Katie había puesto el despertador para que sonase a las seis de la mañana, pero ya estaba totalmente despierta mucho antes de que la decidida y animada voz del locutor de la CBS le dijera buenos días. Había dormido intranquila y, en varios momentos, estuvo a punto de saltar. Se sentía asustada por una vaga pesadilla.
Por la noche, siempre bajaba el termostato. Temblando, corrió a subirlo. Luego, con rapidez, hizo café, subió una taza y se acostó de nuevo.
Recostada en las almohadas y cubierta por un grueso edredón, bebió con gusto mientras el calor de la casa empezaba a calentarle los dedos.
—Esto está mucho mejor —murmuró—. Pero, bueno, ¿qué me pasa?
El antiguo tocador modelo Williamsburg con su espejo central ovalado, estaba justo enfrente de la cama. Se miró en él. Tenía el pelo revuelto y un largo mechón oscuro le caía sobre la almohada color marfil ribeteada de encaje. El golpe que tenía bajo un ojo presentaba un color morado y ligeramente amarillo. Tenía los ojos hinchados de dormir y las profundas ojeras acentuaban la delgadez del rostro. Y pensó que, como diría su madre, parecía un trapo que el gato hubiera introducido en la casa.
Pero había algo más que el aspecto físico, algo más que el dolor debido al accidente; experimentaba una pesada sensación de aprensión.
¿Habría empezado a soñar de nuevo, aquella noche, esa extraña y aterradora pesadilla? No estaba segura de ello.
Vangie Lewis. Recordó unas palabras que oyó en el funeral de John:
—A nosotros, a quienes entristece la certeza de la muerte…
Desde luego, la muerte era algo cierto, pero no de esa forma. Ya era bastante terrible pensar que Vangie se hubiese suicidado, pero parecía imposible que nadie eligiese matarse ingiriendo cianuro. Sencillamente, Katie no podía creer que Chris Lewis fuese capaz de cometer un acto tan violento.
Pensó en la llamada del doctor Highley, en esa condenada operación. Cada año, se hacían operaciones D y C, miles de operaciones, en mujeres de toda edad. No era la operación en sí misma, sino lo que llevaba a ello. ¿Y si ésta no acababa con la hemorragia? El doctor Highley había dejado entrever que, a lo mejor, al final sería necesario pensar en una histerectomía.
Si hubiese quedado embarazada durante el año que vivió con John… Pero no sucedió tal cosa.
¿Y si algún día se volvía a casar? ¿No sería una amarga y miserable mala pasada que entonces no pudiera concebir? «No pienses en ello —se reconvino—. ¿Te acuerdas de ese verso de Fausto?: Lloramos por lo que, a lo mejor, nunca perdemos».
Bueno, por lo menos, pronto la operarían y se quitaría aquella preocupación de encima. La hospitalizarían el viernes por la noche, la intervendrían el sábado y estaría de vuelta en su casa el domingo. Y el lunes, a trabajar. No era gran cosa.
El día anterior, tras volver de la oficina, Molly le había llamado y le había dicho:
—Katie, estoy segura de que no querías hablar delante de Richard. Pero ¿no crees que sería una buena idea posponer la operación hasta el mes próximo? No se puede decir que estés en muy buena forma.
Katie le contestó con vehemencia:
—Ni soñarlo. Quiero acabar con esto. Y, además, Molly, no me sorprendería nada que el accidente fuese consecuencia de esta maldita cosa que tengo. El lunes me sentí mareada dos veces.
Molly se sintió dolida.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—¡Vamos! ¡Tú sabes que ni a ti ni a mí nos gusta la gente que se queja! Ya sabes que, cuando la cosa va en serio, te lo digo siempre.
—Así lo espero. En realidad, tienes razón en querer pasar la operación lo antes posible.
Luego, le preguntó:
—¿No le vas a decir nada a Richard?
Katie intentó que su voz no sonase exasperada:
—No. Ni se lo voy a decir al ascensorista, ni al policía de tráfico, ni al teléfono de la esperanza. Sólo lo sabréis tú y Bill, y basta.
—Muy bien, pero no te pases de lista.
Molly colgó el teléfono con decisión. En su tono de voz se mezclaban el afecto y la autoridad: aquella misma voz de advertencia que empleaba cuando uno de sus hijos empezaba a ponerse pesado.
«No soy tu hija, Molly —pensó Katie en aquel momento—. Te quiero, pero no soy hija tuya».
Y mientras bebía el café, se preguntó si no dependía demasiado de Molly y de Bill al pedirles el apoyo emocional que necesitaba. En realidad, ¿se dejaría arrastrar por ellos, alejándose cada vez más de la corriente principal de la vida?
¡Oh, John! Miró instintivamente su retrato. Esta mañana, no era más que eso: un retrato, un hombre guapo de aspecto serio, con ojos suaves y penetrantes. Una vez, durante su primer año de viudedad, había cogido aquel retrato, lo había mirado fijamente y, luego, lo había puesto boca abajo en el tocador, gritando: «¿Por qué me has dejado?»
A la mañana siguiente de ocurrir aquel suceso, volvió a recobrar su equilibrio, se sintió avergonzada de sí misma y tomó la resolución de no beber nunca más de tres vasos de vino seguidos cuando se sintiese deprimida.
Cuando volvió a colocar el retrato en su lugar, advirtió una hendidura que el relieve del marco de plata había hecho en la tapa del precioso y antiguo tocador. Intentó explicarse ante aquella foto.
—No es sólo compasión de mí misma, me siento airada en tu nombre. Yo quería que vivieses otros cuarenta años, tú sabías cómo gozar de la vida y cómo convertirla en algo valioso de verdad.
Mas, ¿quién conocía los designios del Señor? ¿Quién era Su consejero? Ese día, recordó aquellas frases de la Biblia. Al acordarse de todo esto, Katie pensó que lo mejor que podía hacer era reflexionar sobre ello.
Se quitó el salto de cama verde pálido, entró en el baño y abrió la ducha. El salto de cama quedó sobre el asiento de la mesa donde tenía los maquillajes. En la universidad, le gustaba llevar pijamas de rayas; pero John le había comprado unos exquisitos camisones y peinadores en Italia y a ella le parecía correcto seguir usándolos en su casa, en el dormitorio que había pertenecido a aquel hombre.
Quizá Richard tenía razón, quizá ella guardaba demasiado el luto. John sería el primero que se lo echaría en cara, si se hubiera enterado.
La ducha caliente le ayudó a levantar el ánimo. Tenía un acto de conciliación programado para las nueve, una sentencia para las diez y dos nuevos casos que había que empezar a preparar, pues la vista se celebraría a la semana siguiente. Además, tendría muchísimo que hacer con el juicio del viernes próximo. Desanimada, pensó que ya era miércoles. Mejor sería que empezara a moverse.
Se vistió con presteza. Escogió una falda de lana marrón claro y una nueva blusa de seda turquesa de mangas largas, que disimulaba el vendaje que llevaba en uno de los brazos.
El coche que le prestaba el taller de reparaciones llegó cuando acababa de tomar un segundo café. Llevó al conductor de regreso al taller y soltó un silbido al ver la terrible abolladura que tenía la parte delantera del coche. Dio gracias a Dios por no haber sido herida de gravedad. Luego, se dirigió hacia su despacho.
*****
Había sido una noche muy movida en el condado, habían violado a una chica de catorce años. La gente hablaba de un accidente ocasionado por un borracho, en el que había habido cuatro muertos. Un jefe de policía local solicitó permiso del fiscal para formar un grupo de sospechosos, para que un testigo pudiese decir quién había tomado parte en un robo a mano armada.
Scott salía en aquel momento de su despacho y Katie observó:
—¡Vaya noche!
Él asintió.
—¡Hijo de puta! El borracho que chocó con el otro coche que iba lleno de muchachos, estaba tan cargado que no podía ni aguantarse de pie. Los cuatro chicos han muerto. Eran estudiantes que estaban a punto de graduarse en Pascal Hills, e iban camino de una reunión para formar un comité. A propósito, pensaba enviar a Rita para que hablase con los médicos del hospital Westlake, pero va a ocuparse del caso de violación. En especial, me interesa el psiquiatra que atendía a Vangie Lewis. Me gustaría conocer su opinión en lo relativo al estado mental de la mujer. Puedo enviar a Charley o a Phil, pero creo que una mujer pasará más inadvertida y así podría entretenerse un rato y averiguar si Mrs. Lewis hablaba con las enfermeras o era amiga de otras pacientes. Pero tendré que esperar hasta mañana. Rita se ha pasado toda la noche trabajando y ahora anda por ahí, en un coche, con la chica a la que violaron, para ver si puede descubrir al atacante. Tenemos la plena seguridad de que vive muy cerca de la casa de la muchacha.
Katie dudó. No había pensado decirle a Scott que era paciente del doctor Highley, ni que la ingresarían en el hospital Westlake el viernes por la noche; pero hubiese sido impensable que otra persona del despacho le informase de ello. Así pues, prefirió llegar a un compromiso consigo misma.
—A lo mejor, puedo servirte de ayuda. El doctor Highley es mi ginecólogo y, de hecho, hoy tengo una cita con él.
Apretó los labios y decidió que no había necesidad de contar aburridamente lo de su programada operación.
Scott frunció las cejas. Como le ocurría siempre cuando se sorprendía, su voz se hizo más profunda:
—¿Qué impresión te ha causado? Richard dejó entrever ayer algo sobre la condición de Vangie. Me parece que cree que Highley estaba corriendo ciertos riesgos con ella.
Katie meneó la cabeza.
—No estoy de acuerdo con Richard. La especialidad del doctor Highley son los embarazos difíciles. En realidad, se le considera un hombre capaz de hacer milagros. Y ésa es su valía. Intenta que nazcan bebés que otros doctores dejarían perder.
Pensó en la llamada telefónica que el doctor Highley le hizo la noche anterior.
—Puedo asegurarte que es un médico que se toma muy en serio su profesión.
El gesto ceñudo de Scott hizo que las arrugas de su frente y alrededor de sus ojos se hicieran más profundas.
—¿Es ésa tu reacción instintiva ante ese hombre? ¿Hace mucho tiempo que le conoces?
Intentando ser objetiva, Katie habló del médico:
—No lo conozco ni bien ni desde hace mucho tiempo. El ginecólogo que yo solía consultar se retiró. Hace dos años que se marchó de aquí y la verdad es que no me he molestado en buscar otro nuevo. Entonces, cuando empecé a tener molestias… Bien, mi hermana Molly había oído hablar del doctor Highley. Tiene amigas que hablan maravillas de él. Molly visita a uno que vive en Nueva York, pero la verdad es que no estaba dispuesta a perder tanto tiempo. Así pues, el mes pasado le pedí una cita. Creo que merece la confianza que he depositado en él.
Se acordó del examen que le había realizado. Había sido muy amable y le había dicho:
—Ha hecho muy bien en venir a verme. En efecto, debo sugerirle que no haga caso omiso del estado en que se halla más allá de un año. Considero que el útero es como una cuna que siempre debe mantenerse en buen estado.
Lo único que sorprendió a Katie es que no tuviera ninguna enfermera de ayudante. Su otro ginecólogo siempre llamaba a la suya antes de proceder a un examen. Pero, claro está, aquel hombre pertenecía a otra generación. Supuso que el doctor Highley tendría unos cuarenta y cinco años.
—¿Qué trabajo tienes para hoy? —le preguntó Scott.
—Tengo la mañana muy ocupada, pero puedo hacer lo que quieras por la tarde.
—De acuerdo. Ve a ver a Highley y habla también con el loquero. Mira si te puedes enterar de si ellos son o no de la opinión de que Vangie fuera capaz de suicidarse. Averigua cuándo estuvo allí por última vez y si habló del marido. Ahora, Charley y Paul se ocupan de investigar sobre Chris Lewis. Pasé la noche medio despierto y opino que Richard tiene razón. Hay algo que no huele muy bien en este suicidio. Habla también con las enfermeras.
—Con las enfermeras, no —dijo Katie sonriendo—. Con la recepcionista Edna, sí. Sabe la vida y milagros de todo el mundo. El mes pasado no llevaba yo ni dos minutos en la sala de espera, cuando me di cuenta de que le estaba contando mi vida. En realidad, deberías utilizarla para que interrogase a los testigos.
—Yo debería coger a mucha gente —comentó secamente Scott—. Habla con la junta de propietarios.
—De acuerdo. Te veré después.
Katie entró en su despacho, cogió unos sumarios y corrió a la cita que tenía con un abogado defensor sobre una contraposición. Estuvo de acuerdo en cambiar un cargo de posesión de heroína, de «posesión con intenciones de distribución», a una simple «posesión». Desde allí, a toda prisa, subió al tribunal del segundo piso, donde, con rostro meditabundo, escuchó cómo sentenciaban a siete años de cárcel a un joven de veinte años de edad al que ella había acusado. Podrían haberle echado veinte años por robo a mano armada y asalto premeditado. De los siete años, era probable que sólo cumpliese un tercio, y le dejaran, luego, en libertad. Conocía de memoria la historia de aquel muchacho y pensó que, con tal pájaro, de nada serviría la rehabilitación.
Entre el montón de mensajes que le esperaban, había dos llamadas telefónicas del doctor Carroll. Una, a las nueve y cuarto; y otra, a las nueve cuarenta. Le telefoneó, pero Richard estaba fuera ocupado en un caso. La sensación de ligera presión que ejercieron aquellas dos llamadas, se vio sustituida por otra de decepción al no poder hablar con él.
Llamó al despacho del doctor Highley esperando oír la cálida voz nasal de Edna. Pero, quienquiera que contestó al aparato tenía una voz femenina grave, desconocida y nerviosa.
—Consultorio del doctor Highley.
—¡Oh! —Katie pensó con presteza y decidió preguntar por Edna—. ¿Podría hablar con Mrs. Burns?
Hubo una pausa de una fracción de minuto antes de oír la respuesta:
—Miss Burns no vendrá hoy, está enferma. Soy Mrs. Fitzgerald.
Katie comprendió que había confiado demasiado en hablar con Edna.
—Siento mucho saber que Miss Burns no esté bien.
Explicó brevemente que el doctor Highley esperaba su llamada y que también le gustaría ver al doctor Fukhito. Mrs. Fitzgerald le dijo que esperase y, al cabo de unos minutos, le respondió:
—Ambos la recibirán, desde luego. El doctor Fukhito está libre quince minutos antes de dar la hora desde las dos a las cinco. El doctor Highley preferiría recibirla a las tres de la tarde, si le va bien a usted.
—Muy bien. Veré al doctor Highley a las tres de la tarde —dijo Katie—. Y le ruego me confirme las tres y cuarenta y cinco para ver al doctor Fukhito.
Colgó el aparato y volvió a dedicarse al trabajo que tenía sobre la mesa.
A la hora de la comida, Maureen Crowley, una de las secretarias del despacho, abrió la puerta, asomó la cabeza y se ofreció para traerle un bocadillo. Katie, totalmente enfrascada en la vista del viernes, asintió.
—¿Lo quiere de jamón y pan de centeno con mostaza, lechuga? ¿Y con un café negro? —preguntó Maureen.
Katie levantó la cabeza sorprendida:
—¿Acaso soy tan predecible?
La chica tendría unos diecinueve años, una gran melena de cabello dorado, ojos de color verde esmeralda y el encantador y pálido cutis de una verdadera pelirroja.
—Perdone que se lo diga, Katie. Pero, en lo referente a comida, usted siempre pide lo mismo.
La puerta se cerró tras ella.
—Parece como si estuvieras crispada. Llevas demasiado tiempo el luto. Siempre comes lo mismo.
Katie intentó tragar el duro nudo que le atenazaba la garganta y se sorprendió al darse cuenta de que estaba al borde de las lágrimas. De verdad, debo estar enferma si es que estoy tan susceptible, pensó.
Cuando llegó la comida, se la comió dándose sólo vagamente cuenta de lo que hacía. El caso en el que trataba de concentrarse, era como un borrón total. Ante ella, veía, en todo momento, el rostro de Vangie Lewis. Pero, ¿por qué lo había visto también en la pesadilla?