En contraste con el despacho del doctor Highley, el del doctor Fukhito parecía más espacioso y claro. La mesa del despacho, de líneas largas y esbeltas, ocupaba menos espacio que la impresionante, y de estilo inglés, del doctor Highley. Unas graciosas butacas de respaldo de mimbre con cojines tapizados que hacían juego con una chaise longue, ocupaban el lugar de las butacas de cuero y orejas del otro despacho. En vez de aquella pared llena de fotos de madres e hijos, en la consulta del doctor Fukhito había una serie de exquisitas reproducciones de xilografías de Ukiyo-e.
El doctor Fukhito era bastante alto para ser japonés, a menos que fuera tan erguido que pareciese más alto de lo que en realidad era. Así pensó Katie. No, supuso que mediría un metro setenta y cinco.
Como su socio, el doctor Fukhito vestía de manera conservadora y cara. Su traje de rayas se veía realzado por la camisa azul pálido y una corbata de seda en un tono discreto del mismo color. Su pelo, negro como el azabache, y el pequeño y bien cortado bigote se complementaban con su tez de color oro pálido y unos ojos oscuros más redondos que achinados. Tanto según el canon de belleza oriental como el occidental era un hombre extraordinariamente guapo.
Era probable que también fuera muy buen psiquiatra, pensó Katie, mientras buscaba su bloc de notas y se tomaba, deliberadamente, tiempo para absorber el mayor número de impresiones.
La visita que le hiciera el mes pasado al doctor Fukhito había sido breve e informal. Sonriente, éste le había explicado:
—El útero es una parte fascinante de la anatomía. A veces, un flujo irregular o desproporcionado puede indicar la existencia de un problema emocional.
—No lo creo así —le respondió Katie—. Mi madre tuvo el mismo problema durante muchísimos años. Tengo entendido que eso puede ser hereditario.
El médico le preguntó sobre su vida personal.
—Supongamos que, un día, fuera necesario hacerle una histerectomía. ¿Cómo se sentiría?
—Sería terrible para mí. Siempre he querido tener familia.
—Entonces, ¿piensa volverse a casar? ¿Tiene relaciones con alguien?
—No.
—¿Y por qué no?
—Porque ahora me interesa más mi trabajo.
Katie acabó la entrevista de manera súbita:
—Es usted muy amable, doctor, pero no tengo ningún problema emocional, se lo puedo asegurar. Y quiero quitarme este asunto de encima. Puede tener la seguridad de que es un problema totalmente físico.
Gentilmente, él asintió, se puso de pie y le dio la mano.
—Bien, si va usted a ser paciente del doctor Highley, no se olvide de que también yo estoy aquí. Si llega un momento en que necesite hablar de sus asuntos con alguien, a lo mejor yo podría serle útil.
Varias veces durante el último mes, Katie había pensado fugazmente que, a lo mejor, no era mala idea hablar con él, para que le diese su opinión objetiva y profesional sobre su estado emocional. O se preguntó si aquel pensamiento no había surgido mucho más recientemente, por ejemplo, después de cenar la noche anterior con Richard.
—Como usted bien sabe, doctor, una paciente suya y del doctor Highley, Vangie Lewis, murió la noche del lunes.
Katie notó que él enarcaba ligeramente las cejas. ¿Se debía aquel gesto a que esperaba que, de manera categórica, dijese que Vangie se había suicidado?
Katie prosiguió:
—Doctor, usted vio a Vangie sobre las ocho de la noche de ese día, ¿no es cierto?
Él asintió.
—La vi precisamente a las ocho de la noche.
—¿Cuánto tiempo se quedó?
—Unos cuarenta minutos. Llamó el lunes por la tarde para pedir una cita. Yo suelo trabajar hasta las ocho de la noche. Pero el lunes tenía todas las horas dadas. Así se lo hice saber y le sugerí que viniese a verme el martes por la mañana.
—¿Y cómo reaccionó?
—Se puso a llorar. Se comportaba como si estuviese muy deprimida. Y, claro está, le dije que viniese y que la recibiría a las ocho.
—¿Por qué estaba tan deprimida, doctor?
El médico habló lentamente, eligiendo con gran cuidado las palabras:
—Había discutido con su esposo. Estaba convencida de que no la amaba y de que no quería que naciera el niño. En el aspecto físico, el esfuerzo del embarazo empezaba a notársele en la cara. En realidad, era bastante inmadura: era hija única y estaba totalmente malcriada y consentida. Las molestias físicas le resultaban insoportables y, de pronto, la perspectiva del alumbramiento se convirtió en algo terrible para ella.
Inconscientemente, los ojos del médico se fijaron en una butaca que había a la derecha de su mesa. Allí se había sentado Vangie el lunes por la noche, con aquel largo caftán que le ceñía el cuerpo: A pesar de que decía que quería tener un hijo, odiaba las ropas que le obligaba a llevar su maternidad y detestaba perder la figura. En el último mes, intentó ocultar su cuerpo deformado y la pierna hinchada usando vestidos que llegaban hasta el suelo. Era un milagro que no los hubiese pisado y caído al suelo, dada la manera en que los arrastraba entre sus piernas.
Katie fijó los ojos en el médico con curiosidad: estaba nervioso. ¿Qué consejo le habría dado a Vangie que la hizo correr a su casa para suicidarse? ¿O la habría puesto en manos de un asesino, si la sospecha de Richard era cierta? La discusión. Chris Lewis no había admitido que discutió con Vangie. Echándose hacia adelante con agilidad, Katie dijo:
—Doctor, me doy cuenta de que usted quiere guardar el secreto profesional en lo relativo a las charlas que Mrs. Lewis sostuvo con usted. Pero se trata de un asunto oficial. Necesitamos saber todo cuanto pueda decirnos acerca de la discusión que tuvo Vangie Lewis con su marido.
Al médico le pareció que la voz de Katie surgía desde muy lejos. Ante él, veía los ojos aterrorizados de Vangie clavados en su cara. Haciendo un gran esfuerzo alejó de su mente estos pensamientos y miró a Katie con franqueza.
—Mrs. Lewis me dijo que creía que su esposo amaba a otra mujer. Le acusó de eso. Me dijo que le había avisado que cuando se enterase de qué mujer se trataba, le haría la vida imposible. Estaba furiosa, agitada, amargada y asustada.
—¿Y usted qué le respondió?
—Le prometí que tanto antes como durante el alumbramiento, le daríamos toda nuestra asistencia para que se sintiese bien. Añadí que esperábamos que pudiese tener el niño que siempre quiso, el cual, a lo mejor, podría servirle para salvar su matrimonio.
—¿Y cómo reaccionó?
—Empezó a calmarse. Entonces, creí necesario advertirle que, si sus relaciones matrimoniales no mejoraban cuando el niño naciese, debería considerar la posibilidad de acabar con ellas.
—Entonces ¿qué pasó?
—Se puso furiosa, juró que nunca permitiría que su marido la abandonase, que yo, como todo el mundo, me ponía de parte de él. Se puso de pie y cogió el abrigo.
—¿Y usted qué hizo, doctor?
—Era evidente que no era momento de hacer nada. Le aconsejé que se marchase a su casa, durmiese bien y me llamase por la mañana. Me daba cuenta de que era demasiado pronto para que ella hiciera frente al hecho, en apariencia irrevocable, de que el capitán Lewis quería divorciarse.
—¿Y se marchó?
—Sí. Tenía el coche en el aparcamiento que queda detrás del hospital. De vez en cuando, pedía permiso para usar mi entrada privada; así, podía salir directamente al aparcamiento. Pero, la noche del lunes, no me dijo nada. Simplemente salió por esa puerta.
—¿Y nunca más supo de ella?
—No.
—Comprendo.
Katie se puso de pie y se acercó a la pared donde estaban colgados los grabados. Deseaba que el doctor Fukhito siguiera hablando. Era evidente que éste ocultaba algo. Estaba nervioso.
—¿Sabía usted que el lunes por la noche me tuvieron que traer a este hospital, doctor? Sufrí un pequeño accidente de coche.
—Me alegro de que haya sido pequeño.
—Sí…
Katie se quedó de pie ante uno de los grabados, Senda de Yabu Koji Atnagoshita.
—¡Qué hermoso! —exclamó—. Pertenece a la serie de las Cien vistas de Yedo, ¿no es verdad?
—Sí. Al parecer, conoce usted mucho el arte japonés.
—En realidad, no. Mi esposo sí que lo conocía y fue quien me habló un poco sobre este arte. Tengo otras reproducciones de esta serie, pero ésta es preciosa. ¿No cree que es muy interesante tener cien vistas diferentes de un mismo sitio?
El doctor Fukhito se puso alerta, Katie le daba la espalda y no vio cómo apretaba los labios formando una línea rígida.
Katie se volvió.
—Doctor, me trajeron al hospital sobre las diez de la noche del lunes. ¿Podría decirme usted si hubo alguna posibilidad de que Vangie Lewis no se hubiese ido a las ocho del hospital, de que aún estuviese por aquí y de que, a las diez, cuando me trajeron semiinconsciente, yo pudiese verla?
El doctor Fukhito clavó sus ojos en Katie y sintió que un miedo pegajoso y húmedo le traspasaba la piel. Se forzó a sonreír.
—No sé cómo hubiera podido suceder.
Pero Katie advirtió que tenía los puños cerrados y blancos y que se forzaba por permanecer sentado en la butaca, para no huir. Y algo, de pronto, brilló en sus ojos: ¿sería ira o miedo?