El miércoles, regresó a su casa a las seis de la tarde. En aquel momento, Hilda se marchaba. Su rostro estólido e indiferente estaba en guardia. Él siempre se mantenía distante de aquella mujer. Sabía que a ella le gustaba y necesitaba aquel trabajo. ¿Y por qué no? Era una casa que siempre estaba limpia, sin ninguna señora que diese órdenes constantes, ni ningún niño que se metiese por en medio.
Ningún niño. Él fue a la biblioteca, se sirvió un whisky y, ensimismado, contempló, desde la ventana, cómo el ancho cuerpo de Hilda desaparecía por la calle hacia la parada del autobús, que quedaba dos manzanas más lejos.
Había estudiado medicina porque su madre murió al dar a luz. Al nacer él. Aquellas historias acumuladas a lo largo de los años, que escuchó desde la época en que ya tenía entendimiento, siempre se las contaba el tímido y discreto hombre que era su padre.
—Tu madre deseaba mucho tenerte. Sabía que arriesgaba la vida en ello, pero no le importaba.
Sentado en la farmacia de Brighton, observaba cómo su padre preparaba las recetas, mientras le preguntaba:
—¿Y eso para qué sirve? ¿Esa píldora para qué es buena? ¿Por qué escribes advertencias de peligro en esas botellas?
Aquello le fascinaba; asimilaba toda la información que su padre compartía con él: el único tema del que éste era capaz de hablar. El único mundo que había conocido.
En la Facultad de Medicina, acabó la carrera entre los diez primeros del curso; e importantes hospitales de Londres y Glasgow le ofrecieron un puesto para hacer el internado. Sin embargo, eligió el hospital Christ, de Devon, con su laboratorio de investigaciones magníficamente equipado, oportunidad que le permitía, al mismo tiempo, hacer experimentos y prácticas. Con el tiempo, llegó a formar parte del personal de dicho sitio y su fama de ginecólogo creció rápidamente. Pero aquello demoró su proyecto, lo retrasó. Debido a su incapacidad para someterlo a prueba, aquel proyecto estaba maldito.
Cuando tenía veintisiete años, se casó con Claire, prima lejana del duque de Sussex, quien, a pesar de pertenecer a un entorno social infinitamente superior, contrajo matrimonio con él. Su fama y la expectativa de su futura importancia anularon todas las barreras.
¡Y aquella increíble ignominia! Él, que se ocupaba de traer nuevas vidas al mundo, se había casado con una mujer estéril. Él, que tenía las paredes cubiertas de retratos de niños que a lo mejor nunca hubiesen nacido si no hubiera sido por su ayuda, no tenía ninguna esperanza de llegar a ser padre.
¿Cuándo empezó a odiar a Claire? Le llevó mucho tiempo: siete años.
Aquello ocurrió cuando, por fin, se dio cuenta de que a ella no le importaba nada, que nunca le había importado nada; que su desilusión no era, ni más ni menos, que disimulo, pues sabía, antes de casarse con él, que no podía concebir.
Inquieto, se apartó de la ventana. Aquélla sería otra noche fría y ventosa. ¿Por qué febrero siempre parecía el mes más largo, a pesar de ser el más corto?
Cuando todo aquello acabase, se tomaría unas vacaciones. Cada vez se sentía más crispado y estaba perdiendo el control de sus nervios.
Estuvo a punto de estallar esta mañana, cuando Gertrude le comunicó que Edna había llamado para decir que estaba enferma. Se agarró a la mesa y observó cómo sus nudillos se iban poniendo blancos. Entonces, se acordó: el aleteante latido que se detuvo. Los ojos vidriosos, los músculos relajándose para siempre. Gertrude trataba de encubrir a su amiga. Gertrude mentía.
Refunfuñó una respuesta y, al hacerlo, hizo que su voz sonase indiferente.
—Es bastante molesto que Edna no venga hoy. Confío en que mañana se haya incorporado a su trabajo.
Aquellas palabras dieron resultado. Lo comprobó en la nerviosa manera con que Gertrude se humedecía los labios y evitaba mirarle. Creía que él estaba de mal humor por culpa de la ausencia de Edna. Además, era probable que supiese que ya le había hablado tajantemente a Edna sobre el problema que tenía con la bebida.
Gertrude podría ser muy bien aliada suya.
Policía: ¿Y qué respondió el doctor, cuando usted le dijo que Mrs. Burns estaba ausente?
Gertrude: Se puso de bastante mal humor. Es un hombre muy metódico y no le gusta que nada turbe su rutina.
El zapato que faltaba. Por la mañana, poco después de amanecer, había ido al hospital y buscó de nuevo por el aparcamiento y por el despacho.
¿No lo habría llevado puesto Vangie cuando entró en su consulta, el lunes por la noche? Advirtió que no podía estar seguro de ello, pues ella llevaba aquel largo caftán y, encima, su abrigo de invierno mal abrochado. El caftán era demasiado largo y el abrigo se tensaba en el abdomen. Vangie se subió el caftán para enseñarle su hinchada pierna derecha, y vio el mocasín. Pero no se había fijado en el otro zapato. ¿Lo llevaría o no puesto? Sencillamente, lo ignoraba.
Si el zapato se hubiese caído en el aparcamiento, cuando llevó el cadáver hasta el coche, alguien lo habría recogido. Quizá un hombre de la brigada de limpieza lo habría visto. Pero descartó aquella idea. Con frecuencia, los pacientes ingresados que abandonaban el hospital se marchaban con bolsas de plástico que casi reventaban, llenas de tarjetas deseándoles recuperación y de plantas de regalo y de objetos personales que, en el último minuto, no cabían en la maleta y perdían cosas entre la habitación del hospital y el aparcamiento. Había llamado al departamento de los objetos perdidos; pero no tenían ningún zapato. A lo mejor, alguien se había limitado a arrojarlo al cubo de basura.
Se acordó de cuando sacó el cadáver de Vangie del maletero del coche y lo llevó hacia la casa, rozando los estantes del garaje, que estaban llenos de herramientas de jardinería. ¿Había sido posible que el zapato perdido se hubiese enganchado en alguna de aquéllas? Si lo encontraban en uno de aquellos estantes, ello daría lugar a que le hicieran preguntas.
Pero, si Vangie no tenía puesto el zapato cuando se marchó de la consulta del doctor Fukhito, entonces la planta de sus medias se hubiera ensuciado. Pero el pasillo que unía a ambos despachos estaba cubierto y si aquella planta hubiese estado muy rozada, él se hubiera fijado cuando colocó el cadáver en el lecho.
El horror de descubrir que sólo tenía el zapato derecho, aquel zapato que tanto trabajo le había costado quitar, le había puesto nervioso. Era un tonto redomado. ¡Después de correr tan horribles riesgos!
El zapato derecho seguía en el maletín del portamaletas del coche y él no estaba seguro de si debía deshacerse de él; por lo menos, no debía hacerlo antes de tener la plena seguridad de que el otro no aparecería. Pero, aunque la policía iniciara una investigación profunda del suicidio, no habría nada que constituyese evidencia en contra de él. Su archivo del despacho soportaría cualquier investigación profesional a fondo, pues su auténtico archivo, el que se refería a los casos especiales, estaba guardado en la caja fuerte que había en la pared de su casa y desafiaba a cualquiera a que la localizase. Ni siquiera aparecía en los planos generales de la construcción. Fue el mismo doctor Westlake el que la instaló allí y sólo la conocía Winifred.
Nadie tenía motivos para sospechar de él; nadie excepto Katie DeMaio, quien había estado a punto de decirle algo cuando él mencionó la vista que se veía desde la habitación del hospital que ella ocupó. Pero, en aquel momento, ella cambió de idea.
Fukhito fue a verlo cuando se marchaba. Parecía nervioso.
—Mrs. DeMaio me hizo muchas preguntas —le dijo—. ¿Crees que será posible que no piensen que Mrs. Lewis se suicidó?
—En realidad, no lo sé.
Gozó con el nerviosismo de Fukhito. Sabía que había una razón para ello.
—La entrevista que le concediste a la revista Newsmaker se publicará mañana, ¿verdad?
Miró a Fukhito con desdén.
—Sí, pero puedes tener la seguridad de que les di a entender claramente que tengo varios consejeros psiquiátricos. Tu nombre no aparecerá en el artículo.
A pesar de estas palabras, Fukhito parecía intranquilo.
—Así y todo, la entrevista va a llamar la atención sobre el hospital, nos destacará a nosotros —se quejó Fukhito.
—Quieres decir que se van a fijar en ti, ¿verdad doctor?
Y casi se echó a reír ante el rostro atormentado por la culpabilidad de Fukhito.
Ahora, a punto de acabar el whisky, advirtió que no había tomado en consideración otra forma de escapatoria. Si la policía llegaba a la conclusión de que habían matado a Vangie; si investigaban en el hospital, sería bastante fácil sugerir, falsamente reacio, que interrogasen al doctor Fukhito, en especial debido a su pasado.
Después de todo, el doctor Fukhito era la última persona que se sabía había visto viva a Vangie Lewis.