Richard y Katie se marcharon juntos del despacho de Scott; ella sabía que él se molestaría si, por casualidad, le sugería que cogiera un taxi para que la llevase a casa. Pero antes de subir al coche, Richard dijo:
—Primero, cenaremos. Un bistec y una botella de vino te hará correr los jugos.
—¿Qué jugos? —preguntó ella, precavida.
—La saliva, los estomacales, todos.
Richard escogió un restaurante formado por una suerte de cabina que colgaba de manera precaria sobre las palisades. El pequeño comedor era cálido debido al fuego de la chimenea encendida y a la luz de las velas.
—¡Oh, qué agradable! —dijo Katie.
Era evidente que el dueño conocía muy bien a Richard.
—¡Qué gusto verle por aquí, doctor Carroll! —dijo mientras les conducía a la mesa que se hallaba frente a la chimenea y ayudaba a Katie a sentarse.
Katie sonrió pensando que Richard suponía que ella parecía estar tan helada y desconsolada como lo estaba en realidad.
Richard pidió una botella de Saint Emilion; un camarero trajo pan de ajo caliente. Se sentaron y permanecieron agradablemente en silencio mientras comían y bebían. Katie advirtió que era la primera vez que estaba así con Richard: juntos en una pequeña mesa, separados de todos los demás del salón, mirándose frente a frente.
Richard era un hombre muy alto, de aspecto fuerte y saludable, lo que se manifestaba en su endrino y oscuro cabello, en sus rasgos marcados y equilibrados, en sus anchos y corpulentos hombros; cuando fuese mayor, tendría una apariencia leonina, pensó Katie.
—Acabas de sonreír —dijo Richard—. En fin, te doy el penique de siempre por tus pensamientos.
Ella se lo contó.
—Leonino.
Richard consideró la palabra reflexivamente.
—Un león en invierno, lo acepto. ¿Te gustaría saber lo que pienso?
—Claro que sí.
—Cuando tienes la cara relajada, tus ojos son muy tristes, Katie.
—Lo siento, ésa no es mi intención. Creo que no soy una persona triste.
—¿Sabías que he querido pedirte que salieses conmigo durante los últimos seis meses, y ha tenido que ser por culpa de un accidente que casi te ha costado la vida?
—Tú nunca me invitaste a salir —dijo Katie, evasiva.
—Tú nunca querías que yo te lo pidiese. Tú dejas entrever una señal definitiva que dice: «Se ruega no molestar». ¿Por qué?
—No me gusta salir con personas con las que trabajo. Estos son mis principios, más o menos —respondió Katie.
—Te entiendo. Pero no es de eso de lo que hablamos. Nosotros gozamos con nuestra mutua compañía, ambos lo sabemos. Mas tú no quieres aceptarlo. Mira el menú.
Sus maneras cambiaron y se hicieron casi comerciales.
—Las especialidades de este sitio son el entrecôte y el bistec au poivre.
Al verla dudar, Richard le sugirió:
—Pide el bistec, es fantástico. Y que no esté muy hecho —añadió optimista.
—No, muy hecho —dijo Katie.
Ante la cara de terror que puso Richard, ella soltó una carcajada:
—Por supuesto, no muy hecho.
El rostro de él volvió a cobrar su aspecto normal. Pidió ensalada con el aliño de la casa y patatas asadas. Luego, se inclinó hacia adelante y se quedó estudiando a Katie.
—¿Es que no quieres nada de nada? —le preguntó.
—¿Te refieres a la ensalada o al bistec?
—No, no te escabullas. De acuerdo, no soy sincero. Estoy tratando de dominarte y tú estás cautiva. Pero, dime, ¿qué haces cuando no estás en el despacho o en casa de tu hermana? Sé que te gusta esquiar.
—Sí, tengo una amiga de la universidad que está divorciada. El invierno siguiente a la muerte de John, me arrastró con ella a Vermont. En la actualidad, ella, dos parejas y yo alquilamos una casa en Stowe durante la temporada de esquí. Voy todos los fines de semana que puedo. Aunque no soy una gran esquiadora, me gusta mucho.
—Yo solía esquiar —dijo Richard—, hasta que tuve que abandonarlo debido a una torcedura de rodilla. Debería hacerlo de nuevo. A lo mejor, hasta tú me invitas a ir una vez contigo.
No esperó a que Katie le contestase.
—Mi deporte preferido es la vela. La primavera pasada me llevé el bote al Caribe y navegué de isla en isla. Radiantes días sin nubes, grandes velas hinchadas que se deslizan por el viento cortando la verde agua. He aquí tu bistec —acabó con cierto tono humorístico.
—Y también citas con frecuencia a William Carlos Williams —murmuró Katie.
En secreto, ella esperó impresionarle al demostrarle que conocía aquellos versos; pero él no pareció sorprendido.
—Sí, así es. El aliño de la casa es bueno, ¿no crees? —añadió Richard.
Siguieron charlando después del café. Para entonces, Richard le había contado ya muchas cosas sobre sí mismo.
—Mientras estuve en la Facultad de Medicina, me comprometí con la chica que vivía junto a mi casa. Creo que sabes que me crié en San Francisco.
—¿Y qué pasó? —preguntó Katie.
—No dejábamos de posponer la boda, hasta que, al fin, ella se casó con mi mejor amigo, sea éste quien sea —Richard sonrió—. Claro que estoy bromeando. Jean era una chica muy agradable, pero le faltaba algo. Una noche, cuando por cuarta o quinta vez hablábamos sobre casarnos dijo: «Richard, nosotros nos queremos, pero ambos sabemos que hay algo más». Tenía razón.
—¿Y no lo has sentido, no te has parado a pensar? —le preguntó Katie.
—La verdad es que no. De esto, hace ya siete años. Y me sorprende un poco saber que ese «algo más» no haya ocurrido hasta ahora.
Richard no parecía esperar ningún comentario de ella. Por el contrario, empezó a hablar del caso de los Lewis.
—Me pone de muy mal humor. Cualquier pérdida de una vida me hace sentirme así. Vangie Lewis era una mujer joven. Le quedaban muchos años por delante.
—Entonces, ¿no estás convencido de que se trate de un suicidio?
—Yo no estoy convencido de nada. Necesito tener mucha más información antes de emitir mi juicio.
—Yo no creo que Chris Lewis sea un asesino. Hoy día, es demasiado fácil obtener el divorcio si uno quiere ser libre.
—Hay otro aspecto a considerar.
Richard apretó los labios.
—Será mejor que dejemos de hablar de este tema.
Eran casi las diez y media cuando llegaron a casa de Katie. Richard parecía intrigado ante aquella admirable casa de piedra.
—¿Es muy grande? Quiero decir, ¿cuántas habitaciones tiene?
—Doce —dijo, reacia, Katie—. Era la casa de John.
—No creo que la hayas comprado con el salario de ayudante del fiscal —comentó Richard.
Katie empezó a abrir la puerta del coche; entonces, Richard le dijo:
—Espera. Voy a ayudarte a salir, puede que el suelo aún esté resbaladizo.
Ella no había pensado invitarle a entrar, pero él tampoco le dio la oportunidad de despedirse en la puerta. Le cogió la llave de la mano, la introdujo en la cerradura, la hizo girar, abrió la puerta y la siguió adentro.
—No voy a quedarme —dijo él—. Pero tengo que admitir que me domina la curiosidad por saber dónde vives.
Katie encendió las luces y pareció algo molesta mientras Richard miraba el vestíbulo y luego la sala de estar. Silbando, él comentó:
—Muy, pero que muy agradable.
Caminó hasta el retrato de John y se quedó mirándolo.
—Por lo que me han dicho, era todo un hombre.
—Sí, sí que lo era.
Con cierta molestia, Katie se dio cuenta de que en casi todas las mesas había una foto de John y de ella. Richard fue pasando de una a otra.
—¿Un viaje al extranjero?
—De nuestra luna de miel.
Tenía los labios tensos.
—¿Cuánto tiempo estuviste casada, Katie?
—Un año.
Richard observó cómo un matiz de dolor se cernía sobre el rostro de Katie; pero era más que eso; era, además, una expresión de sorpresa, como si aún la desconcertase lo que había sucedido.
—¿Cuándo te enteraste de que estaba enfermo? Tengo entendido que era cáncer.
—Al poco tiempo de regresar de nuestra luna de miel.
—O sea que sólo hicisteis un viaje, ¿no? Después, fue como hacer la guardia ante un reo condenado a muerte. Lo siento, Katie, pero mi trabajo me hace ser grosero, supongo que demasiado grosero para mi propio bien. Ahora, me marcharé.
Dudó un instante.
—¿No crees que valdría la pena correr las cortinas cuando estás aquí sola?
Katie se estremeció.
—¿Por qué? Nadie va a venir a mi casa a robarme.
—Tú, más que nadie, deberías tener conciencia del gran número de robos que se producen en las casas. En este sitio, serías una víctima de primera categoría. En especial, si la gente sabe que vives sola. ¿Te importa?
Y sin esperar respuesta, fue hasta la ventana y corrió las cortinas.
—Bueno, me largo, te veré mañana. ¿Cómo vas a ir al trabajo? ¿Crees que tu coche estará ya arreglado?
—No, pero los del taller de reparaciones me van a prestar uno y me lo traerán mañana por la mañana.
—De acuerdo.
Por un momento, se quedó con una mano en el pomo de la puerta. Luego, con un vozarrón y un tono muy creíble, dijo:
—Os dejo, Katie Scarlett. Cierra la puerta tras de mí. No quiero que nadie trate de entrar en Tara.
Se inclinó, la beso en la mejilla y se marchó.
Sonriendo, Katie cerró la puerta. Un recuerdo le cruzó por la mente: tenía cinco años de edad y jugaba, alegre, en el patio lleno de barro, con su traje del día de Pascua de Resurrección. Oyó la voz irritada de su madre y la de su padre que, divertido, imitaba la de Gerald O'Hara: «Es la tierra, Katie Scarlett». Luego, con voz conciliadora, se dirigió a la madre: «No te enfurezcas con la niña. A todos los pequeños les encanta la tierra».
El reloj de pared dio la hora musicalmente. Después de la presencia cálida y masculina de Richard, la habitación parecía vacía. Apagó las luces con presteza y subió al piso superior.
Sonó el teléfono cuando se iba a meter en la cama. Es probable que Molly haya intentado hablar conmigo, pensó, mientras levantaba el receptor. Pero fue la voz de un hombre la que respondió cuando dijo:
—Diga.
—¿Mrs. DeMaio?
—Sí, dígame.
—Le habla el doctor Highley. Espero que no sea muy tarde para llamarla, pero he intentado hacerlo varias veces esta noche. Lo cierto es que ayer sufrió usted un accidente, y el hecho de que haya pasado la noche en nuestro hospital me ha llamado la atención. ¿Cómo se encuentra?
—Bastante bien, doctor. Es muy amable por su parte el haber llamado.
—¿Cómo está su trastorno hemorrágico? Según el historial clínico que tenemos, ayer le hicieron una transfusión.
—Supongo que sigue más o menos igual. Creí que ya había acabado con el período, pero ayer empezó de nuevo. En realidad, estoy convencida de que me mareé cuando perdí el control del coche.
—Bien, como usted sabe, debería haberse ocupado de esta situación por lo menos hace un año. Pero, no importa. Dentro de una semana, todo habrá pasado. Lo que sí quiero es que le hagan otra transfusión para aumentar sus defensas antes de la operación. Y también quiero que tome unas medicinas. ¿Podría ir al hospital mañana por la tarde?
—Sí. En realidad, de todas formas, había una oportunidad de que fuese mañana. ¿Se ha enterado usted de lo de Mrs. Lewis?
—Sí, es una situación terrible y triste. Bien, entonces la veré mañana. Venga antes de las doce y decidiremos la hora.
—De acuerdo. Y muchas gracias, doctor.
Katie colgó. Al ir a apagar la luz, meditó ante el hecho de que, en realidad, el doctor Highley no le había llamado la atención en su primera visita. ¿Se debería a aquella actitud reservada y hasta distante de él? Katie creyó que aquello era una señal muy clara de cómo uno se equivoca al juzgar a las personas. Había sido muy amable por parte del médico intentar ponerse en comunicación con ella, aquella noche.