamón enlatado, la vacía copa de cóctel.
Edna había sido una persona muy alegre, que había encontrado una pequeña medida de felicidad en este apartamento amueblado con mal gusto. Pero hasta aquellas paredes la habían traicionado y se habían convertido en el escenario de su muerte violenta.
Gertrude Fitzgerald estaba sentada en el anticuado sofá de terciopelo, que se hallaba colocado en el extremo opuesto de aquella habitación en forma de L, dando la espalda al cadáver. Lloraba en silencio. Richard fue directamente al comedor para examinar a la muerta. Katie se acercó a Mrs. Fitzgerald y se sentó junto a ella. El doctor Highley se le unió y acercó una butaca de respaldo recto.
Gertrude intentó hablarles.
—¡Oh, doctor Highley! ¡Mrs. DeMaio! ¿No es eso terrible, terrible?
Aquellas palabras la hicieron estallar de nuevo en sollozos. Katie, con suavidad, le colocó una mano en los hombros temblorosos.
—Lo siento muchísimo, Mrs. Fitzgerald. Sé bien que usted quería a Mrs. Burns.
—Era siempre tan agradable y tan divertida. Siempre me hacía reír. Pero quizá tenía esa debilidad. Todo el mundo tiene una debilidad, pero nunca molestó a nadie con ello. ¡Oh, doctor Highley! ¡Usted también la echará de menos!
Katie observó cómo el doctor se inclinaba hacia Gertrude con su rostro severo.
—Sin duda alguna, Mrs. Fitzgerald. Edna era una persona maravillosamente eficiente. Hacer su trabajo la enorgullecía mucho. El doctor Fukhito y yo solíamos bromear, ya que, gracias a Edna, nuestras pacientes se relajaban tanto para cuando las veíamos, que muy bien podía haberle quitado el puesto al doctor Fukhito.
Gertrude estalló diciendo:
—Doctor, les he dicho a esos hombres que usted ya había estado aquí. Se lo dije. Les dije que usted conocía el problema que tenía Edna y que es una tontería decir que ella no se cayó. ¿Por qué iba a haber alguien que le quisiera hacer daño?
El doctor Highley miró a Katie.
—Edna sufría de ciática. Y, cuanto tenía ataques, de vez en cuando le solía traer trabajo para que lo hiciera en casa. Sin duda alguna, no estuve aquí más de tres o cuatro veces. Una vez, cuando suponía que ella estaba enferma, vine a verla inesperadamente. Entonces, comprendí que tenía un problema muy serio con la bebida.
Katie levantó la vista y se dio cuenta de que Richard había acabado de examinar el cadáver. Se levantó, se dirigió hasta donde él estaba y miró a Edna. En silencio rezó:
¡Oh, señor! ¡Concédele el descanso eterno! Y que las legiones angélicas la acojan y la lleven hacia un lugar de renovación, de luz y paz.
Se tragó de golpe el nudo súbito que se le había formado en la garganta, y le preguntó serenamente a Richard lo que había averiguado.
Éste se encogió de hombros y le replicó:
—Hasta que tenga oportunidad de comprobar la profundidad de la fractura, yo diría que su muerte podría haber ocurrido de cualquier manera. No cabe la menor duda de que el golpe ha sido terrible. Pero, si estaba borracha, y es evidente que lo estaba, puede haber tropezado al intentar incorporarse. Era una mujer bastante corpulenta. Por otra parte, hay una gran diferencia entre ser atropellado por un coche o por un tren. Y ésa es la clase de diferencia que tenemos que establecer.
—¿Hay alguna señal de que forzasen la entrada? —le preguntó Katie a Charley.
—Ninguna. Pero estas cerraduras son del tipo que uno puede hacer saltar hasta con una tarjeta de crédito. Y si estaba tan bebida como creemos que lo estaba, cualquiera puede haber entrado fácilmente.
—Pero ¿por qué razón iba a entrar alguien? ¿Qué me dijiste sobre el capitán Lewis?
—La mujer del conserje, que se llama Gana Krupshak, era íntima de Edna Burns. Lo cierto es que estaba con Mrs. Fitzgerald cuando descubrieron el cadáver. La dejamos regresar a su casa un poco antes de que tú vinieras. Está muy impresionada. Nos dijo que Edna estaba bastante bebida. Se quedó con ella hasta las ocho y media. Luego, decidió ir a buscar el jamón. Esperaba que Edna comiese algo que le ayudase a serenarse. Edna le habló del suicidio de Vangie.
—¿Qué? ¿Qué fue exactamente lo que le dijo? —le preguntó Katie.
—No mucho. Sólo mencionó el nombre de Vangie y lo guapa que había sido. Entonces Mrs. Krupshak fue a la cocina y oyó que Edna marcaba un número en el teléfono y casi oyó toda la conversación. Jura que Edna llamaba capitán Lewis a la persona con la que hablaba por teléfono. Y le dijo que, mañana, pensaba hablar con la policía. Además, escucha lo siguiente: la mujer del conserje jura que oyó a Edna dar instrucciones a Lewis de cómo llegar aquí en coche. Y, luego, le oyó decir a Edna algo sobre el príncipe encantado.
—¿El príncipe encantado?
Charley se encogió de hombros.
—Tu desconcierto es tan grande como el mío. Pero la testigo está segura de lo que dice.
Richard dijo entonces:
—Trataremos este caso como un homicidio en potencia. Empiezo a estar de acuerdo en la sospecha que tiene Scott sobre Chris Lewis.
Entonces, Richard miró a la sala de estar.
—Mrs. Fitzgerald está bastante deprimida. ¿Ya acabaste de hablar con ella, Katie?
—Sí. Ahora no está en condiciones de que la interroguemos.
—Haré que uno de los coches de la patrulla la lleve a casa.
Charley se ofreció a ello voluntariamente.
—Otro de los muchachos puede seguirlos guiando el coche de ella.
Katie pensó: «No creo que Chris Lewis haya sido capaz de hacerle esto a Edna. No creo que haya matado a su esposa». Miró alrededor.
—¿Estás seguro de que no falta nada de valor?
Charley se encogió de hombros.
—Por todo lo que hay en este lugar no darían más de cuarenta dólares en un mercadillo Además, tiene la cartera en uno de sus bolsillos. Contiene dieciocho dólares y tarjetas de crédito. Ya sabes, lo normal. No hay ninguna señal de que hayan tocado nada y, mucho menos, violentado.
—De acuerdo.
Katie volvió al lado del doctor Highley y de Gertrude.
—Vamos a mandar que uno de los chicos la lleve a su casa —le dijo amablemente.
—¿Qué le van a hacer a Edna?
—Hay que investigar la profundidad de las heridas de la cabeza. No creo que hagan mucho más con el cuerpo. Pero si hay la más ligera probabilidad de que alguien le haya hecho esto a Edna, tenemos que saberlo. Piense en ello como una forma de demostrar que, para nosotros, su vida era valiosa
Mrs. Fitzgerald hizo pucheros y dijo:
—Supongo que tiene usted razón
Y, luego, miró al doctor:
—Doctor Highley, perdone que me haya atrevido a pedirle que viniera aquí. Lo siento mucho.
—No tiene importancia.
El doctor metió una mano en un bolsillo.
—Le he traído estos sedantes por si los necesita. Como la van a llevar a su casa, será mejor que tome uno ahora.
—Iré a buscarle un vaso de agua —dijo Katie.
Fue al lavabo del baño. Éste y el dormitorio estaban al final de un pasillo. Mientras dejaba correr el agua para que saliese fría, advirtió que detestaba la idea de que Chris Lewis se convirtiese en el principal sospechoso de estas dos muertes.
Regresó con el vaso de agua para Gertrude y volvió a sentarse a su lado.
—Aunque sólo sea para satisfacernos, Mrs. Fitzgerald, queremos tener la certeza de que no hubo la posibilidad de que tratasen de robar a Edna. ¿Sabe usted si ella guardaba algún objeto de valor, alguna joya quizá?
—¡Oh, tenía un anillo y un alfiler de los que estaba muy orgullosa! Sólo se los ponía en ocasiones muy especiales y no sabría dónde los guardaba. Es la primera vez que vengo a su casa. ¡Oh, espere un minuto, doctor! ¡Recuerdo que Edna me dijo que le había enseñado a usted su anillo y su alfiler! Me dijo que le había mostrado dónde los escondía, cuando usted estuvo aquí. Quizá usted podría serle útil a Mrs. DeMaio.
Katie miró aquellos fríos ojos grises y pensó: «El odia todo esto, le enfurece encontrarse aquí, no quiere verse mezclado en este problema».
¿Habría estado Edna enamorada del doctor?, se preguntó Katie de pronto. ¿Habría ella exagerado el número de veces que éste le había traído trabajo, dejando, quizá, entrever a Gertrude que él estaba un poco interesado en ella? Quizá sin tener la intención de ocultar la verdad, se había inventado un pequeño romance e imaginado una posible relación con él. Si hubiera sido así, no había por qué asombrarse de que Mrs. Fitzgerald le hubiese llamado con premura, ni de que él pareciese tan turbado e incómodo ahora.
—No sé nada de escondites —dijo el doctor con voz tensa y con un dejo de sarcasmo—. Una vez, Edna me enseñó un alfiler y un anillo que estaban en una caja que había en el cajón de su mesita de noche. Me cuesta mucho trabajo considerar que tal sitio es un escondite.
—¿Podría indicármelo, doctor? —le preguntó Katie.
Caminaron juntos por el pasillo y se dirigieron al dormitorio. Katie encendió la lámpara; un pie barato y rojizo y una pantalla de papel grabado.
—Estaba ahí —dijo el doctor Highley, señalando hacia el cajón de la mesa de noche, que estaba al lado derecho de la cama.
Usando sólo las puntas de los dedos, Katie abrió el cajón. Sabía que era probable que se realizara una investigación completa para hallar evidencias, de la que formarían parte los especialistas en huellas digitales.
El cajón tenía un fondo inesperadamente profundo. Katie metió la mano y sacó un joyero de plástico azul. Cuando levantó la tapa, el sonido de campanitas de una caja de música interrumpió el sombrío silencio. Un pequeño broche y un delgado anillo con un viejo diamante descansaban sobre un pedazo de terciopelo.
—Supongo que éstos serán los tesoros —dijo Katie—. Y me imagino que eliminarán la teoría del robo. Los guardaremos en el despacho hasta que sepamos quién es el pariente más cercano.
Empezó a cerrar el cajón, cuando se detuvo y miró al interior.
—¡Oh, doctor, mire!
Colocó rápidamente el joyero en la cama y metió la mano en el cajón.
—Por motivos sentimentales, mi madre solía guardar el viejo y estropeado sombrero negro de su madre —dijo—. Y Edna debió de haber hecho lo mismo.
Agarró un objeto, tiró de él y lo sacó para que el doctor pudiera verlo.
Era un mocasín marrón, muy estropeado y deformado, casi a punto de deshacerse. Pertenecía a un pie izquierdo.
Mientras el doctor Highley clavaba la vista en el zapato, Katie dijo:
—Es probable que perteneciese a su madre, pero Edna lo consideraba como un tesoro tan grande que lo guardaba junto a estas patéticas joyas. ¡Oh, doctor! ¡Si los recuerdos pudiesen hablar, de cuántas historias nos enteraríamos!