El despertador sonó demasiado pronto, a las dos de la madrugada, y le despertó. Los largos años de aprendizaje para despertarse con el fin de atender una urgencia le hacían estar constantemente alerta. Tras levantarse, fue al lavabo del cuarto de inspección, se echó agua fría en el rostro, se hizo un perfecto nudo de corbata y se peinó. Los calcetines aún estaban húmedos. Sintió su frialdad y que estaban pegajosos al quitarlos del radiador, apenas caliente. Haciendo una mueca, se los puso y, luego, se calzó.
Fue a buscar el abrigo, lo tocó y se sobresaltó. Aún estaba totalmente empapado. Haberlo colgado cerca del radiador había sido inútil, y, si se lo ponía, acabaría pillando una pulmonía. Aparte de eso, las fibras blancas de la manga bien podían pegarse al azul oscuro. Aquello sería algo digno de explicación.
Se acordó del viejo Burberry que tenía en el armario empotrado. Se lo pondría. Dejaría el abrigo mojado y lo llevaría mañana a la tintorería. La gabardina estaba arrugada. Se helaría, pero era lo único que podía hacer. Además, era muy vulgar, de un horrendo verde oliva, y encima le quedaba grande tras haber perdido peso. Si alguien veía el coche y le veía a él en el coche, habría menos oportunidades de que le reconociesen.
Se dirigió rápidamente al armario empotrado, tiró de la gabardina que colgaba de la percha de alambre mal fijada y colocó el pesado y mojado abrigo Chesterfield en el fondo del armario. La gabardina olía como si nadie se la hubiese puesto, con un olor polvoriento e irritante que le asaltó la nariz. Refunfuñando con disgusto, se la puso y se la abotonó.
Fue hasta la ventana y subió unos centímetros la persiana. Aún había bastantes coches en el aparcamiento; así la presencia o la ausencia del suyo apenas se notaría.
Se mordió el labio al darse cuenta de que la fundida bombilla que siempre hacía que la sección más alejada del aparcamiento tuviese una oscuridad muy conveniente, había sido sustituida por una nueva que se proyectaba sobre la parte superior de su coche. Tendría que caminar entre las sombras de los demás vehículos y meter el cuerpo dentro del portamaletas con la mayor rapidez posible.
Ya era hora.
Abrió el armario empotrado de suministros médicos y se agachó. Con manos expertas, palpó los contornos del cuerpo que había bajo la manta. Refunfuñando un poco, metió una mano por debajo del cuello, colocó la otra por debajo de las rodillas y sacó el cadáver. Mientras vivía, aquella mujer pesaba unos sesenta kilos, aunque había aumentado de peso durante el embarazo. Sus músculos percibieron cada gramo de aquel peso mientras lo llevaba hacia la mesa de reconocimiento. Allí, trabajando solamente a la luz de una pequeña linterna colocada en la mesa, envolvió el cadáver con la manta.
Examinó exhaustivamente el fondo del armario empotrado de suministros médicos y luego volvió a cerrarlo. Sin hacer ruido, abrió la puerta que daba al aparcamiento y con dos dedos sacó la llave del portamaletas del coche. Con serenidad, fue hasta la mesa de reconocimiento y cargó con la mujer muerta. Frente a él se hallaban los veinte segundos que podrían destruirle para siempre. Dieciocho segundos después estaba en el coche. El hielo le cortaba las mejillas. Aquel peso cubierto con una manta era una verdadera carga para sus brazos. Y elevándolo para que su mayor volumen descansase en un solo brazo, intentó meter la llave en el portamaletas. Pero la escarcha había cubierto la cerradura. Con impaciencia, fundió el hielo. Un instante después, la llave penetró y la puerta del portamaletas se abrió lentamente. Miró, entonces, hacia las ventanas del hospital. Vio, de pronto, una sombra en la habitación central del segundo piso. ¿Habría alguien mirando hacia afuera? La impaciencia que tenía por dejar el cuerpo cubierto con una manta en el portamaletas y quitárselo de los brazos, le hizo obrar con rapidez. En el instante en que su brazo izquierdo se apartó de la manta, el viento la movió, la separó y reveló el rostro de la mujer. Pestañeando, dejó caer el cadáver y cerró la puerta con fuerza.
La luz había iluminado el rostro del cadáver. ¿Lo habría visto alguien? Volvió a mirar a la ventana donde había aparecido una sombra. ¿Había alguien allí? No estaba seguro. ¿Qué se podría ver desde aquella ventana? Ya se ocuparía de averiguar quién estaba en aquella habitación.
Metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y encendió el motor. Con premura, salió del aparcamiento sin encender los faros, hasta que se halló muy lejos en aquella carretera secundaria.
*****
Era increíble que aquél fuese el segundo viaje que hiciera a Chapin River aquella noche. Pero supongamos que él no hubiese estado a punto de marcharse del hospital cuando ella, saliendo como un meteoro del despacho del doctor Fukhito, le detuvo.
Vangie estaba al borde de la histeria. Caminaba y cargaba su cuerpo sobre la pierna derecha, mientras cojeaba por el pasillo cubierto, avanzando hacia él.
—Doctor, me es imposible concertar una cita con usted esta semana. Mañana voy a Minneapolis. Voy a ver al médico que solía visitar, al doctor Salem. Quizá hasta me quede allí y deje que sea él quien traiga a mi hijo al mundo.
Si no la hubiese visto, todo se habría estropeado.
Sin embargo, consiguió persuadirla para que le acompañase a su despacho; allí, le habló, la calmó y le ofreció un vaso de agua. En el último minuto, ella sospechó algo e intentó zafarse. Aquel hermoso y petulante rostro se llenó de terror.
Y, luego, el horror de saber que, aunque se las hubiera arreglado para acallarla, el riesgo de que lo descubrieran era aún demasiado grande.
Encerró el cadáver en el armario empotrado de suministros médicos e intentó pensar.
Su brillante coche rojo fue el peligro más inmediato. Era vital sacarlo del aparcamiento del hospital. Sin duda alguna, la gente se habría fijado en él cuando acabasen las horas de visita: un Lincoln Continental, el modelo más lujoso, con su agresivo frente cromado y sus líneas arrogantes que atraían la atención del público. Sabía exactamente dónde vivía la mujer. En Chapin River. Ella le había dicho que no esperaba a su esposo, piloto de la United Airlines, hasta el día siguiente. Decidió llevar el coche hasta aquella casa, y dejar su bolso en la sala para que pareciese que había regresado.
Todo fue inesperadamente fácil. Había muy poco tráfico con aquel espantoso tiempo. Las ordenanzas urbanas de Chapin River exigían que los residentes poseyesen, por lo menos, una hectárea. Todas las casas estaban bastante apartadas de la carretera y se llegaba hasta ellas por senderos llenos de curvas. Abrió la puerta del garaje con el dispositivo automático del panel de mandos del Lincoln y aparcó el coche.
Encontró la llave de la puerta de la calle en el mismo llavero en que estaban las del coche. Pero no la necesitó: la puerta que comunicaba el garaje con la residencia estaba abierta. Había lámparas de mesa y de pie a lo largo de toda la casa que, probablemente, se alumbraran con un dispositivo automático que medía su tiempo. Anduvo deprisa. Caminó por el pasillo, se dirigió a los dormitorios. Buscaba el de los dueños. Este era el último a la derecha y no había posibilidad de equivocarse. Había otros dos dormitorios. Uno estaba decorado para cuarto infantil, y había elfos y ovejitas pintorescas, que sonreían desde el papel de la pared recientemente colocado. Además, había una cuna totalmente nueva y una cómoda.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que, a lo mejor, podía hacer pasar la muerte de la mujer como un suicidio. Si ella había empezado a amueblar aquella habitación antes de que le tocase dar a luz, la amenaza de perder al niño sería una poderosa razón para suicidarse.
Entró en el dormitorio principal. La inmensa cama estaba hecha descuidadamente, el pesado cubrecama de felpilla blanca se veía mal colocado sobre las mantas. Cerca de éste, en una chaise longue, estaban la bata y el salto de cama de ella. ¡Ah! Si pudiese llevar el cuerpo hasta allí y colocarlo encima de la cama. Era peligroso hacerlo, pero no tanto como tirar el cadáver en cualquier sitio del bosque. Ello daría lugar a una gran investigación policial.
Dejó el bolso de la mujer en la chaise longue. Con el coche en el garaje y el bolso allí, parecería como si hubiese regresado a su casa desde el hospital.
Luego, volvió caminando los seis kilómetros que le separaban del hospital. Lo que había hecho había sido peligroso. ¿Qué hubiese pasado si un coche patrulla le hubiese detenido en aquella carretera de zona urbana tan cara? No tenía ninguna excusa para encontrarse allí.
Hizo el viaje en menos de una hora. Evitó entrar por la puerta principal y llegó a su despacho a través de una puerta secundaria que daba al aparcamiento. Eran justamente las diez de la noche cuando regresó.
Tenía empapados el abrigo, los calcetines y los zapatos. Temblaba y advirtió que sería demasiado peligroso sacar el cadáver hasta que hubiese un riesgo mínimo de encontrarse con otra persona. El turno de medianoche de médicos y enfermeras empezaba a las doce. Decidió esperar hasta que fuese bien avanzada la madrugada antes de volver a salir. La entrada de urgencias se hallaba en el lado oeste del hospital. Por lo menos, no tendría que preocuparse de que le observasen ni los pacientes de urgencia ni ningún coche de la policía que llegase a toda prisa llevando un enfermo.
Puso la alarma del despertador para que sonase a las dos de la madrugada y se echó en la mesa de reconocimiento. Durmió hasta que el reloj sonó.
Ahora, pasaba por encima del puente de madera y entraba en Winding Brook Lane. La casa quedaba a la derecha.
Apagó los faros, condujo por el sendero que iba hacia el garaje, dio la vuelta a la casa y aparcó su coche contra la puerta del garaje. Se quitó los guantes de conducir y se puso los de operar. Abrió la puerta del garaje; después abrió el portamaletas y llevó aquella forma envuelta en una manta, pasando junto a los estantes donde se acumulaban algunas cosas, hasta la puerta que comunicaba con la morada. Penetró en la residencia. La casa estaba en silencio. Dentro de unos minutos estaría a salvo.
Avanzó rápidamente por el pasillo y se dirigió hacia el dormitorio principal, esforzándose por aguantar aquel peso. Colocó el cadáver en la cama y lo liberó de la manta.
En el baño, que quedaba junto al dormitorio, esparció cristales de cianuro en un vaso azul y floreado, le añadió agua y vertió la mayor parte del contenido en el lavabo. Luego, limpió éste con cuidado y volvió al dormitorio. Colocó el vaso junto a la mano de la mujer muerta y dejó que las últimas gotas de la mezcla mojasen el cubrecama. Estaba seguro de que las huellas digitales de ella estaban en el vaso. En el cadáver empezaban a aparecer las señales del rigor mortis, las manos estaban heladas. Dobló con cuidado la manta blanca.
El cadáver estaba extendido sobre el lecho; tenía los ojos fijos y los labios contorsionados. La expresión de la agonía y de la protesta. Todo estaba bien. La mayor parte de los suicidas cambian de opinión cuando ya es demasiado tarde.
¿Se le habría olvidado algo? No. El bolso con las llaves estaba en la chaise longue, había residuos de cianuro en el vaso. ¿Le quitaba o no el abrigo? Se lo dejaría puesto. Cuánto menos la manoseara, mejor sería.
¿Le quitaba o le dejaba puestos los zapatos? ¿Se los habría quitado ella en un santiamén?
Levantó el largo caftán que ella llevaba. Y en aquel momento sintió que se quedaba sin sangre. El hinchado pie derecho llevaba un mocasín muy usado, pero en el pie izquierdo sólo se veía un calcetín.
El otro mocasín tenía que haberse caído. Pero ¿dónde? ¿En el aparcamiento? ¿En su despacho? ¿En la casa? Salió corriendo del dormitorio y buscó y trató de repetir sus pasos hasta llegar al garaje. El zapato no estaba ni en la casa ni en el garaje. Frenético ante tal pérdida de tiempo, fue hasta el coche y miró en el porta-maletas. Allí tampoco estaba el zapato.
Era muy probable que se hubiese caído cuando la llevaba al aparcamiento. Lo hubiese oído si se hubiese caído en el despacho. Tampoco estaba en el armario empotrado de suministros médicos. De eso, estaba completamente seguro.
Debido a aquel pie hinchado, ella siempre llevaba mocasines. Él recordaba haber oído a la recepcionista bromear sobre los mismos.
Tendría que regresar, rebuscar en el aparcamiento, encontrar aquel zapato. Supongamos que alguien lo hubiese recogido y, además, la hubiera visto a ella usándolo, ¿qué pasaría? Se hablaría de su muerte cuando se descubriese el cuerpo. Y supongamos que alguien dijera: Pero ¿cómo? Si yo vi uno de sus mocasines en el aparcamiento. Sin duda, lo perdió camino de su casa, la noche del lunes. Pero aunque sólo hubiese caminado unos cuantos pasos sin zapato por el aparcamiento, la planta del calcetín estaría muy deteriorada y la policía lo notaría. Tendría que volver al aparcamiento y encontrar el zapato.
Pero, entonces, y tras ir a toda prisa hacia el dormitorio, abrió la puerta de un inmenso armario empotrado. En el suelo había un montón de zapatos femeninos. La mayoría tenían altísimos tacones. Hubiese sido ridículo que nadie creyese que ella usaba semejante tipo de calzado dado su estado, en aquel tiempo. Había tres o cuatro pares de botas, pero nunca podría abrochar la cremallera de una de ellas con el pie hinchado.
Entonces lo vio: un par de zapatos de tacón bajo, de aspecto cómodo y del tipo que usan la mayoría de las mujeres encinta. Parecían bastante nuevos, aunque, por lo menos, los había usado una vez. Los cogió aliviado, corrió hacia la cama, le quitó el mocasín que estaba en el pie y le puso los zapatos que acababa de sacar del armario. El derecho le estaba apretado, pero se las arregló para atárselo. Se metió el mocasín que había llevado el cadáver en el amplio bolsillo de la gabardina. Cogió la manta blanca y, llevándola bajo el brazo, salió de la habitación y se encaminó por el corredor y a través de la residencia, hacia la noche.
Cuando llegó al aparcamiento del hospital, ya no llovía ni había escarcha, pero hacía mucho viento y frío. Fue hasta el extremo más alejado de la zona y aparcó allí el coche. Si por casualidad el guardia de seguridad se le acercaba y le hablaba, le diría que había recibido una llamada para encontrarse allí con una de sus pacientes que estaba a punto de dar a luz. Si por cualquier razón querían comprobar aquella historia, él se ofendería diciendo que, sin duda alguna, se trataba de una broma telefónica.
Pero sería mucho más seguro que no le viesen. Manteniéndose a la sombra de los arbustos que marcaban la línea divisoria del aparcamiento, intentó seguir apresuradamente su camino desde el sitio donde había dejado el coche hasta la puerta del despacho. Era lógico que el zapato hubiera caído cuando él levantó el cuerpo para abrir el portamaletas. Casi a cuatro patas, rebuscó en el suelo. Cada vez se acercaba más al hospital. Ahora, todas las luces de las habitaciones de los enfermos de este ala estaban apagadas. Alzó la mirada a la ventana central del segundo piso: la persiana estaba bajada. Alguien lo habría hecho. Se volvió a inclinar y fue caminando por el pavimento. ¡Si alguien lo viese! El mal humor y la frustración hacían que no notase el terrible frío que hacía. ¿Dónde estaba aquel zapato? Tenía que encontrarlo.
En una curva que daba entrada al aparcamiento, aparecieron un par de focos y un coche chirrió y se detuvo. El conductor, que probablemente quería ir a la sala de urgencias, debió de haber advertido que aquél no era el camino. Y describiendo un giro en forma de U, salió a toda prisa del aparcamiento.
Tenía que salir de allí, aquello era inútil. Cayó al suelo cuando intentó enderezarse, y una de sus manos se deslizó por el resbaladizo pavimento. Y, entonces, lo palpó: la piel bajo sus dedos. Lo agarró y lo alzó. Pese a la poca luz que había pudo comprobar que era lo que buscaba: era el mocasín, lo había encontrado.
Quince minutos más tarde introducía la llave en la cerradura de su casa. Se quitó el impermeable y lo colgó en el armario empotrado. El espejo de cuerpo entero de su puerta reflejó su imagen. Asustado, se dio cuenta de que, de rodilla para abajo, sus pantalones estaban mojados y sucios, de que llevaba el pelo totalmente despeinado, de que tenía las manos hinchadas, enrojecidas las mejillas y de que sus ojos, siempre prominentes, parecían querer salírsele de las órbitas. Tenía muy dilatadas las pupilas. Parecía un hombre bajo el efecto de un shock emocional, una caricatura de sí mismo.
Subió a toda prisa las escaleras, se desnudó y metió la ropa en el cesto de la ropa sucia. Luego, se dio un baño, se puso el pijama y una bata. Estaba demasiado excitado para dormir. Y, además, tenía un hambre tremenda.
La asistenta había dejado unas lonchas de cordero en un plato. Había una caja de queso fresco en la quesera. En el departamento de frutas del frigorífico había jugosas manzanas reineta. Llenó una bandeja cuidadosamente y la llevó a la biblioteca. En el bar, se sirvió un generoso whisky y se sentó a su mesa de trabajo. Mientras comía, revisó los sucesos de aquella noche. Si él no se hubiese detenido a comprobar su agenda, no habría visto a la mujer y ésta se hubiera ido, lo cual habría sido para él algo irremediable.
Quitó la llave a su mesa de despacho, abrió el gran cajón central y apretó el botón del departamento en el que guardaba su archivo especial. Allí se encontraba un dossier de fuelle de papel manila. Cogió una nueva hoja de papel e hizo una anotación final.
15 de febrero
A las ocho cuarenta de la noche, este médico estaba cerrando la puerta posterior de su despacho. La paciente de la que se trata, acababa de dejar al doctor Fukhito, vino a ver a este médico y le dijo que volvía a Minneapolis y que haría que su antiguo doctor, Emmet Salem, se ocupase de traer al mundo a su hijo. La paciente estaba histérica y el médico la persuadió a que entrase en su despacho. Era evidente que no podía dejar salir de nuevo a aquella paciente. Y, lamentándolo mucho, la necesidad hizo que este médico se preparase para eliminar a la paciente. Con la excusa de darle un vaso de agua, este médico disolvió cristales de cianuro en el líquido y forzó a la paciente a que bebiese el veneno. Esta expiró precisamente a las ocho y cincuenta y uno de la noche. El feto tenía veintiséis semanas. Es opinión de este médico que, si hubiese nacido, habría vivido. El historial médico completo y exacto se encuentra en este archivo, y debe reemplazar y anular el historial que se encuentra en el despacho del hospital Westlake.
Suspirando, soltó la pluma, metió esta anotación final en un sobre de papel manila y selló el archivo. Se levantó y caminó hasta el último panel de la librería. Rebuscando detrás de un libro, tocó un botón y el panel, girando sobre goznes, dejó al descubierto una caja fuerte. La abrió rápidamente y colocó el archivo, notando inconscientemente el número creciente de sobres. Podría haber recitado de memoria los nombres de ellas: Elizabeth Berkeley, Anna Horan, Maureen Crowley y Linda Evans… Más de media docena: los éxitos y los fracasos de su genio médico.
Cerró la caja y, con un golpe, volvió a colocar en su lugar el estante de libros; luego, bajó paso a paso las escaleras, se quitó la bata, se metió en la impresionante cama con baldaquino y cerró los ojos.
Ahora que había acabado se sentía agotado hasta tal punto que tenía ganas de vomitar. ¿Se habría olvidado de algo? ¿Habría tenido en cuenta todas las cosas? Había puesto el frasquito de cianuro y los mocasines en la caja fuerte, ya los haría desaparecer de alguna forma mañana por la noche. Los acontecimientos de las últimas horas se agolparon furiosamente en su memoria. Cuando había hecho lo que tenía que hacer, se sentía agotado. Pero, ahora que todo había terminado, como las otras veces, su sistema nervioso protestaba.
Mañana, al ir camino del hospital, dejaría la ropa en la tintorería. Hilda era una doméstica sin mucha imaginación; pero, así y todo, notaría el barro y la humedad en las rodillas de los pantalones. Averiguaría quién era el paciente que se hallaba en la habitación central del segundo piso del ala este y lo que podría haber visto. Ahora no era tiempo de pensar, ahora tenía que dormir. Se recostó en un codo, abrió el cajón de la mesita de noche y sacó una pequeña caja de pastillas. Un sedante suave era lo que necesitaba. Con este, podría dormir dos horas.
Sus dedos buscaron y encontraron la pequeña cápsula. Se la tomó sin agua, se recostó y cerró los ojos. Y mientras esperaba que surtiese efecto, intentó tranquilizarse a sí mismo diciéndose que estaba a salvo. Pero, por mucho que lo intentase, no podía evitar el pensar que la prueba más irrevocable de su culpabilidad le era inaccesible.