Katie salió hacia el hospital a las tres menos cuarto. El tiempo se había calmado y ahora hacía un tenaz, sombrío y nuboso frío. Pero, por lo menos, el calor de los coches había derretido la mayor parte de la escarcha de las carreteras. Deliberadamente, redujo la velocidad al tomar la curva donde tuvo el accidente.
Llegó unos minutos antes de la hora convenida, pero podía haberse ahorrado el adelanto. La recepcionista, Mrs. Fitzgerald, se mostró amable, pero fría. Y cuando Katie le preguntó si sustituía con mucha frecuencia a Edna, aquélla le respondió envarada:
—Mrs. Burns casi nunca falta a su trabajo. Por consiguiente, casi no hay necesidad de sustituirla.
A Katie le pareció que aquella respuesta era indebidamente defensiva. Intrigada, decidió seguir con el tema.
—Siento muchísimo que Mrs. Burns esté hoy enferma. Espero que no se trate de nada serio —añadió.
—No —dijo la mujer, claramente nerviosa—. Es una especie de virus. Estoy segura de que mañana estará aquí.
Había varias futuras madres sentadas en la recepción, enfrascadas en la lectura de revistas, y no había forma posible de entablar conversación con ellas. Una embarazada de rostro hinchado, movimientos lentos y deliberados, apareció por el corredor que conducía a los despachos de los doctores. En una mesita sonó un timbre y la recepcionista levantó el auricular.
—Mrs. DeMaio, el doctor Highley la recibirá ahora —dijo.
Parecía aliviada.
Katie caminó con presteza por el corredor. Se acordaba de que el despacho del doctor Highley era el primero. Obedeciendo las instrucciones impresas que decían que llamase y entrase, abrió la puerta y penetró en una habitación de tamaño normal. Parecía una cómoda biblioteca. Había toda una pared cubierta de estantes de libros. Las fotos de las madres con sus bebés casi cubrían una segunda pared. Cerca de la tallada mesa del doctor, había una butaca giratoria. Katie se acordó de que la habitación de reconocimiento, un servicio y un sitio que era más bien combinación de cocina y zona de esterilización del instrumental, completaban el conjunto. El doctor estaba detrás de la mesa y se puso de pie para recibirla.
—Mrs. DeMaio…
El tono de su voz era cortés y apenas era perceptible un débil acento británico. No era un hombre muy alto, medía poco más de metro setenta y cinco. Su rostro, de piel lisa y mejillas redondeadas, terminaba en un mentón regordete y oval. Su cuerpo daba la impresión de una firme fuerza cuidadosamente controlada. Tenía el aspecto de una persona que engorda con facilidad. Un fino y escaso pelo color arenoso, entre el que aparecían algunas canas, estaba cuidadosamente peinado con una raya al lado. Las cejas y pestañas, del mismo color arenoso, acentuaban los saltones ojos de color azul acerado. Tomando cada uno de sus rasgos por separado, no era un hombre atractivo; pero su aspecto total era de prestancia y autoridad.
Katie se ruborizó al darse cuenta de que el doctor tenía conciencia del examen a que ella le sometía y no le gustaba. Se sentó con rapidez y, para entablar conversación, le dio las gracias por la llamada telefónica.
Él trató de no dar importancia a aquel gesto de gratitud.
—En realidad, me gustaría que de verdad tuviese motivos para darme las gracias. Si usted hubiese dicho al médico de urgencias que era paciente mía, le hubiera dado una habitación del ala oeste. Le puedo asegurar que éstas son mucho más cómodas. Aunque desde ellas, más o menos, se ve lo mismo.
Katie, que había empezado a rebuscar en su bolso un bloc de papel, levantó la mirada.
—¿Y qué me importa a mí lo que se viese? Aunque cualquiera hubiera sido mejor que la que me dieron la otra noche, porque…
Se detuvo. El bloc que tenía en la mano le recordó que estaba allí por asuntos de su oficio. ¿Qué hubiera pensado el médico si se hubiese puesto a hablar de sus pesadillas? Inconscientemente, intentó erguirse en aquella butaca demasiado baja y mullida.
—Si no le importa, doctor, sería mejor que hablásemos primero de Vangie Lewis —sonrió—. Me parece que, por lo menos durante unos minutos, se van a invertir nuestros papeles. Seré yo quien haga las preguntas.
La expresión del doctor se hizo severa.
—Sólo me gustaría que fuese otro el motivo, mucho más agradable, por cierto, para esta inversión de papeles. Esa pobre chica… Apenas he podido pensar en otra cosa desde que me enteré de lo ocurrido.
Katie asintió.
—Yo la conocía muy poco, pero tengo que decir que experimento la misma reacción. Bien, se trata, como usted comprenderá, de pura rutina. Pero, ya que no dejó ningún papel, al fiscal le gustaría conocer un poco el estado mental de la suicida.
Katie hizo una pausa y, luego, preguntó:
—¿Cuándo fue la última vez que vio usted a Vangie Lewis?
El doctor se recostó en la butaca. Entrelazó los dedos debajo del mentón, dejando ver unas uñas completamente limpias y empezó a hablar lentamente:
—Fue el jueves pasado, por la noche. Desde que cumplió la mitad del embarazo, hacía que me viniese a ver, por lo menos, una vez a la semana. Aquí tengo su historial médico.
Y señaló una carpeta de papel manila que había sobre su mesa. Encima había escrito un nombre: Lewis, Vangie. Katie pensó que aquello era algo totalmente impersonal, un recordatorio de que, hacía exactamente una semana, Vangie Lewis había estado en la habitación de examen, junto a aquel despacho, donde le tomaron la tensión arterial y le confirmaron los latidos del corazón del feto.
—¿Cómo era Mrs. Lewis? Quiero decir, física y emocionalmente.
—Me gustaría contestar primero lo referente a la condición física. Desde luego, era una preocupación. Por supuesto, corríamos el peligro de un embarazo complicado, por lo cual yo la observaba con mucho detenimiento. Pero, como usted comprenderá, con cada día que pasaba aumentaban las posibilidades de que sobreviviera el feto.
—¿Cree usted que Mrs. Lewis habría podido llegar hasta el parto?
—Imposible. En realidad, el jueves pasado la previne de que era muy posible que, al cabo de dos semanas, tuviera que ingresar en la clínica para forzarle el alumbramiento.
—¿Cómo reaccionó ante sus palabras?
El doctor frunció el entrecejo.
—Yo esperaba que a Mrs. Lewis le importaría muchísimo la vida de su hijo. Pero la realidad era que, a medida que se acercaba al nacimiento potencial, más parecía temer al alumbramiento. Hasta llegué a pensar que no era muy diferente de una niñita que quería jugar a papás y mamás, pero a la que hubiese aterrorizado que su muñeca se convirtiese en un niño de verdad.
—Comprendo.
Katie tomó, ensimismada, unas notas en el bloc.
—¿Mostró Vangie alguna señal específica de depresión?
El doctor Highley meneó la cabeza.
—Yo no lo advertí. Sin embargo, creo que el doctor Fukhito le responderá mejor a esta pregunta, pues la vio el lunes por la noche y su especialidad le ha preparado, mejor que la mía, para reconocer cualquier síntoma a pesar de que se disimule. La impresión general que yo tengo es de que ella experimentaba un temor morboso de dar a luz.
—Una última pregunta: su consulta está al lado de la del doctor Fukhito. ¿Vio usted por casualidad en algún momento a Mrs. Lewis la noche del lunes?
—No.
—Gracias, doctor, me ha sido usted muy útil.
Metió el bloc de papel en el bolso que llevaba en bandolera.
—Ahora, le toca a usted el turno de hacer preguntas.
—No tengo muchas que hacer. La verdad es que usted me las contestó anoche. Cuando acabe de charlar con el doctor Fukhito, le ruego que vaya a la habitación ciento uno en el otro extremo del hospital. Le harán una transfusión. Espere una media hora antes de conducir su coche.
—Creí que sólo tenía que esperar la gente que donaba sangre —dijo Katie.
—Sólo lo hacemos para estar seguros de que no se produce ninguna reacción. Además…
El médico abrió el último cajón de la mesa. Katie vio varias botellitas metódicamente colocadas dentro de aquél. El doctor seleccionó una que contenía nueve o diez pastillas.
—Tome la primera esta noche, y mañana, una cada seis horas. Haga lo mismo el viernes. En total tiene que tomar cuatro píldoras mañana y otras cuatro el viernes. Debo insistir y decirle que no se olvide de tomarlas. Como usted bien sabe, si la operación no le soluciona el problema, tendremos que pensar en otra intervención más radical.
—Tomaré las píldoras —dijo Katie.
—Muy bien. Ingresará en el hospital alrededor de las seis de la tarde del viernes.
Katie asintió.
—Estupendo. A esa hora, haré mis últimas rondas y la veré. Confío en que no esté usted preocupada.
En la primera cita que Katie tuvo con el médico admitió que tenía miedo a los hospitales.
—No, no lo estoy.
Él abrió la puerta y dijo con suavidad:
—Entonces, hasta el viernes, Mrs. DeMaio.