Richard Carroll había pasado una noche muy mala. Su teléfono sonó a las once de la noche, unos minutos después de que hubiera abandonado a Katie. Le dijeron que en el depósito de cadáveres había cuatro adolescentes.
Colgó el receptor lentamente. Vivía en el piso decimoséptimo de un gran rascacielos, al norte del puente George Washington. Durante unos minutos, se quedó mirando la conocida vista de los rascacielos de Nueva York, los coches que pasaban velozmente por el Henry Hudson Parkway y las lucecitas verdiazules que revelaban y dibujaban las gráciles líneas del puente George Washington.
En aquel mismo momento, otros teléfonos sonarían para informar a los padres de aquellos adolescentes que sus hijos no irían a casa.
Richard miró su sala de estar. Estaba cómodamente amueblada con un gran sofá, amplias butacas, una alfombra oriental en tonos azules y marrones, una estantería que ocupaba toda una pared, y fuertes mesas de roble que una vez adornaron el salón de la granja de uno de sus antepasados de Nueva Inglaterra. En las paredes, tenía colocadas con gusto acuarelas originales con temas marinos. Richard suspiró. Su profunda butaca de orejas con escabel, tapizada en cuero, estaba junto a la estantería. Había pensado beber algo, leer durante una hora y acostarse. Pero decidió ir al depósito para encontrarse allí cuando los padres fueran a identificar a aquellos muchachos. Dios sabía cuan poco podría hacer por aquellas personas… Pero Richard también sabía que se sentirían mejor si lo encontraban allí.
Eran más de las cuatro de la madrugada cuando regresó al apartamento. Mientras se desnudaba se preguntó si su trabajo no le estaba convirtiendo en un hombre demasiado triste. Los cadáveres de aquellos chicos formaban un terrible amasijo. El choque debía de haber sido terrible. Sin embargo, uno podía ver cuan atractivos debían de ser cuando estaban vivos. Una de las chicas, en particular, se le quedó grabada en el cerebro. Tenía el cabello oscuro y una fina y recta nariz. Y hasta muerta parecía grácil.
Le recordaba a Katie.
El pensamiento de que Katie había sufrido un accidente de automóvil la noche del lunes pasado, le perturbó. Le pareció que sus relaciones habían progresado años luz en el par de horas que habían pasado juntos durante la cena.
¿Qué temía aquella pobre muchacha? ¿Por qué no olvidaba a John DeMaio? ¿Por qué no le decía, «gracias por el recuerdo» y seguía su vida?
Mientras se metía en la cama, se sintió torvamente satisfecho de haber servido un poco de ayuda a los padres de los chicos, asegurándoles que murieron repentinamente y que era probable que en ningún momento tuvieran conciencia de lo que les ocurría, ni sintieran nada.
Durante dos horas, durmió inquieto. A las siete de la mañana ya estaba en su despacho. Al cabo de unos minutos, recibió una llamada. Le comunicaron que una señora mayor se había ahorcado en un sector venido a menos de Chester, pequeño pueblo situado en el extremo norte del condado. Tuvo que ir hasta el lugar donde se había producido la muerte. La mujer tenía ochenta y un años de edad y parecía frágil como un pajarito. De su traje colgaba una nota: «Ya no me queda nadie, estoy muy enferma y cansada, quiero reunirme con Sam. Ruego perdonen las molestias que pueda causar».
Aquella nota hizo resaltar algo que había estado atormentando a Richard. Debido a todo lo que había oído decir sobre Vangie Lewis, sería lógico pensar que, en caso de que se hubiese quitado la vida, habría dejado una nota explicando el suicidio o culpando de tal acción a su marido.
La mayoría de las mujeres dejaban notas.
Cuando regresó a su despacho, Richard intentó llamar dos veces a Katie; esperaba cogerla entre dos sesiones del tribunal. Deseaba oír el sonido de su voz. Por algún motivo, le había puesto nervioso abandonarla en aquella gran casa, la noche pasada. Pero no pudo dar con ella.
¿Por qué tenía el presentimiento de que algo la atormentaba? Regresó al laboratorio y trabajó sin parar hasta las cuatro y media. Cuando volvió al despacho, recogió los mensajes y se sintió intensamente contento de ver que Katie, a su vez, le había llamado. ¿Y por qué no lo iba a hacer?, se preguntó a sí mismo cínicamente. Un ayudante del fiscal no haría caso omiso de las llamadas del forense. La telefoneó al instante. La operadora de la centralita de la fiscalía le dijo que Katie se había marchado y ya no regresaría, pero no supo decirle dónde se encontraba.
Maldición.
Ello quería decir que hoy ya no hablaría con ella. Él tenía que cenar en Nueva York con Clovis Simmons, actriz de uno de aquellos seriales lacrimógenos. Clovis era divertida y él siempre se lo pasaba muy bien con ella. Pero Richard empezó a advertir que Clovis comenzaba a tomarse en serio aquellas salidas.
Tomó una resolución: aquélla sería la última vez que saldría con Clovis. No era honesto seguir saliendo con ella. Negándose a considerar cualquier otra razón para tomar una decisión tan súbita, se recostó en la butaca y refunfuñó. La mente estaba enviando una señal de socorro, haciendo que se acordase de cuando viajó por el Medio Oeste, donde las emisoras de radio anunciaron de pronto la llegada de un tornado. Un aviso era algo que había que tomar en serio. Un aviso sugería un problema en potencia.
No había exagerado cuando le dijo a Scott que si Vangie Lewis hubiese abortado pronto, no hubiera necesitado el cianuro. ¿Cuántas mujeres, en aquellas mismas condiciones, aceptaban el concepto de maternidad Westlake? Molly hablaba maravillas del ginecólogo, porque una de sus amigas tuvo muy buen embarazo. Pero ¿quién hablaba de los fracasos? ¿Cuántos habría habido? ¿No habría algo singular sobre el número de muertes entre las pacientes del hospital Westlake? Richard apretó el interfono y le dijo a su secretaria que viniese.
Marge tenía poco más de treinta años. Llevaba el pelo medio canoso, cuidadosamente cardado según el estilo que hizo famoso Jacqueline Kennedy a principios de la década de los sesenta. Usaba una falda unos centímetros por encima de sus rollizas rodillas. Tenía el aspecto de una esposa de suburbio que asistía a un concurso de la televisión. En realidad, era una excelente secretaria que disfrutaba en todo momento de las situaciones constantemente dramáticas del departamento.
—Tengo una sospecha, Marge. Quiero hacer una investigación oficiosa sobre el hospital Westlake. Sólo en la sección de maternidad. El concepto que tienen de la maternidad allí, lleva funcionando unos ocho años. Me gustaría saber cuántas pacientes han muerto ya en el momento de dar a luz debido a complicaciones del embarazo. Y qué proporción existe entre las muertes y el número de pacientes tratadas. No quiero dejar entrever que me interesa. Por ello, tampoco quiero que Scott revuelva sus archivos. ¿Conoces tú a alguien que trabaje en este sitio y que pueda ver los archivos del hospital bajo cuerda?
Marge frunció el ceño. Su nariz, no muy diferente del pequeño y agudo pico de un canario, se arrugó.
—Voy a ver cómo me las arreglo.
—Muy bien. Y otra cosa: comprueba cualquier pleito por mala práctica médica que se haya presentado contra alguno de los médicos de la sección de maternidad del hospital Westlake. No me importa si se suspendieron o no estos pleitos; sólo quiero saber su razón, si es que existe alguno.
Satisfecho de haber iniciado la investigación, Richard corrió a su casa para ducharse y cambiarse. Unos segundos después de abandonar su despacho, el doctor David Broad, del laboratorio prenatal del hospital Monte Sinaí, le llamó por teléfono. El mensaje que tomó Marge decía que Richard debía ponerse en contacto con el doctor Broad por la mañana. Se trataba de un asunto urgente.