Cuando hubo acabado de beber el segundo whisky, entró en la cocina y abrió la nevera. Le había dicho a Hilda que no le preparase nada para cenar; en cambio, le había dejado una larga lista de cosas que tenía que comprar. Asintió de buen humor al ver lo que había en el departamento de carnes: las pechugas deshuesadas, los filet mignon, las chuletas dobles de cordero. En el departamento de las verduras había espárragos frescos, tomates y berros. En la cajita de los quesos, Brie y Jarlsberg. Esta noche se comería las chuletas, los espárragos y una ensalada de berros.
El agotamiento emocional siempre le obligaba a comer. La noche en que murió Claire, se marchó del hospital mostrándoles a todos la apariencia de un marido mudo de dolor, y se encaminó a un tranquilo restaurante que quedaba a una docena de manzanas, donde comió copiosamente. Luego, fue a su casa, escondiendo aquel agudo sentimiento de bienestar con la conocida postura de parecer embargado por el dolor. Los amigos que se habían reunido para darle el pésame y acompañarle en el sentimiento, estaban un poco desilusionados.
—¿Dónde te encontrabas, Edgar? Estábamos preocupados por ti.
—No lo sé, no me acuerdo. He estado caminando y caminando.
Lo mismo ocurrió cuando murió Winifred. Dejó a sus parientes y amigos en la funeraria, y se negó a cenar con ellos.
—No, no. Necesito estar solo.
Regresó a su casa y esperó lo bastante para contestar unas cuantas llamadas telefónicas. Luego, se puso en contacto con el servicio de la central telefónica que se ocupaba de contestar las llamadas.
—Si alguien me llama, le ruego que digan que estoy descansando y que llamaré a todo el mundo después.
Luego, se metió en el coche y fue hasta el hotel Carlyle, de Nueva York. Allí, pidió una mesa apartada y encargó la cena. Mediada la cena, levantó la vista y vio al primo de Winifred: Glenn Nickerson, en el otro extremo del salón. Glenn, el instructor de atletismo de un instituto de segunda enseñanza, que había sido el heredero de Winifred basta que él apareció.
Glenn llevaba el mismo traje azul oscuro y la misma corbata negra que había llevado en el funeral: un traje barato que le sentaba mal y que, sin duda, había comprado para tal ocasión. Su atuendo normal solía ser una chaqueta deportiva, pantalones y zapatillas de tenis.
Sin duda Nickerson le observaba. Alzó la copa y brindó, con una sonrisa burlona en el rostro. Muy bien podía haber gritado lo que pensaba: ¡Por el dolido viudo!
Edgar hizo lo que creyó necesario hacer: fue hasta Glenn sin mostrar el menor signo de dolor y le habló amablemente.
—¿Por qué no te sentaste conmigo cuando me viste, Glenn? No me había dado cuenta de que venías al Carlyle. Éste era uno de nuestros sitios favoritos para cenar. Aquí nos comprometimos. ¿Nunca te lo dijo Winifred? No soy judío, pero creo que una de las costumbres más hermosas de este desconcertante mundo es la de la fe judía, en la que, tras una muerte, los dolientes comen huevos para simbolizar la continuación de la vida. Me encuentro aquí para celebrar en silencio la continuidad del amor.
Glenn le clavó los ojos con una expresión irónica. Luego, se puso de pie y pidió la cuenta mientras decía:
—Admiro tu capacidad de filosofar, Edgar. No, no creo que el Carlyle sea uno de mis sitios normales para cenar. Sencillamente, te seguí aquí ya que había decidido visitarte. Pero llegué a la manzana donde vives justamente cuando salía el coche. Tenía el presentimiento de que podía ser interesante el observar, y no me equivocaba.
Edgar le dio la espalda a Glenn y se dirigió dignamente a su mesa sin volver la cabeza. A los pocos minutos, vio a Glenn en la puerta del comedor camino de la calle.
A la semana siguiente, Alan Levine, doctor que trataba a Winifred, le dijo, indignado, que Glenn le había pedido que le enseñase el historial médico de Winifred.
—¡Le arrojé del despacho! —dijo Alan, enfurecido—. Le dije que Winifred había presentado los síntomas clásicos de la angina de pecho y que se haría un favor a sí mismo si se molestaba en estudiar las actuales estadísticas de las mujeres cuando tienen más de cincuenta años y sufren de ataques al corazón. Así y todo, tuvo las agallas de hablar con la policía. Me llamaron de la fiscalía y me preguntaron, con pocas palabras, si se podía crear una dolencia cardíaca. Les contesté que vivir en la actualidad era más que suficiente para crear problemas cardíacos. Inmediatamente dejaron el caso. Mandaron a Glenn a hacer gárgaras y le dijeron que resultaba evidente que era un pariente desheredado que intentaba ocasionar problemas.
Pero uno puede crear problemas cardíacos, doctor Levine. Uno puede preparar escenas íntimas para la querida esposa. Uno puede aprovecharse de su propensión a la gastroenteritis, para producir ataques tan fuertes que parezcan colapsos en un cardiograma. Después de sufrir bastantes de éstos parece que la señora tiene uno de consecuencias fatales, y muere en presencia de su propio médico que ha llegado momentos antes, encontrando al esposo, médico también, practicando la respiración boca a boca. Nadie sugeriría que se hiciera una autopsia. Y aun en el caso de que esto sucediese, casi no habría riesgos.
El único, que hubiera podido haber sería que se hubiera pensado en investigar la muerte de Claire.
*****
Las chuletas estaban ya casi cocinadas. Con mano experta, aliñó los berros, sacó los espárragos de la olla y tomó media botella de Beaujolais que estaba colocada en la despensa, entre otras muchas. Acababa de ponerse a comer, cuando sonó el teléfono. Se debatió intentando hacer caso omiso de él, pero decidió que, a esta hora, podía ser peligroso no contestar a una llamada. Tiró la servilleta sobre la mesa y corrió a descolgar la extensión que había en la cocina. Con precisión dijo:
—Habla el doctor Highley.
Un sollozo se oyó en el aparato.
—Doctor… ¡Oh, doctor Highley! Soy Gertrude, Gertrude Fitzgerald, doctor. Cuando iba camino de casa, decidí ir a ver a Edna…
El doctor Highley apretó el puño que sostenía el auricular.
—Doctor, Edna ha muerto, la policía está aquí. Edna se cayó. Doctor, ¿podría venir ahora? Hablan de hacerle la autopsia. Edna odiaba las autopsias. Solía decir que era terrible descuartizar a la gente muerta. Doctor, usted sabe cómo se comportaba Edna cuando bebía. Les he dicho que usted la había visitado en su apartamento y la había encontrado bebida. Venga y dígales cómo se conducía Edna a veces, doctor. ¡Oh, por favor! ¡Venga y convénzales de que se cayó para que no tengan que descuartizarla!