Bill Kennedy, cirujano ortopédico del hospital de Lenox Hill, pulsó el timbre de la casa de los Lewis. Había estado operando todo el día y no se había enterado de la muerte de Vangie Lewis hasta que volvió a casa. Alto y con el pelo prematuramente canoso, con aspecto de erudito y un poco tímido en su vida profesional Bill era una persona diferente tan pronto entraba en el cálido refugio en que Molly había convertido su hogar.
La bulliciosa presencia de su mujer hacía posible que Bill dejara atrás todos los problemas de sus pacientes y se relajara. Pero aquella noche la atmósfera había sido muy diferente. Molly ya había dado de cenar a los niños y dado la orden estricta de que se fuesen a sus habitaciones. Con presteza, le contó lo ocurrido a Vangie:
—Llamé a Chris y le dije que viniese a cenar con nosotros y a dormir en la biblioteca, en vez de quedarse solo en su casa. No lo aceptó, así que será mejor que vayas allí y lo saques a la fuerza. Por lo menos, quiero tener la seguridad de que come algo.
Mientras Bill caminaba entre las casas, consideró la tragedia que hubiese sido para él regresar a su casa y ver que había perdido a Molly. Pero no habría sido lo mismo para Chris Lewis; nadie en su sano juicio sería capaz de pensar que el matrimonio de aquel hombre se pareciese en algo al de Bill y Molly. Él nunca le había dicho a su esposa que, una mañana, al entrar a beber café en un drugstore, cerca del hospital, vio a Chris sentado a una mesa con una chica muy hermosa, que tendría unos veinte años. En los rostros de ambos se veía que se querían.
¿Se habría enterado Vangie de lo de la chica? ¿Habría sido ésta la razón por la que se había suicidado? Pero, ¡de forma tan violenta! En su mente, apareció un recuerdo del verano pasado. Vangie y Chris habían ido a su casa a comer una barbacoa. Ella empezó a asar un bombón de altea, y acercó demasiado la mano al fuego. Le salió una ampolla en un dedo y empezó a quejarse como si hubiese sufrido quemaduras de tercer grado. Fue chillando hasta donde estaba Chris, que intentó calmarla. Sintiéndose en una situación molesta por su mujer, éste explicó:
—Vangie soporta muy poco el dolor.
Cuando Bill salió con una medicina dispuesto a aplicársela, casi había desaparecido la ampolla. ¿De dónde sacaría coraje una persona con el comportamiento emocional de Vangie para suicidarse? Cualquier persona que hubiese oído algo sobre semejante veneno, sabía que, aunque la muerte era casi instantánea, también era agónica.
No, Bill hubiese jurado que en el caso de que Vangie Lewis se suicidase, lo habría hecho con pastillas para dormir. Lo cual demostraba cuan poco se sabe acerca de cómo funciona la mente humana… Ni siquiera alguien como él; a quien se suponía buen juez de las personas…
Chris Lewis abrió la puerta. Desde que le descubrió con la chica, Bill sentía cierta reserva hacia Chris. No le gustaba juntarse con hombres que se iban de juerga cuando sus esposas estaban encinta. Pero, al ver el rostro desencajado de Chris y la auténtica tristeza de sus ojos, sintió compasión. Cogiéndole por los hombros, le dijo:
—Lo siento muchísimo.
Chris asintió, atontado. Tenía la sensación de que, igual que una cebolla se va mondando capa a capa, el significado de aquel día se hundía sin poder apresarlo. Vangie había muerto, ¿acaso la discusión que tuvieron la llevó al suicidio? No podía creerlo y, sin embargo, se sentía solo, asustado y cobarde. Dejó que Bill le convenciese para ir a cenar. Tenía que salir de la casa; era incapaz de pensar con cordura allí. Molly y Bill eran buenas personas. ¿Podría confiarles lo que sabía, podría confiar en alguien? Sin saber muy bien lo que hacía, cogió su chaqueta y siguió a Bill por la calle.
Bill le sirvió a Chris un whisky doble que éste casi se bebió de un trago. Pero, cuando vio la copa medio vacía, se forzó a beber con más mesura. El alcohol le quemó la garganta y el pecho y le alivio la tensión. Cálmate, pensó, cálmate, anda con tiento.
Los niños de la familia entraron en la biblioteca para dar las buenas noches; todos eran muy bien educados y, además, muy guapos. El mayor, Billy, se parecía a su padre. Jennifer era una belleza morena. Las niñas más jóvenes, Diana y Moira, gemelas, eran rubias como Molly. Chris casi sonrió. Las gemelas se parecían mucho. Chris siempre había querido tener hijos; ahora, su hijo malogrado había muerto con Vangie, y experimentaba otra sensación de culpabilidad. Él no había aceptado aquel embarazo. Era su hijo, y, sin embargo, no lo quiso ni un solo segundo. Y Vangie lo sabía. ¿Qué había pasado? ¿Quién la había llevado al suicidio? ¿Quién? Ésa era la cuestión, pues la noche pasada Vangie no había estado sola.
Él no se lo había dicho a la policía. Hubiera sido como abrir una lata de gusanos, rogarles que iniciasen una investigación. ¿Y adónde conduciría ésta? A Joan. A la otra mujer. Y a él mismo.
El empleado del motel le vio marcharse del sitio la noche pasada, y ponerse en camino de su casa para terminar con Vangie. Hasta había pensado en unas cifras de las que hablaría con ella; Vangie podría quedarse con la casa y él le pasaría al año veinte mil dólares, por lo menos, hasta que su hijo cumpliese los dieciocho. Suscribiría un importante seguro de vida a favor de ella. Se ocuparía de la educación del niño. Vangie podría seguir visitando a aquel psiquiatra japonés que tanto le gustaba. «Sólo te ruego que me dejes marchar, Vangie. Por favor, déjame ir. No puedo pasar ni un solo minuto más de mi vida junto a ti. Nos estamos destruyendo mutuamente..».
Llegó a la casa más o menos alrededor de la medianoche. En cuanto se abrió el garaje, notó que algo había pasado, ya que casi chocó con el Lincoln. Vangie lo había aparcado en el sitio asignado a su coche. No, otra persona había aparcado el coche en el sitio de él; Vangie no se hubiera atrevido a meter aquel gran coche en el espacio que quedaba entre las columnas de la pared derecha. El garaje era inmenso; en un solo lado cabían dos coches y ése era el que Vangie siempre usaba. Necesitaba cada centímetro del mismo, pues era muy mala conductora y, además, es probable que su visión no fuese mucho mejor. Sencillamente, era incapaz de medir bien los espacios. Chris siempre aparcaba su Corvette en el espacio más estrecho. Pero, la noche pasada, allí aparecía expertamente colocado el Lincoln.
Entró y halló vacía la casa. Vio el bolso de Vangie en la chaise longue de su habitación. Aquello le desconcertó, pero no se alarmó. Era evidente que Vangie había salido con alguien, con quien pasaría la noche; hasta le agradó suponer que era posible que Vangie tuviera una amiga en quien confiar. Siempre había deseado que su mujer tuviera una amiga, e intentó que entablase amistad con la gente; pero Vangie podía ser muy reservada. Se preguntó cómo era posible que se hubiera olvidado del bolso, aunque su mujer era olvidadiza y, a lo mejor, sólo se había llevado algunas cosas para pasar aquella noche, sin molestarse en cargar con su pesado bolso.
La casa deprimía a Chris y decidió regresar al motel. No le había dicho a Joan que pensaba ir a casa. Tenía mucho cuidado en mencionar lo menos posible ante ella el nombre de Vangie, ya que, para Joan, esta sola mención era un recordatorio permanente de lo que para sí misma era ser una entrometida. Si él le hubiese hablado aquella mañana a Joan de la discusión que tuvo con su mujer, sintiéndose Vangie tan molesta que se marchó a pasar la noche a casa de otra persona, Joan se hubiese sentido terriblemente deprimida.
Pero, aquella mañana, encontró muerta a Vangie. Alguien había aparcado su coche antes de la medianoche, alguien la había llevado a casa antes de la medianoche. ¡Y aquellos zapatos! El único día que se los había puesto, se había quejado de ellos sin cesar. Aquello ocurrió unos días antes de Navidad, cuando la llevó a Nueva York para que se divirtiese un poco. ¡Diversiones! ¡Dios mío, qué día más deprimente fue aquél! A Vangie no le gustó la obra de teatro que vio, en el restaurante donde fueron a cenar no servían piccata de ternera, antojo que, por cierto, tenía aquella noche Vangie; la cual, además, no paró de hablar de cómo uno de los zapatos se le clavaba en el tobillo derecho.
Hacía semanas que sólo llevaba aquellos sucios mocasines. Chris le había rogado que, por favor, se comprase unos zapatos decentes y ella le había replicado que aquéllos eran los únicos cómodos. ¿Dónde estarían? Los buscó con gran detenimiento por toda la casa. Fuera quien fuese la persona que la trajo anoche en el auto, sabía también dónde estaban los zapatos.
No dijo nada de esto a la policía, no quería ver involucrada a Joan.
—Tomé una habitación en un motel porque discutí con mi esposa. Quería divorciarme. Decidí regresar a casa y hacerle entrar en razón. Pero al no encontrarla allí, me marché.
No le parecía necesario mencionar nada de aquello; ni siquiera los zapatos parecían importar. A lo mejor, Vangie quería que cuando la viese por última vez estuviera perfectamente bien vestida y aquella pierna hinchada la avergonzaba. Era muy vanidosa.
Pero Chris podía haber dicho a los polis que había estado allí y en qué forma el coche estaba aparcado.
—Ven al comedor, Chris. Te sentirás mejor si comes algo.
La voz de Molly era amistosa.
Cansinamente, alzó los ojos; la suave luz del pasillo dibujó el rostro de Molly y, por primera vez, se dio cuenta del parecido familiar que había entre ella y Katie DeMaio.
Katie DeMaio, la hermana de Molly. No podría hablar de todo esto con Bill y Molly, sin involucrar a ésta en medio de todo el asunto. ¿Cómo iba Molly a aconsejarle sinceramente sobre si debía callarse o no en lo relativo a su ida a la casa la noche pasada, cuando su propia hermana trabajaba en la fiscalía? No, tendría que tomar la decisión por sí mismo.
Se pasó una mano por los ojos ardientes.
—Me gustaría comer algo, Molly —dijo Chris—. Y, sea lo que sea, de verdad que huele bien. Pero tendré que marcharme enseguida. El director de la funeraria vendrá a casa a recoger unas ropas de Vangie. Sus padres quieren verla antes del entierro.
—¿Cuándo será? —preguntó Bill.
—Mañana por la tarde enviaremos el ataúd a Minneapolis. Yo lo acompañaré y el servicio se celebrará al día siguiente. El médico forense nos ha entregado el cuerpo esta tarde.
Aquellas palabras martilleaban los oídos de Chris: ataúd, cuerpo, funeraria… «¡Oh, Dios mío!, —pensó—. Esto tiene que ser una pesadilla. Quería liberarme de ti, Vangie, pero no quería que murieses. Te he llevado al suicidio, Joan tiene razón, yo hubiera debido permanecer a tu lado».
A las ocho, regresó a su casa; a las ocho y media, llegó el director de la funeraria; había preparado una maleta que contenía ropa interior y el vaporoso caftán que los padres de Vangie le habían regalado por Navidades.
El director de la funeraria, Paul Halsey, mostró gran comprensión y serenidad, y le preguntó los datos necesarios con rapidez. Nacimiento: quince de abril. Anotó el año. Fallecimiento: quince de febrero… Sólo dos meses antes de su treinta y un cumpleaños, comentó.
Chris se frotó la frente. Algo estaba mal, hasta en esta situación irreal donde todo estaba mal, había algo específico que no funcionaba.
—No —dijo—. Hoy es dieciséis, no quince.
—El certificado de defunción dice con claridad que Mrs. Lewis murió entre las ocho y las diez de la noche. Es decir, del quince de febrero —dijo Halsey—. Usted cree que ha sido el dieciséis porque lo descubrió esta mañana. Pero el inspector médico que hizo la autopsia puede señalar la hora de la muerte con toda exactitud.
Chris le clavó la mirada. El asombro disolvió su sentimiento de cansancio e irrealidad. Había estado en su casa a medianoche, y había visto allí el coche y el bolso de Vangie. Se quedó una media hora antes de volver al motel, en Nueva York. Esta mañana, cuando había regresado a la casa, supuso que Vangie habría vuelto después de que él se marchara y se había suicidado.
Pero, ahora, acababa de enterarse de que, a las doce de la noche, Vangie ya llevaba tres o cuatro horas muerta. Ello quería decir que, en algún momento después de la hora en que él se marchó, alguien había traído el cadáver, lo había colocado en el lecho y había puesto el vaso casi vacío junto a ella.
Alguien quería que la muerte de Vangie pareciese un suicidio.
¿O se habría suicidado en otro sitio? ¿La habría llevado a su casa alguien que, sencillamente, no quería verse involucrado en el asunto? Claro que no. Vangie nunca se hubiese infligido el dolor que produce morir por envenenamiento de cianuro.
Su asesino lo había montado todo para que pareciese un suicidio.
—¡Oh, Dios mío! —Susurró Chris—. ¡Oh, Dios mío!
Recordó el rostro de Vangie. Los grandes y petulantes ojos con espesas pestañas; la recta y pequeña nariz; el cabello color miel que le caía sobre la frente; los breves labios de forma perfecta. En su último minuto, Vangie debió de haberse dado cuenta. Alguien no la dejó salir, la obligó a beber el veneno, y la mató perversamente con el hijo que llevaba en sus entrañas. Debió de haberse sentido aterrada. Experimentó una oleada de misericordia hacía ella y las lágrimas asomaron a sus ojos.
Nadie, ningún marido podía quedarse callado y dejar sin castigo aquella muerte.
Pero si se lo contaba a la policía y daba inicio a la investigación, habría una persona a la que acusarían inevitablemente. Mientras el director de la funeraria le miraba con fijeza, Chris dijo en alta voz:
—Tengo que decírselo. Aunque me van a echar la culpa.